Opinión

¿Nuevas inquisiciones?; el nuevo papel de los medios

¿Nuevas inquisiciones?; el nuevo papel de los medios

¿Nuevas inquisiciones?; el nuevo papel de los medios

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El ejemplo es viejo y su utilidad es tanta como para rescatarlo.

Un hombre a media función de cine, desde la oscuridad grita ¡fuego, fuego!

La estampida mata a diez o veinte personas aplastadas en los pasillos. Jamás hubo incendio, sólo hubo alarma, engaño, sabotaje, ruptura de la tranquilidad, aunque el irresponsable alegue en su defensa su intrínseca libertad de expresión.

Durante años, el ex presidente de Estados Unidos, Donald Trump (ya lo es en los hechos), tuvo –a través de las redes sociales y su uso pernicioso--, la misma conducta del falso incendiario, con una diferencia sustancial: sus llamaradas de odio y mentiras sí eran reales y causaron un fuego aún sin extinguir en esa nación.

Todavía en la tarde del miércoles negro del Capitolio, insistía en la necesidad de sostener el mejor primer periodo de gobierno en la historia de ese país (el suyo) y revertir el proceso electoral bajo la patraña de un fraude.

Por lo general quien quiere cometer un fraude electoral comienza con la denuncia de un fraude electoral. En México sabemos de eso.

Pero la reacción de las instituciones públicas, cuya respuesta tiene a Donald Trump al borde del juicio político o la aplicación de la vigésimo quinta enmienda constitucional, para echarlo antes de concluir su periodo, no se limitó a la operación de los órganos de gobierno. También la sociedad civil y los medios jugaron un importante rol en el reforzamiento de la legalidad y la decencia.

Los medios de comunicación, durante todo el “trumpismo” y más acusadamente desde el 5 de noviembre del año pasado, hicieron su parte en la contención –o al menos la perseverante denuncia--, de la mala conducta presidencial y la propagación de sus odiosas mentiras. Por eso los agredía con la mitología de las “Fake News”

Eso llamado la “gran prensa” americana, una tradición centenaria desde el “Boston News-Letter” (1704) de John Campbell, se enalteció a si misma cuando en los últimos meses las cadenas de televisión y más tarde a las plataformas de tuiter y Facebook, entre otras como Instagram; le cerraron la puerta a la propagación de mentiras dañinas.

El más democrático de los valores de una democracia es la limitación del poder.

El gobierno debe provenir del pueblo, practicarse por él y recaer en el pueblo. Pero en esta definición consagrada por Lincoln, el pueblo es un todo social. En la interpretación del populismo clientelar, es solamente la parte de la población cuyo respaldo al poder burocrático lo sostiene y aplaude.

Trump y los populistas, todos los populistas, son antidemocráticos por naturaleza, porque dividen convenencieramente a la población entre sus devotos y sus adversarios. Y para garantizar la adhesión ciega de los primeros, atropellan todas las instituciones de equilibrio y contrapeso del mando presidencial, empezando por los poderes Legislativo y Judicial.

Hoy en México estamos viendo la enésima embestida contra todo límite al poder presidencial ya sea por las modificaciones innecesarias a la Ley del Banco de México, o la amenaza de extinguir institutos autónomos como el de Acceso a la Información Pública o el de Telecomunicaciones entre otros, con el pretexto del ahorro en el gasto público.

Pero no será un ahorro, será una desviación de fondos hacia la engorda de los programas socio-electorales, arma y cimiento del populismo triunfante. Ahora la vacunación Covid se vuelve súbitamente uno de ellos.

La democracia, opuesta al totalitarismo, es el poder distribuido. El absolutismo populista caciquil, caudillista y mesiánico, pretende la uniformidad en el pensamiento y el ejercicio único del poder.

Soberano debe ser el país; no el titular del Poder Ejecutivo, excepto en una monarquía.

Pero lo visto los días anteriores en Estados Unidos, tras la toma del Capitolio (en México lo hemos sufrido en decenas de ocasiones y el mundo lo miraba como un cuadro más de nuestro ballet folklórico), nos ha dejado muchas lecciones.

Al menos a los periodistas.

El peso de las instituciones americanas recae fundamentalmente en el Congreso y la Casa Blanca, pero se extiende a las corporaciones, las organizaciones sociales, civiles (hasta la NRA, si lo vemos bien), sindicales, deportivas, artísticas y culturales; pero no se asienta en grupos extremistas como los neonazis, los KKK o los Q’anon, con todo y su orco con cuernos de búfalo.

