
El físico Alejandro Frank coordinará la mesa “La Tierra como un organismo vivo: el desequilibrio de Gaia ante el cambio climático”, que se llevará a cabo este miércoles 30 de abril en El Colegio Nacional (Donceles 104, Centro Histórico, CDMX). En ella se analizará la hipótesis de Gaia, la cual plantea que la Tierra funciona como un organismo autorregulado que mantiene condiciones propicias para la vida.
Ciencia, ¿para qué?
En un artículo, la doctora Andrea Sáenz-Arroyo escribe: La vida siempre nos trae paradojas inimaginables, que ni siquiera un buen guionista de cine podría operar con tanta sincronía. Contrastes que complementan este juego de luces y sombras que resultan de la interrogante de si la especie humana sobrevivirá el siglo XXI. O si sobrevivirá, en qué condiciones lo hará.
De acuerdo con la Biblia, Dios condenó a la humanidad a abandonar el paraíso como castigo “por haber comido del fruto del conocimiento”. Esta metáfora expresa que la mayor diferencia que los seres humanos tienen con los otros grandes simios es su grado de inteligencia [...] Claramente, el desarrollo de inteligencia confirió a los humanos grandes ventajas evolutivas. La aparición de la conciencia hizo que nos preguntáramos por primera vez sobre nuestro origen: ¿qué somos?, ¿de dónde venimos? Cada grupo humano imaginó el suyo, e inventó dioses caprichosos y crueles [...] Así pues, la evolución de la inteligencia en nuestros antepasados rompe ya el equilibrio ecológico, “natural”, de las especies.
Del prólogo del libro La más bella historia del mundo. Los secretos de nuestros orígenes, de Hubert Reeves, Joël de Rosnay, Yves Coppens y Dominique Simonnet, retomo aquí algunas ideas. Hasta ahora sólo la religión y la filosofía ofrecían respuestas.
Hoy también la ciencia tiene una opinión: ha reconstruido la historia del mundo. Hay una misma evolución que, desde hace 13 700 000 000 de años, empuja a la materia a organizarse, del Big Bang a la inteligencia. Descendemos de los monos, de las bacterias y también de las galaxias. Los elementos que componen nuestro cuerpo son los que antaño fundaron el universo. La aparición del método científico en Medio Oriente, la India y China, y posteriormente en su versión moderna occidental en la Europa de Galileo Galilei y Giordano Bruno, marca una transición en la historia humana.
En 2009 celebramos la mirada al cielo de Galileo, hace exactamente 400 años, con un pequeño telescopio que lograba magnificar las imágenes cerca de veinte veces y mediante el cual pudo ver los cráteres de la Luna, las fases de Venus y las manchas solares, así como cuatro de los satélites de Júpiter (hoy conocidos como satélites galileanos). Estas observaciones marcaron el inicio de una era en que el hombre lograba acercarse y mirar por primera vez con detenimiento el universo que lo rodea. Las observaciones de Galileo apoyaron la teoría heliocéntrica de Copérnico, planteada un siglo antes, y desbarataron de un plumazo las ideas de la cosmología teológica de la época, colocando al hombre en un lugar alejado del centro del cosmos y mostrando las “imperfecciones” de los objetos estelares, todo ello contrario a las Sagradas Escrituras. La publicación de esas observaciones en su libro Sidereus Nuncius (El mensajero de las estrellas), de 1610, dio inicio a una encarnizada lucha entre Galileo y la Iglesia católica. Sus libros fueron prohibidos por la Inquisición y fue acusado de herejía. Debió pasar los últimos años de su vida bajo arresto domiciliario.
Galileo fue, tal vez, el primer científico moderno, es decir, el primero en combinar la observación con el análisis matemático, y uno de los primeros exponentes de la ciencia como la concebimos hoy, basada en la racionalidad y la lógica deductiva: “La filosofía está escrita en este grandísimo libro, […] el universo. […] Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas”[1].
