Opinión

De enfermos, heridos y mutilados: los muchos males que aquejaron a insurgentes, liberales y revolucionarios

De enfermos, heridos y mutilados: los muchos males que aquejaron a insurgentes, liberales y revolucionarios

De enfermos, heridos y mutilados: los muchos males que aquejaron a insurgentes, liberales y revolucionarios

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Muchos de los personajes que protagonizaron la vida política y militar de nuestro país padecieron enfermedades de diverso calibre y gravedad. En algunos casos eran el testimonio de sus carreras, de la manera en que habían ganado su lugar en la historia. En otros, se trataba de padecimientos, que, como a todos los seres humanos, les amargaron diversos momentos de su vida, algunos definitivamente trascendentes. Trátese de enfermedades o de mutilaciones, lo cierto es que la mayor parte de ellos aprendieron a vivir con sus males o a sobreponerse a sus carencias.

De algunos de los personajes relevantes del siglo XIX, sabemos más bien poco, por haber muerto en el fragor de la guerra o tratados como bandidos y delincuentes. De Miguel Hidalgo sabemos bien que fue fusilado en julio de 1811, después de haber sido derrotado. Pero el análisis de sus restos, efectuado en 2010, mostró que los últimos días de su vida, los meses pasados en una prisión en Chihuahua, fueron de convalecencia de una grave herida en el cráneo, y que, por los testimonios de sus carceleros, no afectó ni su talento ni sus facultades.

José María Morelos y su célebre pañuelo amarrado a la cabeza han sido objeto de especulaciones: por una parte, se afirma, y con razón, que el pañuelo en la cabeza era un atavío frecuente entre los novohispanos. Viene de los días de las grandes campañas militares del Siervo de la Nación, el testimonio de que padecía frecuentes e intensas jaquecas, que en el pasado reciente identificamos con migraña. Nuevamente, el análisis de los restos que con su nombre se encontraban en la Columna de la Independencia —y que echó por tierra la falsa historia acerca del robo de los despojos de Morelos— muestra que, efectivamente, el general pudo haber sufrido intensos dolores de cabeza, pero que no se trataba de migraña, sino de importantes problemas en su deteriorada dentadura, que seguramente le amargaron la vida durante varios años.

Vicente Guerrero sufrió una grave herida de la que no fuimos conscientes sino hasta que, una vez más, se estudiaron sus restos: se encontró con que su brazo derecho sufrió, seguramente en combate, una caída o herida importante que se lo fracturó y lo obligó a llevarlo en cabestrillo. Pero el hueso soldó en la posición en que lo dejó el cabestrillo, y dejó al general, el resto de su vida, con la extremidad paralizada. Al abrir la urna donde se encontraban los huesos de Guerrero, lo primero que se vio fue el brazo, doblado para siempre, como se puede ver en los retratos de su época de presidente.

De Guadalupe Victoria se ha afirmado que padecía epilepsia, y en su caso, existe un detallado reporte médico en su certificado de defunción, según el cual, la epilepsia se manifestó hacia 1838, cuando ya había dejado la presidencia de la República, y había pasado por dos senadurías, una gubernatura en Puebla que no duró mucho, y largas estancias en su hacienda veracruzana, El Jobo.

El certificado, extendido por Antonio González del Castillo, director del Hospital de la fortaleza de Perote, donde murió Victoria, resume que los últimos cinco años de su vida fueron de constantes quebrantos de salud a causa de la epilepsia. Por lo que dice el documento, Victoria probó toda clase de tónicos, antiespasmódicos y narcóticos para paliar sus males, e hizo numerosos viajes con la esperanza de que la mudanza a climas más cálidos le ayudase a mejorar. Por lo que se sabe, todos esos recursos fueron infructuosos. También dice el informe que el general “se cargaba de ideas tristes” en los últimos meses de su vida, cuando se había ido a Perote. En marzo de 1843 se encontraba ahí cuando empezó a quejarse de agudos dolores de pecho. Los médicos diagnosticaron “hipertrofia del corazón”, y se declararon incapaces de curarlo. Encima, Victoria, simplemente, dejó de comer. Murió la noche del 22 de marzo, y al hacerle la autopsia y embalsamamiento, se encontró que su corazón estaba “hinchado y voluminoso”. En el pasado reciente se ha planteado una nueva hipótesis, según la cual, Victoria padecía mal de Chagas, contraído probablemente en la época de la guerra de independencia en que dominaba la selva veracruzana, y que fue afectándolo progresivamente.

