Opinión

Historia de un ¿loco? privilegiado

Historia de un ¿loco? privilegiado

Historia de un ¿loco? privilegiado

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Se terminaba el siglo XVIII. Una noche de agosto de 1796, al salir del teatro del Coliseo, la concurrencia se encontró que, por el mismo boleto, tenía espectáculo doble: tirado en el piso, estaba un hombre con aspecto de “gente decente”. Los curiosos empezaron a amontonarse, y la palabra “loco” empezó a correr. Otro caballero, iracundo, hablaba a gritos, a un par de metros del caballero tendido. El que levantaba la voz era, nada menos, que el muy distinguido marqués de Sierranevada, quien, indignado, exigía que se llevaran preso a aquel sujeto, culpable, según sus palabras, de algún delito escandaloso. El “loco” no era cualquier pelafustán: don Andrés Sánchez de Tagle, que ese era el nombre del hombre en el suelo pertenecía a una familia acaudalada y de elevado linaje. Por eso, el escándalo en el teatro llegó muy pronto a oídos del virrey, quien envió al corregidor, Francisco Alonso Terán a hacer las indagaciones necesarias.

UN LOCO PÍCARO Y MALCRIADO.

Trabajo le costó al corregidor abrirse paso en la maraña de chismes y versiones confusas. Empezó a sacar algunas cosas en claro, y se encontró con que el origen del alboroto es que don Andrés Sánchez de Tagle había tenido la ocurrencia de abrazar a una de las mujeres que, en compañía del marqués de Sierranevada, y que formaban parte de su familia, asistían aquella noche al teatro. Pero también encontró voces que afirmaban que don Andrés no había abrazado a nadie, sino que “le había cogido las piernas” a la dama en cuestión, y de ello se infería que se habría atrevido a levantarle las faldas, sorpresivamente.

Como, por donde se le viera, la conducta de don Andrés resultaba escandalosa e iba de “grave” a “muy grave”, las averiguaciones continuaron. Como resultaba difícil de creer que un hombre perteneciente a tan buena familia, taaan educado y taaan adinerado tuviese la conducta de un lépero, de un pillastre de los peores barrios de la ciudad de México, el corregidor pensó que, por alguna razón el caballero Sánchez de Tagle padecía algún trastorno mental.

Los diversos testimonios empezaron a darle cuerpo a la presunción de locura: apareció la parentela de don Andrés, y aseguraron que “se hallaba demente”. Respecto a los sucesos en el teatro del Coliseo, fueron llamados a declarar algunos integrantes de la guardia asignada al lugar. El capitán Nicolás Yverri, testigo del sainete, contó cómo vio al marqués de Sierranevada regañar intensamente a Sánchez de Tagle y exigir su detención. ¿Sabía el capitán si don Andrés solía tener esas extrañas conductas en el teatro? Yverri respondió que, algunas semanas antes, hubo susto y alboroto porque se desprendió un trozo del cielorraso del teatro, y en el corredero que ocasionó, el mismo caballero intentó “hacer lo mismo con la referida niña”. ¿Sabía el capitán si aquel hombre padecía alguna enfermedad? Yverri solo lo conocía de vista y no podría dar informes precisos. Eso sí, tenía claro que era asunto de chisme cotidiano referirse a Andrés Sánchez de Tagle como “loco”.

El corregidor encontró, finalmente a su testigo principal, don Bernardo Fajardo Covarrubias que acompañaba aquella noche a la familia del marqués. De hecho, él daba la mano a la señorita ofendida. Subían las escaleras, contó, cuando la dama en cuestión se volteó muy enojada y encaró a Andrés Sánchez de Tagle, que iba detrás de ellos. “¡Pícaro, insolente, malcriado!”, gritó la ofendida. Como don Bernardo conocía la fama de “loco” de Sánchez de Tagle, prefirió ignorar al sujeto, y siguió su camino, sin averiguar mucho más del incidente que había dado lugar a la furia de la muchacha, que resultó ser una sobrina del marqués.

Pero la cosa no paró ahí. Al terminar la función, y dando el brazo a la hija del marqués, don Bernardo Fajardo bajaba las escalinatas, cuando advirtió que, a sus espaldas, también descendía Sánchez de Tagle, “soltando dichos” que prefirió ignorar. El “loco”, entonces, empujó a Fajardo, haciéndole caer en las escaleras, con todo y la joven marquesita. Furioso, Fajardo se levantó, “tirándosele a dar de moquetes, y entonces también el señor marqués arremetió a darle”. Esa era la razón de que el presunto demente hubiera terminado tirado en el suelo.

ENCIMA, ANDARIEGO.

Investigando, el corregidor Terán sacó en claro que en el círculo de españoles y criollos acomodados de la ciudad de México, era cosa muy conocida la locura de Andrés Sánchez de Tagle.

