Opinión

Días de esperanza y alegría: se termina la guerra de Reforma

Días de esperanza y alegría: se termina la guerra de Reforma

Días de esperanza y alegría: se termina la guerra de Reforma

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Entraron a la ciudad cantando. Sí, cantando la misma canción con la que en 1856 se derrumbó a golpes de mazo la alta barda conventual de San Francisco: “Cangrejos al combate, cangrejos al compás, un paso pa´delante, doscientos para atrás. ¡Zuz, ziz, zas, viva la libertad! ¿Quieres inquisición? ¡¡Ja-já, Ja-já, Ja-já!! ¡Vendrá Pancho Membrillo y los azotará!” Eran cientos de soldados, hombres del general Jesús González Ortega, alegres, vencedores de la batalla de Calpulalpan, en la que las tropas conservadoras fueron barridas, obligando a su gobierno a escapar apresuradamente de la capital mexicana. Sin encontrar resistencia, las fuerzas liberales llegaban al centro neurálgico del país, después de tres años de cruenta guerra civil.

“El día primero de enero de 1861 será memorable en los anales de México” -escribió el periodista Florencio M. Del Castillo- Su recuerdo no se borrará nunca, porque deja en todos los corazones una impresión profunda. Ha sido un día de júbilo positivo, de ardiente entusiasmo en que la población entera ha demostrado sus ideas, sus emociones, sus esperanzas”.

Las tropas entraron por diversas garitas, uniéndose en el Paseo Nuevo que hoy llamamos Bucareli; luego siguieron por Corpus Christi (nuestra Avenida Juárez) y dieron vuelta en lo que hoy es nuestro Eje Central, para tomar “las calles de Santo Domingo (Belisario Dominguez) hasta la calle del Relox (República Argentina) y pasar, en columna de honor, delante de Palacio Nacional. Dieron la vuelta a la gran Plaza de la Constitución, para seguir por la calle de Independencia y luego retirarse a sus cuarteles. Para la pequeña ciudad que era entonces la capital, no hubo hombre ni mujer, niño, joven o viejo que no se enterara que la guerra de Reforma, o Guerra de Tres Años, como se le llamó desde entonces, había terminado con el triunfo liberal.

Las calles por donde pasó la columna militar estaban adornadas con abundancia. Hubo avenidas engalanadas con arcos triunfales, algunos costeados por particulares. En la calle de Plateros (Madero), se montó una plataforma, adornada con banderas y trofeos, y allí, una orquesta acompañaba a un coro que entonaba himnos cívicos. En otro arco, levantado por los alumnos de la Academia Nacional de Bellas Artes, había una alegoría: un genio en cuya frente brillaba una estrella y en la mano portaba un cartel que rezaba “Constitución de 1857”.

Un par de años antes, iracundo por los asesinatos de Tacubaya, y las campanas triunfales que resonaron en la ciudad en ese oscuro 1859, un joven abogado llamado Ignacio Manuel Altamirano, se había quejado de los ánimos veleidosos de la capital mexicana, que siempre aplaudía y elogiaba a cada vencedor que llegaba hasta la Plaza mayor, con la única excepción de los invasores estadunidenses de 1847. Pero en esos primeros días de enero de 1861 había que estar muy desinformado para no comprender que la victoria liberal auguraba un cambio radical en la vida cotidiana de los mexicanos, y que no se trataba solamente de un asunto de las élites políticas o un triunfo estrictamente militar, y por eso, a ojos de los cronistas de esos días, importaba reseñar que muchos balcones estaban llenos de mujeres, y que, a nivel de calle, no se había necesitado valla alguna para contener a los ciudadanos que asistían al desfile. Apenas el 4 de diciembre anterior, el presidente Juárez, en Veracruz, había emitido la ley de la libertad de cultos, y la instrumentación de instituciones como el Registro Civil y la aplicación de las leyes de Reforma iban a marcar una diferencia sustancial en los recuerdos de los mexicanos que vivieron aquella época.

El héroe de aquella jornada era, desde luego, el comandante de las tropas vencedoras en Calpulalpan, Jesús González Ortega, quien, en aquella marcha triunfal, pidió a la ciudadanía que también aplaudiera al general Santos Degollado, quien, discreto y en desgracia con respecto al presidente Juárez, presenciaba el desfile en un balcón. Igual hizo con el general Felipe Berriozábal, y aquellos gestos fueron muy bien recibidos por la prensa, porque les parecía que hablaban de unión entre los artífices de la victoria.

Llovían coronas de laurel y flores al paso de la columna. Encarrerada, la orquesta que acompañaba al coro, y al terminar el himno -que, aparentemente se trataba de una composición especial para la ocasión- se siguió con La Marsellesa, ganándose la aclamación de muchos.

Más de dos horas duró el desfile militar. Al terminar, a eso de las 6 de la tarde, y retirarse a sus cuarteles los diversos batallones -no faltó el observador que lo reseñara después- no había soldado, aunque fuera el más humilde, de aquellos 28 mil que marcharon, que no llevara las manos llenas de flores. Y, en algún café cercano a la plaza, el autor de Los Cangrejos, Guillermo Prieto, que siempre fue un sentimental, aún hipaba, sonándose ruidosamente: no bien se dio cuenta de lo que cantaban los soldados, se enterneció, a medio camino entre el orgullo y el patriotismo, y se la pasó llorando a moco tendido.

LA FUGACIDAD DE LA ESPERANZA

Esto no lo podían saber los muchos hombres y mujeres que se sumaron al festejo del triunfo liberal en aquel enero de 1861: todavía se vivirían días de penuria: mientras “alguien”, por las dudas, quemaba las actas del cabildo catedralicio correspondientes a los años de la guerra civil -ese “alguien” dejó para la posteridad una nota donde afirmaba que unos “hombres del gobierno” habían acudido a Catedral para destruir aquellos papeles- , el ministro de Hacienda, Guillermo Prieto, al que, para variar, le confiaban aquella cartera cada vez que las cosas estaban feas de verdad, se encontraba con que, antes de salir corriendo de la capital, los caballeros del gobierno conservador habían tenido la gentileza de quemar los archivos del ministerio. No sabía qué y cómo se había gastado. Lo único que tenía por cierto era que no había en las arcas nacionales ni un tlaco partido por la mitad, y a aquel hombre, que ni en los peores momentos perdía su vena de poeta, le atormentaba que no podía, siquiera, costear la hechura de capotes para los soldados que empezaban a resentir el frío invernal.

Por lo pronto, algunos optimistas ya cantaban una canción rescatada, que había nacido en los días de la invasión estadunidense, y que, por su tono burlesco, le iba de perlas a las nuevas circunstancias. La pieza en cuestión, La Pasadita, era un atinado corolario a la canción cantada por cientos de gargantas el primer día de enero, y auguraba la permanencia de un gobierno liberal:

Una cosa es cierta,

y es que en un tris tras

triunfó ya el partido

anticlerical;

por eso las viejas

rabiosas están, pero yo me río,

contesto já, já…

Y a la pasadita,

tan, darín, darán…

Y a la pasadita

tan, darín, darán…

El último golpe

ha estado formal,

le quitan al clero

la enseñanza ya

¡Adiós seminario

y Universidad!

¡Que viva el progreso!

Dejadme gritar…

Como es sabido, el proyecto liberal y republicano aún tendría que pasar la prueba de una nueva invasión y la imposición de un proyecto monárquico. Pasarían seis años antes de que en las calles de la capital mexicana se volvieran a cantar las canciones que tanto irritaban a los perdedores de aquel choque brutal.