Opinión

Las fechorías desconocidas de Fray Servando Teresa de Mier

Las fechorías desconocidas de Fray Servando Teresa de Mier

Las fechorías desconocidas de Fray Servando Teresa de Mier

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Muy admirado en la Ciudad de México era, a fines el siglo XVIII, aquel joven doctor en Teología, venido del lejano reino de Nuevo León, y formado en el seno de la poderosa orden dominica. Los que lo conocieron por aquellos días afirmaban que era mucha su sapiencia. Por eso no era extraño que lo invitasen a pronunciar sermones en ocasiones especiales, con la seguridad de que los más altos dignatarios de la iglesia novohispana quedarían satisfechos. Pero ya se terminaba aquella centuria cuando el ilustre padre Mier subió al púlpito en la Colegiata de Guadalupe, y ya nada volvió a ser igual.

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El virrey marqués de Branciforte (sí, el mismo del Caballito), y el arzobispo Núñez de Haro se revolvieron inquietos en sus asientos. Todo iba tan bien aquella mañana del 12 de diciembre de 1794, día de la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, y, de pronto, este joven predicador, teólogo afamado, empezaba a decir cosas muy extrañas a mitad de su sermón. ¿Cómo podía ser, a dónde quería llegar el doctor Servando Teresa de Mier?

Todo mundo estaba satisfecho al inicio del sermón. De hecho, no era la primera vez que fray Servando era invitado a predicar en ocasión de la fiesta de la virgen guadalupana. Y, además, en las semanas previas, la fama de aquel talentoso dominico que apenas pasaba de los 30 años, había crecido y de él se hablaba bien en todos los salones de la élite de la ciudad de México: su buena oratoria y sus vastos conocimientos le habían valido, apenas el 8 de noviembre, la invitación para pronunciar una oración fúnebre en las exequias que, con motivo de un aniversario más de la llegada de Hernán Cortés a la antigua Tenochtitlan, se efectuaron en el templo de Jesús Nazareno, contiguo al hospital que el conquistador había fundado y donde reposaban sus restos, depositados apenas en julio de aquel 1794.

No conocemos el discurso que en aquella ocasión pronunció Fray Servando, pero hasta nuestros días han llegado los testimonios de cuánto gustó, porque elogió con finura “las virtudes morales y políticas de don Hernando Cortés”. Sabemos también que el doctor Mier elogió a los españoles conquistadores por haber desterrado la idolatría y los sacrificios humanos en estas tierras, trayendo a cambio la luz del Evangelio.

Lejos estaba el Ayuntamiento, quien formuló la invitación del 12 de diciembre para el doctor Mier, que el personaje estaba preparando un sermón que no sólo tendría el efecto de una bomba; también le cambiaría la vida, condenado al destierro, acusado de negar las apariciones de la Virgen de Guadalupe.

FRAY SERVANDO ANTES DEL ESCÁNDALO GUADALUPANO. Tenía ya su fama pública el teólogo Mier, y aquel año había sido intenso. Su habilidad, preparación y buenas maneras lo habían librado de algunas situaciones incómodas. A principios de 1794, los obreros de la fábrica de cigarros se quejaron públicamente de los malos tratos del administrador. Entre los que prestaron oídos a aquellas protestas, se dijo, estaba el joven dominico.

No queda claro si se trata de un gesto de mala voluntad o algo más profundo, pero el caso es que, a mediados de enero, el virrey Revillagigedo recibió una carta, firmada por un tal Eustaquio Camarena y Verdad, que acusaba a Servando Teresa de Mier, dominico y doctor en teología, de ser el instigador del tumulto ocasionado por los tabaqueros. La carta afirmaba que fray Servando, conversando en la Alameda con algunos personajes notables de la sociedad novohispana, se había quejado del gobierno español, y no vaciló en exclamar, en público, que, si a América llegaban un día, los turcos, los franceses o los ingleses, él, a pesar de ser religioso, sería el primero en tomar “la bandera de la rebelión “contra España, su despotismo y su gobierno tiránico”.