Los medios tradicionales, desplazados de la atención constante por los cambiantes mensajes de las infatigables redes sociales (sin horario editorial, sin límites de espacio, sin tiempo, sin ubicación y a veces sin autor) , dieron el primer paso cuando se rehusaron a divulgar por TV una conferencia en la Casa Blanca.

Cuando las cadenas (NBC, CBS, Univision, ABC, CNN y otras), apagaron sus cámaras y dejaron a Trump hablando solo , nos dieron a todos una lección: el presidente es dueño de sus patrañas, pero nosotros somos responsables de los medios para impedir su divulgación.

Ante la irresponsabilidad de quien siempre usa los medios ajenos (y aun los del gobierno), como herramientas para el linchamiento, la injuria, la promoción de los anónimos a través de granjas de adeptos; y la divulgación corrosiva de propaganda disfrazada de información, llena de ponzoña impune, se impuso la responsabilidad de quienes no aceptaron un pasivo papel ante la transgresión evidente de la realidad informativa.

En ese sentido los “apagones” y el veto a las cuentas de redes del POTUS (ya eran sofocantes) nos hace pensar en el necesario replanteamiento de la ética profesional:

--¿Deben los medios seguir siendo dóciles mascotas cuya cola se agita cada y cuando el poderoso abre la boca? ¿Tiene derecho el poder político de dispersar falacias venenosas o debemos cribar las expresiones del poder para entregarles a los ciudadanos, al público televidente, radio escucha o lector sólo aquello cuya naturaleza lo valga?

Hasta el día de hoy ninguna de las noticias llamadas por Trump “Fake News” ha causado muerte alguna. Pero su asonada al Capitolio causó cinco muertes y algunas decenas de heridos.

Durante mucho tiempo los medios fueron simples altoparlantes a través de los cuales (Umberto Eco, dixit) los poderes se cruzaban mensajes unos a otros por encima de los intereses legítimos de la sociedad cuyo resignado e inocente papel era escuchar y callar.

Las redes sociales le dieron a esa sociedad otros poderes, otras capacidades de opinión, pero el poder también las pervirtió usándolas abrumadoramente con los recursos económicos y de peso propio del aparato burocrático.

Hoy quien hasta hace unos días estaba considerado el “hombre más poderoso del mundo”, no puede lanzar un tuit. Puede tirar una bomba atómica, pero no tiene cuenta de Facebook. Ese es el verdadero límite del poder en los tiempos de la ciber comunicación.

Y esa limitación (que debió haberse dado desde el principio del exceso, no al final) provino de la tradición democrática, no de la inquisición, aunque alguien llame al señor Mark Zuckerberg arrogante y prepotente.

Nada supera en arrogancia al poder absoluto, aplastante y unipersonal. Por cierto.

EXPLOSIONES

La energía eléctrica en esta país es foco explosivo.

No se sabe si por la crónica ineptitud de la izquierda (PRD y Morena manejan el Metro desde hace un cuarto de siglo) o por sabotajes o simplemente por mala suerte.

Primero se quemaron cinco grandes mercados públicos en la Ciudad de México. Claudia Sheinbaum, La jefa de Gobierno, jamás dio una explicación cien por ciento satisfactoria y la única evidencia fueron los “diablitos”.

Después vinieron en el país, tres enormes apagones (uno de ellos dejó a oscuras toda la península de Yucatán y el más reciente a diez millones de suscriptores del servicio) y la culpa la tuvieron los imaginarios efectos de una quema de pastizales, aunque la mentira haya sido reconocida hasta por el propio mentiroso, el señor Manuel Bartlett, Director General de la CFE; luego se incendió una estación eléctrica en la colonia del Valle y ahora la capital del país se queda sin Metro (cinco millones de usuarios por día, en promedio), cosa jamás vista antes, ni siquiera cuando hubo una huelga rápidamente solucionada.

Obviamente la culpa la tendrán, cuando vengan las falsas explicaciones, un incendio de praderas en La Marquesa o una conspiración de conservadores y neoliberales en el sótano del edificio de Delicias. Pero en la ciudad de México, ellos son los emisarios del pasado. Llevan años y años de rusticidad en el Sistema de Transporte Colectivo.