Opinión

El complot del sacerdote Joaquín Arenas, o las conspiraciones se pagan en el paredón

El complot del sacerdote Joaquín Arenas, o las conspiraciones se pagan en el paredón

El complot del sacerdote Joaquín Arenas, o las conspiraciones se pagan en el paredón

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Las autoridades se ocuparon de que esa sentencia se conociera en todas partes y por todos los ciudadanos de aquel México que apenas cumplía siete años como nación independiente. Si parte del combate al crimen, de todo orden, consistía en convertir la sanción en un asunto público, para que nadie volviese a incurrir en el delito, no menos cierto era que esa pretensión no acababa de ser eficaz, pues las ambiciones humanas, las pasiones políticas y los resentimientos provocados por aquellos cinco primeros años de existencia separada de la corona española, movían, de repente, a personajes que se creían capaces, con un golpe de mano, revertir el resultado de un proceso que había durado casi una década. El sacerdote Joaquín Arenas, en quien recaería aquel veredicto, era uno de ellos.

“Deseando el soberano Congreso Constituyente combinar la clemencia con la justicia para asegurar en todo lo posible el orden y la tranquilidad interior, evitando por cuantos medios estén a su alcance la efusión de sangre, ha tenido a bien decretar: que la pena del delito de conspiración contra la Independencia, cuya imposición se reservó a su majestad por el artículo 22 del Plan de Iguala, es la misma que señalan las leyes vigentes, promulgadas hasta del año de 1810 para castigar el delito de Lesa Majestad Humana, declararán con unanimidad de votos que el reo fray Joaquín Arenas sea pasado por las armas en la Plaza Nacional, dejando su cadáver a la expectación pública por espacio de tres horas”.

Toda la ciudad debería enterarse: acusado de atentar contra la independencia de México, el padre Arenas había sido juzgado por un consejo de guerra ordinario, que empezó el proceso, en un salón del Palacio Nacional, el 23 de febrero de 1827, y terminó al día siguiente. No solo se dio a conocer públicamente la sentencia; la imprenta del ciudadano Alejandro Valdés la publicó como hoja suelta, y circuló ese mismo día, por toda la capital mexicana.

¿Cómo había llegado fray Joaquín Arenas a las puertas mismas de la muerte, señalado como culpable de atentar contra la independencia mexicana? ¿Qué lo había orillado a apartarse de la vida religiosa para internarse en el mundo de la conspiración y el complot?

UN FRAILE DE SAN DIEGO

No era una rareza ver a un religioso metido en las grillas políticas de la Nueva España y del México recién independizado. ¿No acaso la primera campaña insurgente exitosa había sido acaudillada por el cura de Dolores? ¿No lo habían seguido en su lucha brillantes militares que una vez fueron párrocos, como José María Morelos y Mariano Matamoros? ¿Acaso no había constancia de que al menos un centenar más de religiosos, en diversas partes del territorio, estuvieron involucrados en las luchas independentistas? ¿No vivía, en Palacio Nacional, y como huésped del presidente Guadalupe Victoria, el muy polémico, algo mitómano y definitivamente incorregible fray Servando Teresa de Mier, que había sido diputado en el Congreso Constituyente, después de infinitas y sorprendentes aventuras?

No era su condición sacerdotal lo que resultaba insólito en fray Joaquín Arenas. Lo novedoso es que este fraile dieguino había sido atrapado conspirando para regresar el tiempo -como si eso fuera posible- y “reconvertir” a México en un reino subordinado a la autoridad de Fernando VII de España.

¿De dónde había salido este hombre? Su nombre completo era José Joaquín de Arenas, español, oriundo de Castilla la Nueva. Cuando decidió meterse a conspirador contaba ya cincuenta años y escritos de la época lo describen como “muy dedicado a ciertas operaciones químicas e industriales”. Era religioso en el convento de frailes descalzos de San Diego; es decir, tenía su morada en las afueras de la ciudad de México, justo a unos pocos metros de la Alameda.

