Opinión

México, 1895: locos por las bicicletas

México, 1895: locos por las bicicletas

México, 1895: locos por las bicicletas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

No bastó con el futbol y el boxeo para entretener a los caballeros mexicanos de la última década del siglo XIX. Las carreras de caballos, institucionalizadas, dieron lugar al nacimiento del muy elegante Jockey Club, donde los Limantour, los Escandón, los Díaz y los Rincón Gallardo, además de muchos otros nombres distinguidos, aparecían en la relación de socios. El alpinismo rebasó los viejos recuerdos de los naturalistas de otras épocas, aficionados a subir al Popocatépetl, y alcanzó grado de deporte y hazaña, emparentándose con la lejanísima incursión del conquistador Diego de Ordaz, que en el siglo XVI había ascendido para bajar azufre. Eran días de progreso, en el sentido más perfecto del espíritu porfiriano, donde las teorías higienistas hacían lo suyo, y daban respetabilidad al hábito del deporte y la actividad física… claro, para quienes tenían recursos suficientes para dedicarse a “actividades recreativas”, que en aquellos años no eran tantas. Pero cuando la tecnología se sumó a aquellos entusiasmos, pareció que el progreso se materializaba en un singular artefacto que llegó a causar furor: la bicicleta.

DE LA INCOMODIDAD AL DEPORTE

Las primeras bicicletas llegaron a México hacia 1869, y venían de París y de Boston. Era un asunto tan extraño que a la afición a las bicicletas se conocía como “manía parisina”. De hecho, fue un velocípedo (aunque ahora se admite ese nombre para todo vehículo de dos tres o cuatro ruedas), uno de aquellos extravagantes artefactos compuestos por una gran rueda delantera, un asiento y una o dos pequeñas ruedas traseras, el primero en circular por las calles de la capital. Aquel mismo año, un ingenioso nacional produjo otro vehículo, de cuatro ruedas, asiento y sombrilla. Definitivamente, la idea del velocípedo empezó a ganar adeptos. No se terminaba el verano de 1869 y ya estaba empezando a promoverse otro vehículo de diseño y producción nacional: era un triciclo para dos personas, y ya se murmuraba acerca de la inminente aparición de otro modelo, lo suficientemente estable como para que en él viajar una familia de hasta seis personas.

Pero el horno no estaba para bollos: la efervescencia política no cesaba, y, por otro lado, la tecnología de los velocípedos no acababa de ser sólida. En México se le empezó a llamar “sacudehuesos” a aquellos inestables artefactos. De hecho, la única bicicleta que conocieron muchos mexicanos en aquellos años era una que solía usar un payaso del célebre circo Chiarini en sus actos.

En 1880 llegó a México otro cargamento de bicicletas, proveniente de Estados Unidos; eran de aquellas de gran rueda delantera, y con la fama bien ganada de trastos peligrosos, pues no era extraño que el valeroso conductor saliera volando hacia adelante. Entre 1880 y 1884, funcionó, junto a la Alameda, un establecimiento de bicicletas llamado Michaux, que las rentaba y además, ofrecía lecciones a los que fuesen suficientemente valientes para intentar moverse en uno de esos aparatos.

A fuerza de tenacidad, empezaron a proliferar los simpatizantes del ciclismo, a grado tal que se fundó el Club de Velocipedistas, que se aplicó a organizar y promover excursiones en bicicleta. Vestidos con traje de caza, los caballeros involucrados llegaron a hacer excursiones a sitios relativamente lejanos, como el Desierto de los Leones.

Pero una vez embarcados en el asunto, los más audaces del club ya no se sintieron satisfechos con las excursiones: ¡había que organizar carreras!

Así ocurrió: las primeras carreras de bicicletas en México, con aquellos aparatos de gran rueda, ahora se antojan de lo más tiernas: los competidores tenían que recorrer a toda velocidad, ¡dos cuadras!, bordear la Alameda, dar la vuelta a la glorieta donde estaba entonces el Caballito, y regresar. La prensa de aquellos días consignó que el ganador de la primera carrera se llamaba Mario Garfias.

