Opinión

Mi servicio social en investigación

Mi servicio social en investigación

Mi servicio social en investigación

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Cuando llegué al Instituto me encontré con la terrible noticia. Era el primero de febrero de 1984, día que iniciaba el servicio social de la carrera de medicina. Me había pasado la carrera con la creencia de que sería cirujano. Durante el internado de pregrado en el Hospital General de México, la pasión con la que atestigüe que mi buen amigo Fernando Mainero se entregaba a las cirugías me dejó ver claro que yo no quería ser cirujano. Así que libre de esa idea, decidí que el año del servicio social lo invertiría en trabajar con un investigador, para conocer esa faceta de la medicina que sentía que me llamaba la atención, y lo busqué en un área en la que podría aprender muchísima medicina. Que mejor que bajo la tutoría de Ruy Pérez Tamayo, entonces Jefe de Patología en el Instituto Nacional de la Nutrición. En la carrera había tenido dos formidables maestros de histología, Miguel Reyes Mugica y Eliezer Masliah, a la postre eminentes patólogos de gran prestigio en los Estados Unidos, de quienes había aprendido el gusto por las estructuras microscópicas y en unas vacaciones, entre el primero y el segundo año de medicina, pasé varias semanas aprendiendo patología con una lindura de patóloga llamada Margarita Salazar, en un viejo hospital del ISSSTE. Así que, acudí a una de las muy improbables citas que le daba Ruy a un estudiante insignificante como yo y tuve la fortuna de ser aceptado.

Al llegar al Instituto aquel primero de febrero me enteré de que Ruy había dejado el Instituto y se iba un año fuera de México. Mi plan de trabajar con un investigador se desvaneció en el primer minuto de mi servicio social. En ese entonces no existía un programa de la especialidad de patológía que fuera solo de Nutrición. Los residentes del programa estaban un año en el Instituto y los otros dos los hacían en los Institutos de Pediatría y Cancerología. En ese febrero terminaba su último año de la residencia Alejandro Mohar, con quien esa convivencia de un mes fue suficiente para generar una amistad que ha durado hasta ahora. Con la salida de Ruy se fueron los patólogos que había de base en el Instituto, a excepción del recién graduado Edgardo Reyes, y por supuesto, los residentes que vendrían nunca llegaron, a excepción de un distraído residente de primer año, que venía de Jalapa, se llama Pedro y como no tenía idea de patología, le apodamos Pedroblasto. Al mismo tiempo llegó de Mérida otra pasante de servicio social. Una joven doctora, tan acelerada como inteligente, llamada Maribel y ahí conocimos a Leticia Quintanilla, quien al irse Alejandro el primero de marzo, se convertiría en la estudiante más decana del Departamento, ya que había iniciado el Servicio Social seis meses atrás. Así que el Departamento de Patología del Instituto más renombrado del país contaba con la fuerza laboral y académica de un patólogo joven, un residente de primer año y tres pasantes de servicio social.

Teníamos 17 sesiones a la semana. Por mencionar algunas: gastroenterología, hepatología, dermatología, tiroides, nefrología. Además, la sesión de casos quirúrgicos todas las tardes a las 4 y la de casos difíciles una vez por semana. Cada quince días la sesión general del Instituto, que podía ser clínico patológica, basada en un caso de autopsia, o bien, de casos completos e incompletos, basados en quirúrgicos. Algunas sesiones eran particularmente excitantes. Cómo olvidar la de hígado los lunes a las que asistían nada menos que los Dres. José de Jesús Villalobos, Luis Guevara, David Kershenobich, Enrique Wolpert, Misael Uribe, a veces Marcos Rojkind y la insuperable Guadalupe García Tsao, y eras tú, el humilde pasante, el único que ya sabías el diagnóstico del paciente que tanto discutían todas esas luminarias.

Por supuesto, hay que agregar el trabajo de patología. Ese año procesamos entre los cuatro 2,920 quirúrgicos, 4,937 citologías y 109 autopsias. Fue un año muy difícil. Terminabas agotado, pero las ocurrencias de Edgardo hacían el trabajo más llevadero. Las carcajadas de Leticia se escuchaban desde el comedor hasta el departamento. Quien la conoció sabe de lo que estoy hablando.

Aprendí mucho de medicina y nada de investigación, pero con el tiempo te das cuenta de que si quieres ser investigador biomédico, no hay mejor soporte que saber mucha medicina. Leticia, Maribel y yo ingresamos como residentes de medicina interna al Instituto en marzo de 1985. Curiosamente, a pesar de no haber logrado la experiencia que buscaba en investigación, ingresé a medicina interna convencido de que, al terminar la residencia, quería ser investigador.

Lo que más aprendí ese año, sin embargo, fue el valor de la amistad. Leticia y yo nos volvimos inseparables, pero como decíamos en la secundaria, “como amigos”. Viendo la tormenta que era aquello, cuando terminó el servicio social en agosto, Lety se quedó con nosotros hasta febrero. Siempre dispuesta a ayudar. Hubo un domingo que estando yo de guarda se autorizaron cinco autopsias, que hubiera tenido que hacer yo solo, si no es porque Leticia vino y me ayudó con cada una de ellas. Fuimos residentes juntos durante 5 años en el Instituto y, por supuesto, fue ella quien hizo mis guardias cuando nacieron mis hijos. Fuimos fellows al mismo tiempo en Boston, ella en el Mass General y yo en el Brigham, tiempo en el cual Leticia vivió con nosotros durante más de un año. Dos años después de regresar a México conoció a Falko, un excelente patólogo Austriaco, y se casó con él, en una ceremonia en la que mi esposa y yo fuimos los padrinos. Se fueron a Alemania, en donde vive hasta el momento. Leticia a sido pionera en el estudio de los linfomas y de ella depende en parte su clasificación actual. Es una pena que la perdiéramos en el Instituto, porque encima de todo, es un excelente modelo a seguir para las mujeres jóvenes, pero al menos, en este caso, se fue por una razón personal y no por falta de oportunidades, como sucede con frecuencia.

*Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán e Instituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM