Opinión

La salud y las buenas maneras, según el Manual de Carreño

La salud y las buenas maneras, según el Manual de Carreño

La salud y las buenas maneras, según el Manual de Carreño

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Los mexicanos del siglo XIX tenían un insulto de lo más fino para aplicar a aquellos que no observaban las reglas básicas del comportamiento social: “incivil”. Y no se trataba de brillar en los salones más elegantes, no. La cuestión era tener respeto por el prójimo y manifestarlo en los pequeños pero importantísimos actos de la vida cotidiana. Quien se desenvolvía con brusquedad, sin importar que sus ocurrencias afectasen a sus semejantes, cercanos o desconocidos, se merecían el calificativo, que, no obstante su delicadeza, podía describir a gente de la peor ralea.

Así iban las cosas en el siglo XIX, cuando, mediando la centuria, apareció un libro escrito por un caballero de nacionalidad venezolana: don Manuel Antonio Carreño. Aquel “Manual de Urbanidad y Buenas Maneras”, editado por primera vez en 1853 —y que, aun cuando suene insólito, todavía se consigue, tanto impreso como en formato digital— se hizo no solo popular, sino in-dis-pen-sa-ble en Venezuela y en el resto de la América de habla hispana. La fama del Manual, que pasó a la posteridad como el “Manual de Carreño”, cruzó el mar y también se convirtió en un instrumento infalible para conducirse con toda corrección en cualquier situación. Porque el subtítulo no dejaba lugar a dudas: el Manual estaba destinado al “uso de la juventud de ambos sexos, en el cual se encuentran las principales reglas de civilidad y etiqueta que deben observarse en las diversas situaciones sociales”.

Y cuando el señor Carreño se refería a “las diversas situaciones sociales”, se refería, ciertamente, a todos los ámbitos de la vida colectiva. Desde “los deberes para con la patria”, hasta la manera pertinente de comportarse dentro del hogar (incluyendo cómo vestirse en casa), fuera del hogar, en los sitios de entretenimiento, cómo ir a la iglesia, a la escuela y de visita, e, incluso, cómo sostener una conversación del modo más educado posible.

Evidentemente, enfermar y ser atendido por un médico, era una situación que entraba en el amplio catálogo del señor Carreño, porque se podía estar en el trance apurado de sentirse mal, pero muy mal, y aun así, era necesario seguir siendo toda una dama o todo un caballero.

LOS MÉDICOS Y LOS PACIENTES, SEGÚN EL SEÑOR CARREÑO. A mediados del siglo XIX ya era un hecho cierto que la limpieza personal era uno de los varios factores que contribuían a la buena salud. Era, además, dice don Manuel Carreño, “una gran base de estimación social". Mantenerse limpio, aseado, era imprescindible para estar sano, agrega en su libro, porque “contribuye mantiene siempre en estado de pureza el aire que respiramos y porque despojando nuestro cutis de toda parte extraña que embarace la transpiración, favorece la evaporación de los malos humores, causa y fomento de un gran número de nuestras enfermedades".

Para la época en que el señor Carreño publicó su Manual, resultaban muy de avanzada sus indicaciones acerca del baño: ¡se atrevió a recomendarlo como una costumbre diaria”… en las temporadas en que fuera necesario.

“Acostumbrémonos a usar los baños llamados de aseo, que son aquellos en los que introducimos todo el cuerpo en el agua con el objeto principal de asearnos”. ¿Y con qué frecuencia? “Nuestra transpiración, el clima en que vivamos, y las demás circunstancias que no sean personales, nos indicarán siempre los periodos en que ordinariamente hayamos de usarlos…” Vamos, que el señor Carreño era un tipo moderno (1853)… pero no tanto.

Si a pesar de estas y muchas otras conductas sanas y cuidadosas, alguien cayera enfermo, ahí estaba el Manual de Carreño para indicarle cómo conducirse con propiedad cuando llegase el médico a intentar devolverle la salud, de la misma manera en que en el libro se señala cómo comportarse con los abogados, con los clientes o con los sacerdotes. Pero la verdad es que el manual se centra en el adecuado comportamiento de los médicos, quienes ¡pobres! Parecen cargar con todo el peso de la conducta civilizada.

Al médico, según don Manuel, le toca ser caritativo y paciente, porque ambas virtudes son las que, de manera esencial se asocian a su profesión. Como los enfermos, agrega Carreño, en su ansiedad por recobrar la salud se vuelven insistentes —es decir, impertinentes y exigentes—, le toca al médico ser muy tolerante. De otra manera, advierte el señor Carreño, “le negará naturalmente el consuelo de un trato cariñoso y afable, y los sufrimientos morales vendrán entonces a aumentar los sufrimientos físicos”. El médico no podía encogerse de hombros e ignorar tales indicaciones porque según don Manuel, si se alteraba emocionalmente el enfermo, las “aplicaciones medicinales” podrían exacerbar su efecto, con quién sabe qué riesgosas consecuencias.

Por eso, y aunque el paciente se ponga necio y demandante, dice el Manual, el médico no puede ponerlo en su lugar con unas cuantas palabras firmes, o incluso un regaño bien merecido. ¡ni pensarlo! Tampoco puede ser crudo en sus expresiones a la hora de explicar al enfermo los detalles de su padecimiento. “No se puede faltar a la delicadeza del lenguaje”, advierte, y “por medio de expresiones cultas y de buen sonido echar, sobre las ideas que tengan en sí mismas algo de repugnante, un velo que las suavice a los ojos del pudor y del decoro”.

También había indicaciones prácticas y concretas: si el enfermo se agrava, y el médico no alcanza, con su ciencia, a vislumbrar la solución, debe invocar la opinión de otros colegas suyos, “sin esperar a que se le indique este recurso”, y no poner mala cara si el paciente o sus familiares lo sugieren antes que él mismo.

Pero si todo fallaba, y el paciente se encaminaba hacia el otro mundo, aquí debía entrar la más exquisita cortesía, el tacto más fino por parte del médico, para comunicar a la familia la inminencia del desenlace, y evitar, en nombre del espíritu de caridad, “una manifestación brusca y sorprendente”.

Si el médico echaba la etiqueta al bote de la basura, amenazaba —muy educadamente— el manual, “haría injuria a la humanidad y a su propio ministerio”.

¿Y el paciente? ¿Qué con el enfermo? Su propia condición le exentaba de las muchas ideas acerca del trato comedido para con el médico. Pero, si la libraba y se reincorporaba al mundo de la gente sana, estaba obligado a vivir profundamente agradecido con el hombre que le había devuelto la alegría de vivir.