Parte II
Hace algunos días, Luis Echeverría Álvarez falleció en la Ciudad de México. Este acontecimiento me hizo modificar, parcialmente, el escrito que tenía ya planeado como segunda entrega. El mencionado expresidente, además de haber sido señalado judicialmente muchos años después de haber concluido su mandato, estuvo involucrado directa e indirectamente en muchos de los hechos sangrientos y represivos en contra de las disidencias mexicanas durante cuando menos dos sexenios; el suyo, entre 1970 y 1976 y el anterior cuando fue secretario de Gobernación de Gustavo Díaz Ordaz. En ese periodo grisáceo de la historia de México, comúnmente denominado como Guerra Sucia, fue gestándose, paralelamente a la contrainsurgencia de coerción directa de las oposiciones políticas, lo que el periodista Jacinto Rodríguez denomina muy acertadamente: la otra guerra secreta. Luis Echeverría, en contubernio con algunos otros singulares personajes de la vida política de aquellos años, perteneció a la tristemente célebre intelligentsia represiva en cuya maquinaria el lenguaje fue piedra angular de la generación de una intensidad política en contra de los movimientos sociales y guerrilleros.
El desigual combate entre el Estado y las agrupaciones guerrilleras y los agentes disidentes fue librado en las calles, en el campo y tuvo de igual forma un carácter esencialmente ideológico y discursivo. Esta dinámica de narrar, nombrar y representar a los actores y las acciones antagónicos al Estado se fraguó paulatina y estratégicamente desde las altas cúpulas de la secretaría de Gobernación y su policía secreta, la Dirección Federal de Seguridad (DFS). La operación de contrainsurgencia discursiva, como yo la denomino, contó con el consentimiento y beneplácito de la Presidencia de la República. Desde esas directrices, la guerra narrativa y de las palabras siguió la constante de un discurso que enunció y reprimió con las ideas en los medios de comunicación y descansó en algo más que una mera estrategia panfletaria de oposición. Lo anterior debido a la precisión de las imágenes, pies de foto, notas y, sobre todo, la calidad y erudición orgánica argumentativa de quienes escribieron en algunas de las columnas de la prensa en aquellos desplegados, notas y comunicaciones.
Además de controlar de forma constante a la prensa mediante la regulación de insumos (principalmente el papel) y recomendaciones. La prensa escrita fue, por aquellos años, el lugar privilegiado para divulgar reiteradamente discursos un tanto heterogéneos que estaban encaminados a contraatacar las movilizaciones radicales principalmente de estudiantes y grupos de obreros y campesinos organizados como guerrillas urbanas y rurales. Varios fueron los periódicos que proporcionaron alabanzas al régimen de Estado y denigración, juzgaron y despreciaron los anhelos de justicia social y transformación que corría por las voces y la agitación de muchos grupos de inconformes. El caso del periódico La Prensa, por mencionar el ejemplo más claro y conciso, contó incluso con una columna de opinión, la cual propagaba, desde los años sesenta, la mirada de algunos intelectuales orgánicos entre los que destacó ampliamente el filósofo Emilio Uranga y su columna Granero político, que firmaba con el seudónimo de Sembrador, espacio que fue continuidad de otra columna denominada Política en las rocas. En resumen, el tabloide estaba invadido de contenidos estatales los cuales, paralela y casi paradójicamente, tenían perspectivas en ocasiones críticas hacia el Estado.
En medio del mar de palabras, entre el oleaje gubernamental y las decisiones editoriales del periódico, la creación de categorías narrativas evaluativas fue ganando un lugar preponderante en medio de la estrategia política de difusión de información. La intensidad de estas comunicaciones gradualmente dejó de ser una obra estratégica solo de Luis Echeverría o del director en turno de la DFS y se convirtió en un complejo armatoste de creación, difusión y seguimiento de las notas periodísticas. En ellas las representaciones alrededor de los disidentes y guerrilleros era profesada desde los más diversos ángulos. En algunas ocasiones, los jóvenes estudiantes del mítico 1968 pasaban de ser universitarios a seudoestudiantes o vulgares agitadores que amenazaban las próximas olimpiadas en México. Los guerrilleros en la sierra guerrerense oscilaban entre ser representados como gavilleros o, en los casos específicos, como los de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, eran según la prensa encomiables maestros que habían perdido la brújula de los verdaderos intereses del Estado mexicano y su progreso.
En todos estos casos, las acciones y posiciones opositoras al Estado eran descriptivamente aderezadas o neutralizadas con los más diversos matices, definiciones y evaluaciones morales, con juicios respecto a la amenaza extranjera y los supuestos intereses ocultos que nunca eran aclarados con precisión. De forma muy curiosa, los jóvenes estudiantes no eran tachados de rebeldes sin causa como solían ser retratados en televisión. Parece que esa imagen del rebelde, profundamente yankee y arquetípica con chamarra de cuero, tampoco concordaba bien con los intereses nacionalistas del Estado. La guerrilla y la disidencia estudiantil de aquellos años, para el Estado, poco debía asemejarse con la rebeldía de Johnny Laboriel y César Costa y tenía que ser más cercana a la imagen de Fidel Castro o el Che Guevara. Desde luego, todo esto debe tener matices que estarían en función de los diversos levantamientos a lo largo y ancho del país.
El teórico francés Serge Moscovici llamó a estas condiciones, imágenes e impresiones que anidan en el sentido común: representaciones sociales; las cuales son una especie de prácticas de conocimiento que permiten discernir y entender la realidad desde los más diversos significados para estabilizar la realidad. Esas formas de representar a las diversas disidencias políticas solían ser, desde los periódicos, una dinámica común dentro de las prácticas propias del lenguaje contrainsurgente aprovechado por el Estado mexicano. El lenguaje y las representaciones anclan y objetivan las cosas de la vida cotidiana. Gracias a las representaciones sociales, el mundo de la disidencia dejó de ser una especie de desierto material para cobrar sentido a nivel social para muchos ciudadanos que consolidaron y reafirmaron sus ideas sobre la actividad política desde esos enunciados que aparecían en la prensa.
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