Y sí, la gente se entusiasmó, pero la emoción no duró mucho, pues, hacia 1884, el Ayuntamiento prohibió la circulación de bicicletas en la Alameda, porque eran ya muchos los accidentes que ocurrían por el descuido de los ciclistas. Tenaces, los ciclistas intentaron hacer una carrera, a lo largo de la avenida Cinco de Mayo, en las fiestas patrias de 1887, pero la lluvia les aguó la fiesta y lo dejaron para principios de octubre, en un hipódromo de la colonia francesa que funcionaba en el pueblo de La Piedad.

Además de los accidentes, la inseguridad de las bicicletas seguía siendo el principal obstáculo para que el nuevo deporte se popularizara. Habida cuenta de los numerosos incidentes en los que estaba involucrada una bicicleta mal manejada o profundamente inestable, los capitalinos dejaron su alboroto para mejores tiempos, cuando llegaran al país velocípedos más seguros.

LA NUEVA OLA BICICLETERA

En 1891, la Agencia de Bicicletas Columbia se estableció en la muy elegante avenida Cinco de Mayo: ofrecía “bicicletas de seguridad” fabricadas en Estados Unidos. Las ruedas eran ya del mismo tamaño, y, al poco tiempo de abrirse el negocio, a sus productos se les instalaron llantas neumáticas, que permitían a los ciclistas moverse con más seguridad por los latosísimos suelos empedrados de la ciudad de México.

Olfateando el negocio, dos alemanes, Hilario Meenen y Carlos Deeg, importaron más bicicletas ese mismo año. Poco a poco, para emoción de los amantes de los avances tecnológicos, empezaron a verse cada vez más ciclistas en la calle de San Francisco y en el Paseo de la Reforma. Sí, el progreso llegaba montado en bicicleta.

Media docena de empresas, entre estadunidenses y británicas, se apuntaron al naciente mercado bicicletero. Naturalmente, también se multiplicaron los clubes ciclistas, empezando por los alemanes Meenen y Deeg, que fundaron el Club Veloce. Entonces, los equipos ciclistas de otros países incluyeron a México en las rutas de sus viajes de promoción. Un Equipo Sterling visitó Puebla y la capital en 1894. Al año siguiente, un grupo de 10 ciclistas estadunidenses, el All-America, también vino a nuestro país, con la idea de promover carreras no sólo en la ciudad de México; también se hicieron planes para visitar Guadalajara, Puebla, Monterrey, Durango y San Luis Potosí, donde ya también existían clubes ciclistas. Con visión empresarial, se empezó a construir un velódromo en el Rancho de Anzures, oval, de tres millas y con suelo de adobe semiduro. Pero no estuvo lista a tiempo. Cuando finalmente se inauguró, hubo campeones estadunidenses y mexicanos en las diferentes pruebas. El All-América, si bien no hizo el recorrido completo planeado, sí ofreció funciones de exhibición, que volvieron a alborotar a los mexicanos.

Pero no todos veían con igual emoción la llegada definitiva de la bicicleta. La prensa de la época consigna que el pueblo, que no ganaría en un año lo suficiente para comprarse una bicicleta, le dedicó muchas y sonoras rechiflas a los ciclistas que veían pasar como ráfagas. “Están locos”, dijeron algunos. “Son unos demonios blancos”, dijeron otros, refiriéndose a los gringos que hacían funciones donde mostraban su velocidad o su habilidad para hacer acrobacias. No faltaron los que, o más maldosos o más prácticos, recurrieron al recurso de arrojarle piedras a los ciclistas que pasaban junto a ellos.

Finalmente, los altos funcionarios del Ayuntamiento también desconfiaban de los ciclistas y sus bicicletas, de manera que prohibió cualquier tipo de velocípedo en el centro de la ciudad, y permitió la circulación de los artefactos en un amplio círculo que pasaba por las garitas de la capital y la estatua de Carlos IV. Podían los ciclistas, si querían, circular hacia el bosque de Chapultepec, donde empezaban a surgir urbanizaciones. Ni en sueños podían llegar al Zócalo.

Y, aunque los que veían al ciclismo como una actividad esencialmente deportiva, persistieron y siguieron organizando clubes y competencias, todavía iba a necesitarse paciencia para conseguir que las bicicletas se incorporaran a la vida nacional. (Continuará)