LAS CÉLEBRES MUTILACIONES. Aprender a vivir sin un brazo o una pierna es un reto que, en condiciones muy duras, aprendieron algunos personajes de la historia. De entre ellos, acaso el más célebre, en el siglo XIX, sea Antonio López de Santa Anna, quien, en 1838, durante la Guerra de los Pasteles, perdió una pierna a causa de un cañonazo. Cuatro años después de aquel suceso, Santa Anna, a la sazón en la presidencia, ordenó que fueran a exhumar, de los terrenos de su hacienda, Manga de Clavo, su pierna, para que se le inhumara en el Panteón de Santa Paula de la ciudad de México, a manera de conmemoración de la resistencia ante los franceses y como autoelogio hacia su heroísmo y su sacrificio por la patria.

La escena debió ser alucinante: se eligió el 27 de septiembre, aniversario de la consumación de la independencia, para realizar la peculiar reinhumación. Para los malquerientes de Santa Anna, cuando vieron el tamaño de la procesión cívica que se organizó para llevar al panteón lo que quedara de la pierna del presidente, la risa inicial se convirtió en desprecio y en irritación, porque se armó un cortejo enorme, con niños de las escuelas de primeras letras, los cadetes del Colegio Militar, el Estado Mayor del presidente, y una considerable cantidad de batallones, con sus respectivas bandas, y encima, el gabinete y los funcionarios de alguna relevancia. Esa multitud se tuvo que aguantar un discurso que la prensa calificó de “servil” y que pronunció don Ignacio Sierra y Rosso, amigo cercano del presidente.

La pierna fue desenterrada dos años después, durante un motín contra Santa Anna: el monumento y la estatua fueron destruidos y el despojo arrastrado por las calles. Nadie supo dónde quedó. Santa Anna, mientras se acostumbró a usar prótesis. El afamado médico Miguel Muñoz, con una larga carrera que se remontaba a los tiempos de las guerras de independencia, diseñó para él una con la que se sintió razonablemente a gusto. De esas piezas tuvo varias, pero la que hizo Muñoz fue su preferida.

Santa Anna no tuvo, hasta donde sabemos, problemas para acostumbrarse y resignarse. Tampoco los tuvieron personajes que, avanzando el siglo, sufrieron numerosas heridas en las guerras de Reforma y de Intervención, como el compadre de Porfirio Díaz, Manuel González, que perdió el brazo en la toma de Puebla de 1863. Trece años después, en la batalla de Tecoac, decisiva en el sublevamiento que llevó a Porfirio Díaz a la presidencia de la República, González volvió a ser mutilado: le arrancaron el muñón del brazo perdido. Lacónico, como solía ser en su correspondencia, Díaz le contó por carta a su esposa Delfina, que su compadre “estaba un poco raspado”, circunstancia que no le impidió llevar una escandalosa vida galante y ser presidente de la República entre 1880 y 1884.

Porfirio Díaz no es excepción en esta historia: tuvo una buena dosis de heridas de guerra que en ocasiones lo hicieron replegarse para curarse. Quizá un asunto menor pero ciertamente molesto, fue el que lo acompañó en mayo de 1911, cuando la revolución maderista hirió a su régimen y don Porfirio meditó seriamente cómo renunciar. Al mismo tiempo lo atormentaba una postemilla en el lado izquierdo de la boca, que lo atormentó durante seis meses, y que era tan dolorosa, que solamente podía alimentarse con líquidos. Aún en el puerto de Veracruz, ya para embarcarse al exilio, su médico le administraba algo llamado “bálsamo de la India”, con el que tenía que frotarse la mandíbula.

Sin duda, el mutilado más notable de los movimientos revolucionarios, es, desde luego, Álvaro Obregón que perdió el brazo en los combates de Santa Anna del Cobre. El momento fue dramático: cuando sus hombres lo vieron herido, se apresuraron a sacarlo de la zona de peligro, mientras el coronel Aarón Sáenz, corría en busca del doctor y coronel Jorge Blumm, jefe de los servicios médicos de la División Murguía, quien le aplicó al caudillo la primera curación. Después, el médico personal de Obregón, el doctor Enrique Osorno, lo sometió a una larga intervención quirúrgica, para contener la hemorragia y amputarle el brazo.

En los primeros momentos, ciego de dolor, Obregón quiso pegarse un tiro, pero sus lugartenientes lo impidieron. Luego, el sonorense se hizo a la idea de manera sana y con humor. Y aunque después de la mutilación engordó y encaneció, aprendió a escribir y firmar con la mano izquierda, como se puede ver en los documentos signados por él en sus tiempos de presidente, cuando, jocosamente, y con mucho humor negro, contaba que había podido recuperar su brazo tentándolo con un peso de oro, y que la extremidad, “como un pájaro”, saltó de entre los escombros para hacerse con él.