¿Cómo empezó todo? Poco más de un mes antes, el 18 de enero de aquel 1828, Arenas salió de su convento y se dirigió a visitar al comandante general del Distrito Federal, don Ignacio Mora, a quien procuró involucrar en un peculiar complot. Pero no era un arranque de exaltación: el padre Arenas llevaba tan bien pensado su negocio, que hasta un documento, con dieciocho artículos, había producido, y lo llevaba para demostrar que lo suyo era asunto reflexionado y afinado para conseguir una meta que, por lo menos, resultaba escandalosa a los oídos republicanos. Pretendía fray Joaquín que la vida y organización políticas de México retrocedieran nada menos que al estado de cosas en que se encontraban en 1808 y quería hacer valer el catolicismo por encima de las ideas masónicas tan de moda. Pretendía restaurar en sus posiciones de mando a todos los jefes, oficiales y soldados del sistema español, colocándolos en las posiciones que tenían antes de la independencia. No movería de sus puestos actuales a los empleados del gobierno, pero estaba decidido a aprehender al presidente Victoria y a Vicente Guerrero. En cambio, dejaría en libertad a Nicolás Bravo, en consideración a las historias de su generoso trato para con los prisioneros españoles, durante la guerra.

Parecía que Arenas había pensado en todo: una de las medidas importantes en su plan de 18 puntos, consistía en tranquilizar, a la brevedad, a los cónsules y representantes diplomáticos establecidos en la ciudad de México, a menos que se resistieran a aceptar el nuevo estado de cosas. Si eso ocurriere, decía el documento del fraile, las cosas se solucionarían con el expedito mecanismo de generarles pasaporte y enviarlos a sus hogares. Pero lo que más le interesaba el fraile era restaurar todas las inmunidades que el clero había visto disminuir, y que, seguramente, al acogerse nuevamente al mandato del rey Fernando VII de España, quedarían protegidas y consolidadas.

EL CÓMO Y EL CUÁNDO

El comandante Mora escuchó con atención al padre Arenas. Cuando el fraile concluyó su descripción de lo que parecía un muy bien armado plan, lo interrogó: ¿con qué dinero, con cuántos hombres podría volver realidad su plan?

Con presteza, el fraile respondió: todo estaba finamente calculado. Tenía de su lado a “muchas personas muy visibles”, entre ellas el obispo y el comandante general de Puebla; que ya había conseguido reclutar seguidores en todos los rincones de la República, dispuestos a aportar dinero y armas. Encarrerado, Arenas afirmó que, en la capital contaba con un interlocutor poderoso e instruido en asuntos de política, que le proporcionaba orientación e información.

Ante una exposición tan sustanciosa, el comandante Mora se mostró interesado en involucrarse en el golpe. Pidió un poco de tiempo para reflexionarlo, para “acabar de decidirse y actuar con total entereza”. Pero el fraile de San Diego ya tenía prisa: le dijo que la sublevación tendría que estallar el 20 de enero -es decir, dos días después de aquella conversación. De hecho, presionó Arenas, su encuentro con Mora era el único pendiente que tenía, pues todo estaba listo. Y si el señor comandante del Distrito Federal no quería sumarse al complot, y pretendía dar la voz de alarma, tendría que ser asesinado.

Ante la amenaza, Mora se doblegó. Aplacó al fraile, pero le pidió, por lo menos, un día, un solo día para tomar sus providencias antes de lanzarse a luchar de su lado. Arenas accedió, y se marchó, aguardando la hora de convertirse en el líder de una rebelión destinada a transformar a la República mexicana en el reino de la Nueva España.

Lo que no sabía el acelerado Arenas, es que el comandante Mora empleó las horas que siguieron, en ir a ver al presidente Guadalupe Victoria y ponerlo al tanto de la trama armada por el fraile.

FRACASA LA CONSPIRACIÓN

Siguiendo las instrucciones de Victoria, el comandante Mora citó a fray Joaquín de Arenas, a las 4 de la mañana del día 19. Ocultos, estarían cinco caballeros de toda confianza del presidente, y Mora haría que el fraile repitiera punto por punto todos los elementos de su complot, de manera que hubiese elementos para enjuiciarlo por atentar contra la independencia mexicana, y se pudieran rastrear las ramificaciones de la conspiración.

