Opinión

El Tribunal de la Opinión Pública y la fuga hacia adelante

El Tribunal de la Opinión Pública y la fuga hacia adelante

El Tribunal de la Opinión Pública y la fuga hacia adelante

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Mientras por un lado cunde la pandemia y, por el otro, la economía da muestras de que tardará mucho en recuperarse, asistimos a un circo de varias pistas, en el que —en vez de pastelazos— vuelan videos y declaraciones inculpatorias, que hablan de la gravedad del problema de la corrupción en México y del deterioro general de nuestra vida política.

Hay varias cosas preocupantes en este asunto. Una es la continua conversión de la política en espectáculo. O, cuando menos, convertir la reseña de la política cotidiana en algo así como el TVNotas, con escándalos engarzados a partir de “él dijo”, “ella dijo”, “tenemos fotos exclusivas”, etcétera. Todo ello, sin que parezca importar mucho la veracidad de los dichos o el contexto de las imágenes.

Otro es la tendencia a no construir razonamientos, sino situar el debate en la esfera de la pertenencia que va más allá de ella. Definir primero un “nosotros” contra “ellos” y luego ser intolerantes ante cualquier cosa que hagan los otros, y muy tolerantes con lo que hagan los nuestros.

Eso, además, implica no reconocer la diversidad y, sobre todo, lo sano y enriquecedor que es vivir en una sociedad plural. Implica dividir en dos el país, que sólo haya de dos sopas y que cada quien se trague la propia, que corresponde a una visión interesada.

La cantidad de basura que está saliendo, y que amenaza con seguir apareciendo en las próximas semanas, amenaza con crear en el público la sensación de que no tiene que hacerse cargo del asunto, una suerte de desapego ante toda la clase política y de repudio a sus personajes más grotescos. Que se sienta ajeno y superior. Esa sensación de superioridad es la que permite, más tarde, que sea el Tribunal de la Opinión Pública el que, a final de cuentas, dicte los veredictos en las distintas causas.

El problema es que el Tribunal de la Opinión Pública no se mueve a partir de la ley, sino con base en percepciones subjetivas, que provienen de la información a menudo incompleta a la que puede acceder. Y en ese tribunal mediático lo que importa no son las pruebas, ni cómo fueron obtenidas, sino la fama pública, merecida o fabricada, de los personajes involucrados, tanto el acusado como el acusador. Por eso, los acusados se defienden echándole tierra al acusador y, convirtiéndose, a su vez, en acusadores.

Lo que queda afuera en este modelo es la ley, las investigaciones imparciales, el debido proceso. Lo que queda afuera es la justicia. De hecho, todos son torpedeados a través de las filtraciones y del escándalo.

Entonces, de lo que se trata no es de resolver y castigar los casos de corrupción y mucho menos de acabar con ella. El asunto es demoler al adversario político, demostrando que es más corrupto que uno. O, en pleno cinismo, afirmar que nuestra corrupción no es tal, aunque hayamos violado flagrantemente la ley, porque luchamos por una causa superior. No somos iguales.

Todo esto nos puede llevar a una terrible fuga hacia adelante, donde se redobla la apuesta y, en tanto, la ley y la verdad dejan de tener importancia. La campaña política permanente se hace todavía más sucia y las instituciones se distorsionan para servir a una facción en un ejercicio constante de propaganda.

Sabemos que en México hay un problema sistémico de corrupción que hizo metástasis en el pasado reciente. Una de las grandes promesas de campaña de López Obrador fue precisamente la de establecer un gobierno honesto. De ese clavo ardiente se va a agarrar para contrarrestar los malos resultados en empleo, salud y seguridad. Pero lo está haciendo de manera estrictamente propagandística: queriendo barrer con el pasado, pero sin que el presente y el futuro signifiquen un cambio de fondo en la materia. Sólo una sustitución de personajes, que no es lo mismo, pero es igual.

Tres vías posibles de reacción ante esta política son el cinismo, la resignación y el hartazgo. Todas tienen su dosis de peligro. El cínico dirá (dice ya) que no importa que los nuevos sean deshonestos, porque no son tan ladrones o, por lo menos, son los que echaron del poder a los pillos anteriores. El resignado dirá que hay que alejarse totalmente de la vida pública y que cada quien se rasque con sus propias uñas. El harto soñará con la llegada de un nuevo hombre fuerte que purifique con fuego. Esa combinación es letal, porque ninguna apuesta por el estado de derecho, por una aplicación imparcial de la ley y por el restablecimiento de la vida pública democrática.

De ahí que sea necesario insistir en esos tres caminos: denunciar la lógica perversa de crear tribunales de opinión pública, rechazar la aplicación discrecional de la ley (te condeno públicamente por un detalle técnico en una pequeña licitación, porque eres enemigo; te absuelvo de irregularidades millonarias, porque eres aliado) y buscar que las decisiones de política pública se procesen con la participación plural de los ciudadanos y las fuerzas partidistas.

Esto obliga, necesariamente, a desacreditar los intentos en curso de convertir a la política en un espectáculo, de sustituir la información con propaganda y de deteriorar todavía más la vida pública en el país.

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