En el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la primera acepción de la palabra contaminar es: “Alterar nocivamente la pureza o las condiciones normales de una cosa o un medio por agentes químicos o físicos”. Un derrame de petróleo en el mar, el esmog de las grandes ciudades, y la basura que encontramos tirada por doquier, son ejemplos claros de contaminación: el petróleo, el esmog y la basura alteran la pureza del agua, el aire y la tierra. Quizá menos común sea la idea de la contaminación por luz, o contaminación lumínica.
La luz es una onda electromagnética que se mueve a través de distintos medios como el aire y el agua. Por tanto, la luz es un agente físico, lo cual satisface parte de la definición de la Real Academia. La luz, claramente, existe en la naturaleza; el ejemplo más evidente –y brillante– es el Sol. ¿Su luz contamina? ¿O la luz de la luna y las estrellas? No. A la definición de la Real Academia le falta algo. Para que exista contaminación es necesaria la intervención del ser humano. Esto es, que nosotros llevemos el agente contaminante (por ejemplo, el petróleo, el esmog, la basura, o la luz) a un lugar o un momento donde no estaría presente de manera natural, o bien que propiciemos su presencia. Además, también podríamos agregar a la definición el hecho de que un contaminante debe tener algún efecto en los organismos que habitan el medio contaminado.
En 1874, el pintor Francés Jean-François Millet pintó un cuadro cuyo título podríamos traducir como “Los buscadores de nidos” (Figura superior izquierda) . De acuerdo a la reseña del cuadro, Millet se inspiró en historias de campesinos que mataban a palos a cientos de palomas después de cegarlas en la noche usando antorchas. Además de mostrar una técnica un tanto salvaje de cacería indiscriminada, este cuadro ilustra el uso intencional de la luz para alterar el medio y tener un efecto nocivo inmediato en las palomas.
Los campesinos del cuadro de Millet usaron la luz de las antorchas para alterar las condiciones originales de la noche, cuando la iluminación es por naturaleza muy tenue y es a lo que las palomas estaban acostumbradas. Si bien el fuego también ocurre sin intervención humana, por ejemplo, durante un incendio forestal iniciado por la caída de un rayo o por una erupción volcánica, el fuego durante las noches puede desorientar y atraer a los animales que perciban su luz. Por ejemplo, las aves migratorias nocturnas se acercan tanto a las llamas de los incendios que pueden morir incineradas. Tanto la ceguera temporal por la luz de las antorchas como la incineración de aves al acercarse demasiado a las llamas tienen el mismo origen: los pájaros no están adaptados evolutivamente a que haya luz intensa por las noches. De hecho, ningún ser vivo lo está.
Desde su origen hace aproximadamente 4500 millones de años, nuestro planeta viaja alrededor del sol girando sobre su propio eje. Gracias a este movimiento de rotación existen el día y la noche. La vida inició hace aproximadamente 3700 millones de años y ha evolucionado desde entonces con el ciclo diurno–nocturno: luz abundante en el día proveniente del sol, y luz tenue de la luna y las estrellas por la noche. Sin embargo, hace menos de 200 años se inventaron las bombillas eléctricas (los focos) que se popularizaron rápidamente y se volvieron comunes, dando inicio al uso masivo de la “luz artificial”. Actualmente, el paisaje nocturno que debería ser mayormente obscuro, está poblado por zonas brillantes debido a la luz emitida por millones de focos y lámparas que utilizamos para iluminar nuestras noches.
Cada foco es como una pequeña antorcha artificial, y podemos pensar que el brillo acumulado de muchos focos concentrados en un solo lugar, como un edificio, estadio, o una ciudad entera, puede asemejar al de un incendio. Por ejemplo, Figura inferior izquierda vemos cómo una ciudad creció hacia la ladera de una montaña, y esto lo notamos gracias a las luces de los edificios. Pero… en realidad esas luces no son de edificios ¡es un incendio en la ladera! Si continuamos esta analogía y pensamos que ciudades enteras se iluminan noche tras noche, podemos imaginar que el paisaje nocturno asemeja a múltiples “incendios” simultáneos en grandes extensiones geográficas (Figura derecha). Si bien estos “incendios” no incineran animales, sí emiten suficiente luz para tener un efecto negativo e incluso fatal.
Durante varias noches en el verano de 2019, enjambres de saltamontes invadieron la ciudad de Las Vegas, EU, al ser atraídos por las luces de la ciudad, exponiéndolos a los riesgos que padece cualquier insecto en una ciudad: ser aplastado por un auto o por un zapato. Además, millones de aves migratorias nocturnas mueren al chocar contra edificios y otras estructuras después de ser atraídas por la luz artificial. Esto deja claro que no es necesario llevar activamente la luz a un lugar para causar una afectación, como lo hicieron los campesinos del cuadro de Millet: los animales pueden ser atraídos a fuentes fijas de luz. Lo que es más, tampoco es necesario que haya grandes cantidades de focos, o grandes extensiones de terreno iluminadas, para que haya un efecto negativo. Luces aisladas pueden atraer animales, modificando su conducta y por tanto ejerciendo un efecto que puede ponerlos en riesgo. Un ejemplo claro es el de las mariposas nocturnas o palomillas que llegan revoloteando a los focos, exponiéndolas a ser depredadas por otros animales como murciélagos o simplemente a morir de cansancio.
Debido a que la vida evolucionó con el ciclo del día y la noche, la luz es un estímulo poderoso para los seres vivos. Nosotros mismos somos animales principalmente diurnos y ocupamos la noche para dormir. Sin embargo, nuestro desarrollo tecnológico nos llevó a introducir luz al horario nocturno, cuando no ocurre de manera natural con el brillo con que la usamos. Una mala planeación, posiblemente derivada del desconocimiento de los efectos negativos de la luz artificial, ha hecho que convirtamos a la luz en un contaminante.
Nuestra realidad social y biológica (esto es: la inseguridad y el tener una visión limitada en la obscuridad), nos obliga a usar luz artificial por la noche. Sin embargo, podemos intentar reducir lo más posible los efectos negativos que ésta tiene sobre otros animales. Una manera sencilla de contribuir es apagando las luces que no sean estrictamente necesarias, especialmente las exteriores. Otra es la de asegurarnos que los focos o lámparas, por ejemplo las del alumbrado público pero también las de nuestras banquetas o cocheras, tengan una cubierta para que su luz sólo ilumine hacia abajo y no escape hacia arriba. Esto último reduce la posibilidad de que las aves y otros animales voladores las vean desde el aire. Si lo pensamos, ambas medidas tienen sentido: por un lado no necesitamos demasiada luz para poder ver de noche, finalmente evolucionamos con luz muy tenue; por otro lado, en las noches necesitamos de luz artificial para ver el piso y la calle, ¡no el cielo!
* Unidad de Servicios Profesionales Altamente Especializados (USPAE), Instituto de Ecología A.C. (INECOL)
Copyright © 2022 La Crónica de Hoy .