Así ocurrió: Arenas se presentó en la casa de Mora en la madrugada, y, confiado, volvió a exponer su proyecto. Cuando fray Joaquín ya solo esperaba que Mora lo abrazara y se declarara fiel a la causa, las cosas cambiaron: el comandante lo regañó con acritud, e hizo salir de las sombras a los cinco testigos: el senador Francisco Molinos del Campo, el diputado José María Tornel, el teniente coronel Ignacio de la Garza Falcón; dos ayudantes: Joaquín Muñoz y Francisco Ruiz Fernández. Todo estaba descubierto, y el plan del sacerdote se iría al infierno.

¿Flaqueó el padre Arenas? Para nada. Viéndose en desgracia, cuando ya los ayudantes lo sujetaban, aseguró que marcharía “con entereza al patíbulo, contento porque muero en defensa de mi Dios y de mi rey”.

Por lo pronto, y mientras lo juzgaban, lo encerraron en una cochera del Palacio Nacional.

EL PROCESO Y EL CASTIGO

Apresado Arenas en la madrugada del día 19 de enero, se procedió al registro de su celda en San Diego hacia las 11 de la mañana. Encontraron algunas herramientas poco cristianas: unas pistolas, un puñal; un impreso que orientaba acerca de cómo lograr que un envenenamiento pasara desapercibido, y papeles de variada índole -hasta una carta donde se contaban unos amoríos que ocurrían en Jalapa- que no daban luces sobre el complot. Al anochecer. El fraile empezó a dar grandes voces, asegurando que lo habían envenenado. Le llevaron un médico, y llegaron los carceleros que le llevaron los alimentos. El doctor lo examinó y dijo que nada tenía el fraile mentiroso.

Se iniciaron las indagaciones, se hicieron algunos cateos. Aparecieron algunos papeles escritos por Arenas, entre los que estaba su documento de los 18 puntos, y algunas claves que, aparentemente, servirían para enviarse mensajes cifrados entre los conjurados y algunos frailes del convento de Santo Domingo. Mientras, Arenas se negaba en redondo a declarar o confesar cosa alguna.

Mientras el proceso avanzaba, intentando recuperar indicios sobre los otros involucrados, el fiscal empezaba a hartarse de Arenas, que, primero se negó a declarar, y luego intentó negociar para eludir la pena de muerte. Les aseguró a las autoridades que, si anunciaban un indulto para todos aquellos que se hubieran sumado al plan, muy pronto todos ellos se darían a conocer, agradeciendo el gesto generoso del presidente Victoria.

Desde luego, lo mandaron al demonio con su propuesta. Muy contento, Arenas respondió que era solamente una mentira, para ver cómo reaccionaban. Luego, pidió reunirse con el fiscal, para revelarle la identidad de aquel alto personaje que era su guía y jefe en el complot. Cuando le quisieron tomar declaración, el fraile empezó a darle vueltas al asunto, evadiendo dar a conocer el nombre de su cómplice. Aunque se los contara, rezongó Arenas, no se lo podrían probar legalmente.

Un poco hartos del fraile mentiroso, hablantín y lenguaraz, el fiscal y el comandante prosiguieron con el proceso. Desde luego que no se escapó de la sentencia de muerte. Solamente se hicieron dos cambios a su sentencia: no saldría a morir vestido de sacerdote, sino con traje negro. A su cuerpo se le colocaría un letrero que, con letras claras dijera: “Por traidor a la Nación”. Así se ejecutó. Por los escasos resultados de las averiguaciones, parecería que fray Joaquín Arenas era más imaginativo que conspirador, y más ingenuo que complotista, porque de la gran trama que había dibujado, apenas se detectaron algunos nombres y no precisamente muy principales.

Con el paso de las semanas, se fueron encontrando algunos presuntos cómplices de Arenas: uno era Gregorio Arana, general de brigada retirado, y un fraile dominico, Francisco Martínez, quien, mientras lo procesaban, intentó con vehemencia convencer a los carceleros, a todo soldado que vio e incluso al fiscal, de sumarse a la conspiración. Sin hacerles mucho caso, se dictó sentencia: A Arana lo degradaron y perdió todos sus honores militares. Luego, fue llevado junto con el dominico Martínez a la plaza de Mixcalco. Allí los ahorcaron.

De los muchos y grandes nombres que Arenas afirmó estaban involucrados; de los poderosos obispos y comandantes que estaban listos para derrocar al presidente Victoria, nada se supo.