Opinión

Otro modo de decir el mar

Otro modo de decir el mar

Otro modo de decir el mar

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Mas un día en su costado

renacerá una oración de peces

[y de nardos.

En tanto el polvo vuelve a su

[sustancia universal,

a su descanso;

en tanto el mundo en su girar

hace jugar las ramas con el viento

y juegan también los árboles

a que son el gato que trepa

y se esconde entre las hojas.

Y juega el gato a que es el árbol

y se siembra ligero en los jardines,

hábil como el trigo febril,

suave como

la avena que alimenta a los rebaños.

Edgar Mena (1977-2020)

Friedrich Nietzsche consideraba que sólo el exceso de salud, incluso de alegría, había llevado al pueblo griego a inventar la tragedia, a recrearla para provecho y lección de todos los ciudadanos de aquella nación antigua, constructora de los teatros populares, para exhibir las batallas entre los héroes y los dioses; entrelazados por los conflictos ineludibles que el destino les depara.

Con el paso del tiempo, la tragedia perdió grandeza, con excepción de Shakespeare, y ha cedido su lugar al drama que recoge los crímenes, los vicios y ruindades que acechan a la sociedad de nuestro tiempo como una maldición, ya no de los dioses inmortales, sino de la naturaleza inclemente, la cual ha tomado la delantera a los antídotos y día con día cobra cientos o miles de muertes de personas, que han tenido la mala suerte de cruzarse en una esquina cualquiera con el virus de su desgracia.

La pandemia que nos acosa es muy parecida a la guerra, por sus efectos destructivos y las heridas que está abriendo en el cuerpo de la sociedad. Miles de familias recluidas viven el azoro del posible ataque de la bestia y, semejantes a los primeros cavernícolas, se defienden con el fuego y con las piedras del animal feroz, en miniatura, que trasciende las paredes de la roca y asedia las colonias vecinas, que responden con el llanto y con las súplicas a los cielos grises, indiferentes al dolor de la criatura humana.

Las economías del mundo están al borde del colapso, y ante la proximidad de su derrumbe, parecieran desatarse los cuatro jinetes del apocalipsis que toman cuerpo en la enfermedad, el hambre, el desempleo y el crimen, para sembrar el caos y, con ello, la destrucción del mundo conocido; y nuestra especie está cada vez más temerosa y sin promesa de una segunda arca de la alianza que nos ponga a flote, en medio de este mar embravecido.

Sin embargo, el drama global no se puede explicar sin la perspectiva individual, cotidiana, que enfrentamos cada uno de los seres que intentamos, como hormigas laboriosas, restañar las averías del barco que zozobra. La sociedad se integra por individuos reales, con rostro y cuerpo irrepetibles; que sufren, cuestionan, proponen, trabajan, viven y mueren, a un ritmo nunca antes visto por quienes, hasta hoy, gozamos del privilegio de la respiración.

Se suele decir en el mundo de las cifras que una muerte o dos son noticia y que todo lo demás es estadística; esto es, la fría dictadura de los números que sirve para ofrecer informes, analizar las variables de los fenómenos que se pretenden controlar y también para establecer políticas, en los ámbitos de la macroeconomía y la asistencia social.

Pero en medio de este torbellino debemos guardar en la memoria y la palabra a las personas de carne y hueso, a las que fueron dueñas de su conciencia y voluntad; a quienes decidieron libremente compartir nuestro camino y perdieron la vida en la curva ascendente del contagio.

La palabra, el logos, certifica la presencia del hombre en nuestro mundo, es testimonio de su historia y de todas las manifestaciones sociales, culturales y artísticas que dan cuenta de su existencia. Se ha dado al hombre, pensaba Martín Heidegger, el más inocente y peligroso de los bienes: el lenguaje, para que con él cree y se destruya, y este lenguaje tiene su residencia de oro en la poesía, porque la poesía, por ser palabra de las divinidades, es el máximo templo que da refugio, paz y consuelo al hombre, en los momentos de aflicción.

Por eso el poeta es esa criatura alada y ligera, pensaban Sócrates y Platón, cuya sensibilidad y trasfiguración constante, a la manera de Proteo, puede encarnar los deseos y aspiraciones humanas, para devolverlas revestidas de ritmo, emoción y sentido en esos pequeños depósitos de luz que solemos llamar poemas. “El poema, decía Octavio Paz, es creación original y única, pero también es lectura y recitación: participación. El poeta lo crea; el pueblo, al recitarlo, lo recrea”.

El poeta ha sido un ser marginal frente a las profesiones serias, como la filosofía, la ciencia y los negocios; sin embargo su palabra ha acompañado a la humanidad en todas la épocas, regiones, pueblos y culturas; asumiendo los papeles de sacerdote, mago, loco, vagabundo o pequeño dios que, mediante la inspiración e imaginación es capaz de construir mundos paralelos al real, para llenar la vida de los hombres y mujeres de contenidos vivibles; pues, como pensaba Aristóteles, la poesía no cuenta las cosas como fueron sino como nos gustaría que fueran; por lo tanto, es una expresión de los deseos más profundos. Los deseos que subyacen en el corazón del mito, donde mora la esencia de nuestro ser, en permanente lucha entre la vida y la muerte.

La poesía no es religión ni ciencia ni filosofía; es una apuesta por la vida, es un discurso consciente del tiempo y de su desgarradura; la poesía celebra la fugacidad, porque la vida, aunque sólo sea un leve parpadeo, es la mayor riqueza que el hombre habrá tenido. El poeta sabe que nacer y morir son un solo instante y vive la eterna fugacidad en el amor porque, como decía Quevedo, la postrera sombra podrá cerrar nuestros ojos y seremos polvo, pero polvo enamorado. Y quien ha amado a la familia, los amigos y la poesía, como lo hizo el poeta Edgar Mena, siempre vivirá entre nosotros.

* Poeta y académico
benjamin_barajass@yahoo.com
Impresión, sol naciente, de Claude Monet.