Su legado se ha visto reivindicado por los grandes descubrimientos de la ciencia moderna. Casi exactamente 250 años después, el 22 de noviembre de 1859, se publicó en Londres El origen de las especies, de Charles Darwin, quizá la obra científica más importante de la era moderna, que remite al Homo sapiens a un modesto lugar junto a las demás especies que pueblan la Tierra y hace patente, además, el mecanismo que da lugar a la evolución de las mismas. Su teoría, extendida y amplificada por los modernos avances de la biología molecular y la genética, ha sido comprobada de manera irrefutable en multitud de ejemplos. Este gran descubrimiento representó un nuevo y definitivo golpe a la visión antropocéntrica y dogmático-teológica del universo.
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En el mundo actual es fundamental la defensa de la racionalidad humanista, incluyendo el ataque frontal a la seudociencia y al conocimiento mágico, así como exhibir la charlatanería en general. A pesar de sus innumerables éxitos, amplios sectores, entre ellos algunos científicos, continúan demonizando a la ciencia. Por ejemplo, en su libro Río de tiempo y agua…, en el capítulo denominado “Demonios”, y en su apartado “Los demonios de la ciencia”, mi colega y amigo Pedro Miramontes señala lo siguiente: “La ciencia ha estado del lado de los intereses más perversos y carga consigo pecados y demonios que es necesario exorcizar” [...]
Este libro es el testamento filosófico de [Carl] Sagan y es una apología de la ciencia como base de la racionalidad humanista, como contraparte de la irracionalidad y el fanatismo. Sagan tiene un enfoque optimista y positivo sobre el papel presente y futuro de la ciencia, que yo comparto. Cuando se dice que la ciencia es culpable de haber desarrollado métodos cada vez más poderosos para la guerra, se podría contestar lo siguiente: culpar a la ciencia de los hechos sangrientos de la historia es como culpar a Henry Ford de crear el automóvil en serie, ya que hoy en día el mayor número de muertes es causado por accidentes automovilísticos. La ciencia, al darnos conocimientos y poder sobre la naturaleza, hace posible librarnos de la esclavitud de los elementos, del hambre y las plagas [...]

Es innegable que la racionalidad científica y humanística convive en pleno siglo XXI con todo tipo de supersticiones basadas en la ignorancia o en dogmas irracionales, los “demonios” de nuestro mundo. La diversidad de éstas es sorprendente, desde variedades relativamente benignas hasta visiones unilaterales, de carácter discriminatorio, sobre grupos sociales distintos al nuestro. Dentro de las primeras están la astrología y las diversas formas mágicas de “predecir el futuro”, así como creencias tales como que los extraterrestres nos vigilan o que los pozos petroleros de Cantarell, vistos desde un avión, son naves interplanetarias en formación ordenada. Estas descabelladas visiones de la realidad se han convertido en grandes negocios que aprovechan los programas televisivos sensacionalistas y algunos charlatanes que explotan nuestra tendencia a la credulidad, así como la falta de una cultura científica que genere un indispensable escepticismo. Otra doctrina persistente es la teoría de la conspiración. Por ejemplo, aquellas que sostienen que la llegada a la Luna hace exactamente cincuenta años fue una puesta en escena o que fueron los propios estadounidenses los que derribaron las Torres Gemelas en 2001. O, para dar un ejemplo muy reciente, la que afirma que el virus de la influenza A/H1N1 es una creación humana diseñada como arma biológica. Esto es un disparate, pues los virus no requieren de pasaporte y nadie es inmune al contagio [...] Mucho más graves son los mitos de superioridad “racial” y la discriminación por razones religiosas o étnicas, excusa de guerras y holocaustos.
[1] Galileo Galilei, El ensayador, trad., pról. y nn. de José Manuel Revuelta, Aguilar, Buenos Aires, 1981, pp. 62-63, col. Biblioteca de Iniciación Filosófica.