Aparecieron testimonios de que, con la razón nublada, le daba por salirse de su hogar y dedicarse a caminar, como si tuviera un negocio urgente o un propósito determinado. Unos meses antes del incidente del teatro, salió de su casa, sin decir a dónde marchaba. Cuando los amigos de la familia empezaron a buscarlo, averiguaron que le habían visto caminando “como para la Merced de las Huertas”, es decir, las cercanías del pueblo de Tacuba. Hacia el anochecer, el loco andariego llegó a la Hacienda del Cristo, de donde el administrador lo despachó, acompañado, a un pueblo cercano para que estuviera seguro.

Pero no era su única escapada. Un día antes, se había salido de casa y lo había devuelto una patrulla de vigilantes, que lo encontró en el suelo, “en las inmediaciones de San Lázaro”, nada menos que junto al cementerio.

Otros testimonios confirmaron esos arranques, que se interpretaron como un inequívoco signo de demencia: la vagancia, el moverse de un lugar a otro, sin propósito justificado y definido, era, desde hacía siglos, cosa escandalosa e inquietante; todavía peor, si se hacía, como Sánchez de Tagle, que abandonaba su casa “a deshoras”.

Surgieron más testimonios, que documentaban que, en pocas palabras, Andrés Sánchez de Tagle estaba como una cabra: no respondía a la conversación o a las preguntas que se le hacían; gesticulaba de extraña manera. Sus escapadas lo llevaron al rumbo de la Tlaxpana, hasta Azcapotzalco, e incluso hasta el Puente de Vigas. Alguna vez su hermano le puso un centinela: un sirviente que debía seguirlo a donde fuera, para que no se metiera en problemas. El criado en cuestión, Mariano Villegas, contó cómo se empeñaba en cruzar riachuelos y usar los puentes, y salía todo enfangado. Alguna vez, lo sacó a la fuerza de una poza, donde pudo haberse ahogado; se revolcaba en el suelo y se quedaba ahí tirado, o se subía a la azotea de su casa “en camisa y calzón blanco”, es decir, en ropa interior.

La familia del loco aseguró que estaba bajo vigilancia médica, y que los muchos remedios que le administraban detenían por algún tiempo sus extrañas conductas. Claro que no era extraño que recayera y perseverara en sus vagancias y malcriadeces. Nunca, por cierto, el recuento de sus excesos le provocó el menor remordimiento.

Pero al mismo tiempo que abundaban los testimonios según los cuales Sánchez de Tagle era un enfermo, había quienes, enojados por el sainete del teatro, fueron a denunciarlo ante la Inquisición, poniendo en duda que aquel hombre estuviera loco, y que, más bien, se trataba de un pillo que disfrazaba sus maldades en el escudo de la demencia.

¿LOCO?

Apareció la madre del presunto demente, doña María Petra Picaso y Toral, que defendió a su hijo, que estaba, pobre, tan enfermo y con el juicio trastocado. Para la buena señora, el asunto del teatro no era sino una mala casualidad, porque el pobrecito Andrés era “de débil complexión”, y jamás pudo haber empujado a nadie con la fuerza suficiente para derribarlo. Madre protectora, quería llevarse a su hijo, porque no fuera a ser que su nuera, Mariana Caballero sospechara que estaba preso por algún incidente de faldas y no por los disgustos que causaba su enfermedad, que se definió como “melancólica”.

¿Y las acusaciones ante el Santo Oficio? Allá sí tenía otra historia, que se remontaba a dos años atrás, cuando lo denunciaron por andar diciendo en público que el vínculo matrimonial sí podía disolverse, y que eso lo decían las Sagradas Escrituras. Aquella denuncia aseguraba que Sánchez de Tagle también afirmaba que los franceses no habían pecado al guillotinar a Luis XVI, porque “la nación tiene derecho a deponer a sus reyes”. Todo eso olía a herejía, a chamusquina y a sedición, máxime que se conoció de su amistad con reconocidos extranjeros, partidarios de la revolución francesa, como el doctor Esteban Morel. A ellos, por esas fechas, se les había enjuiciado y encarcelado, y Sánchez de Tagle había escapado amparado que se le creyó “tonto” antes que hereje, y “loco” antes que sedicioso y traidor.

Finalmente, Andrés Sánchez de Tagle fue devuelto a su familia, y por recomendación de la autoridad, se dijo que fue internado en el hospital de San Hipólito. Ahí se le pierde la pista… hasta 1805, cuando la Inquisición volvió a preguntar si aquel caballero, al que su familia defendió en todo momento, “estaba o había estado loco…” Nunca se supo si es que aquel hombre, en vísperas de los movimientos autonomistas e independentistas de la Nueva España, andaba conspirando, disfrazado de loco perdido.