La denuncia aseguraba que, ya encarrerado, el dominico Mier se ufanó de haber tenido que ver en la protesta de los tabaqueros, y que todo eso se lo había dicho, a Martín de Sessé, director del Jardín Botánico, otro caballero llamado Mariano Aznares, y al muy prestigioso médico y botánico español Francisco Xavier Balmis (sí, aquel que años después traería a la Nueva España la vacuna contra la viruela.

Muy mala voluntad le tenía Eustaquio Camarena a Servando Teresa de Mier, porque aquella carta agregaba que el dominico era “un fraile enredador, que tiene revuelta su comunidad, en la que no hay individuo que no lo mire con abominación, por alborotador, y sedicioso”. Con esas palabras, Camarena daba a entender que Servando ya tenía un rato hablando en público, con osadía y descaro, de las ideas independentistas que tenían un buen rato circulando en la América española, en forma de impresos, folletos y libros, todos prohibidos.

Se mandó llamar a los personajes que mencionaba la carta. Acudieron Sessé y Aznares; Balmis se había ido a España a divulgar sus investigaciones sobre la cura para la sífilis. Los caballeros declararon que, ciertamente, Servando Teresa de Mier estaba medio loco, pero que aquella conversación no había ocurrido en 1794, sino en 1791. A poco de aquel interrogatorio, Balmis volvió a la Nueva España, y dio su versión del asunto, explicando que no hubo tono exaltado o amenazante en aquella conversación; era, simplemente, una de esas discusiones acaloradas a las que eran aficionados los novohispanos.

Revillagigedo se quedó con la espinita de la duda, y le pidió al provincial de los dominicos, fray Domingo de Gandarías, que hiciera averiguaciones entre la comunidad del convento de Santo Domingo. No tuvo que esforzarse mucho el buen hombre. Un amigo de Servando, fray Antonio Cárdenas, contó toda la historia: Mier le había contado del alboroto de los tabaqueros, y reconoció que él había tenido que ver en el asunto. Fue fray Servando quien les aconsejó la protesta pública.

La investigación continuó, pues fray Domingo interrogó a otros dominicos. El informe resultante decía que sus hermanos de religión describían a Servando como “mozo de talento, estudioso y expedito”, pero también “locuaz, intrépido, presumido de su saber y su elocuencia, sedicioso y armador de chismes”. Y mil defectos más.

El virrey Revillagigedo ya se iba del reino, y, aunque recibió el informe, ya no abundó en el tema, pues el reporte decía que, a causa de su conducta, Servando ya había recibido algunas amonestaciones en Santo Domingo. Entre sus asuntos pendientes, se quedó la historia de aquel dominico hablantín e indiscreto.

Cuando en julio de 1794 llegó el sucesor de Revillagigedo, el marqués de Branciforte, el asunto revivió y fray Servando fue regañado por las autoridades de Santo Domingo, en presencia del virrey. Como, a fin de cuentas, nadie le escatimaba su saber y su bella oratoria, el asunto se quedó en eso, en un jalón de orejas.

Y quizá porque el castigo había sido pequeño, probablemente mal evaluado a causa de la transición de un virrey a otro, es que nadie puso objeciones a que el doctor Mier fuera a pronunciar el sermón a la basílica de Guadalupe el 12 de diciembre.

Lo que no se sabía era que, trabajando su sermón, Servando había conversado con un tal licenciado Borunda, que lo dejó entusiasmado con algunas ideas peculiares rebotándole en la cabeza, respecto a la Virgen de Guadalupe y la tilma milagrosa de Juan Diego. Nadie se imaginó en qué iba a parar aquello que parecía una dulce fiesta religiosa. Iba a ser uno de los escándalos más sonados de todo el siglo XVIII, y una señal clarísima de que las ideas de la independencia habían llegado para quedarse.

(Continuará)