Opinión

El coletazo de la corrupción

El coletazo de la corrupción

El coletazo de la corrupción

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El exdirector de Pemex de seguro aportó insumos para confirmar que estamos ante el caso más descomunal de deshonestidad en la cúspide del poder. Ante un incendio que amenaza consumir un haz de políticos y funcionarios, empresarios, legisladores, gobernadores y dirigentes partidistas, incluidos los expresidentes Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón.

Una conflagración que, por su magnitud, representa el principal desafío que ha enfrentado la 4T, en particular el presidente López Obrador con su programa bandera de combate a la corrupción. Fenómeno éste que, en efecto, durante décadas hizo del Estado un botín y del gobierno una pandilla de maleantes.

El Jefe del Ejecutivo ha pecado de ingenuidad o ha sido supinamente voluntarioso al suponer que con su sola llegada a la Presidencia la ausencia de probidad en el servicio público desaparecería como por ensalmo. Hay indicios para suponer que no ha sido así. Llegará el momento en que los propios actos del tabasqueño y de sus colaboradores tendrán que ser pasados por el tamiz de la valoración administrativa, la contraloría y el rigor judicial.

Por lo pronto, el gobierno federal merece respaldo popular sin regateos ante la amenaza que representa la previsible retaliación de decenas, si no es que centenares de implicados en las diversas aristas del caso que convirtió a Pemex en negocio de unos cuantos. Y que, sucesivamente, como los elefantes de la ronda infantil, “como veían que resistía, fueron a llamar a otro elefante”.

De cara a semejante reto, AMLO debería abrevar en la experiencia del emblemático juez brasileño Sergio Moro, quien llevó la voz cantante en los casos Mensalao —mensualazo— y Lava Jato —lavado de autos—, por los cuales unos 200 personajes fueron vinculados con cochupos de la principal empresa de su país, Odebrechet, que infectó a una docena de gobiernos.

Escándalos éstos de corrupción que ¡hasta en Venezuela, menos en México! han tenido severas consecuencias en los más altos niveles gubernamentales.

Distanciado ya del repulsivo Jair ­Bolsonaro, en alusión al encarcelamiento de Lula da Silva, Moro dijo que la corrupción no es un problema de la izquierda, el centro o la derecha, ya que todos los funcionarios pueden corromperse. Y que si el escándalo afectó más al PT de Lula eso se debió a que era el partido gobernante.

Dijo, además, que por años los directores de la estatal Petrobras tuvieron por función recaudar sobornos de personas con contratos con la petrolera. Y detalló la reacción del establecimiento luego de que fue destapada la olla podrida.

“Una forma de defensa es invocar la persecución política”, dijo Moro, como si supiera lo que ya sucede en México desde que Lozoya aceptó su extradición de España. También aseguró que los dichos de testigos colaboradores fueron respaldados con pruebas independientes y que, al final, las indagaciones condujeron a la cárcel a políticos de todos colores y fueron recuperados para el Estado unos 2 mil millones de dólares.

Ya lo vemos en México. En defensa nada sutil de Lozoya, la mayoría de los medios de información están saturados de cuestionamientos impertinentes sobre la legislación penal aplicable, mentiras en torno al uso político de la justicia, elucubraciones acerca de la real voluntad o no de colaboración del extraditado, falaces acusaciones de maltrato a familiares del indiciado, imputación de ánimos electoreros del gobierno.

Podría decirse que, desde los medios, cotidianamente, se envían mensajes no sólo de consentimiento de la corrupción por nuestros más conspicuos líderes de opinión, sino de plano de exculpación del presunto ladrón que aceptó colaborar con la justicia sólo cuando se vio acorralado. Y de advertencia sobre el tamaño del contraataque de los afectados por el Lozoyazo.

Parecería, por momentos, que la comentocracia está dispuesta incluso a hacer una cadena de oración con tal de que Lozoya y los suyos emerjan sin mácula del trance en que se hallan, pues ello redundaría en sonoro fracaso de la 4T, y, por consiguiente, en la posibilidad de retorno a los buenos tiempos para que siga la fiesta.

Combatir en serio la corrupción requiere de voluntad política a toda prueba, rigor en la aplicación de las leyes e intransigencia frente a la inmoralidad. Para conseguirlo, López Obrador debería atenerse menos a su candorosa imaginación y asimilar más las lecciones disponibles a nivel internacional.

Podría, por ejemplo, aprender de la experiencia de Singapur, uno de los dos o tres países que suelen encabezar las clasificaciones de los menos invadidos por este cáncer; pero donde el combate no se ganó con una varita mágica ni un simple cambio de gobierno, sino que ha llevado seis décadas y determinación con firmeza de riel.

La lucha empezó en 1959, cuando fue elegido primer ministro Lee Kuan Yew —padre de primer ministro actual—, quien asumió la erradicación de ese mal como una causa de vida, sin contemplaciones, y cumplió su empeño hasta su separación del cargo en 1990.

“Si de verdad queremos derrotar la corrupción debemos estar listos para enviar a la cárcel, si fuese necesario, a nuestra propia familia”, preconizaba el gobernante que incrementó la dureza de las sanciones a corruptos, en especial para quienes se apropiaban de dinero destinado a programas sociales destinados a los más pobres.

La lucha contra este fenómeno, que parecía inextirpable, incluyó una drástica desregulación para la contratación de bienes y servicios por el Estado, rotación constante de servidores públicos para evitar la eternización en los cargos y la descomposición de las entidades de gobierno, revisión constante del patrimonio de funcionarios, inhabilitaciones y pérdida del derecho de pensión a quienes fuesen hallados en falta en este terreno.

La drasticidad de Kuan Yew llegó al punto de instaurar la pena de muerte —algo venturosamente impensable en nuestros lares y menos aún por el de Macuspana— en casos graves de deshonestidad y narcotráfico. Por esta vía fueron llevados tras las rejas o ahorcados o fusilados funcionarios de todos los calibres, lo cual no inhibió por completo la corrupción, pues la lucha continúa ahora por parte de su vástago, Lee Hsien Loong.

Como puede verse, erradicar la corrupción lleva tiempo. Algo que los mexicanos sabemos de sobra, si reparamos en que se trata de un problema que desde la Colonia hemos tratado, sin éxito, de eliminar.

Por algo se empieza, sin embargo. Y la oportunidad está en el caso Lozoya, a condición de que los mexicanos cerremos filas en torno al Gobierno para conjurar las acciones del monstruo al que los afectados por la depuración aspiran azuzar.

aureramos@cronica.com.mx