Cultura

Rufino Tamayo. Discurso de ingreso a El Colegio Nacional

Con motivo del aniversario del ingreso de Rufino Tamayo a El Colegio Nacional, la institución nos comparte un fragmento de su discurso 

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Rufino Tamayo fue miembro de El Colegio Nacional.

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Este 21 de mayo es el trigésimo tercer aniversario de ingreso del pintor Rufino Tamayo (1899-1991) a El Colegio Nacional. En esta institución continuó con su propósito de difundir las artes plásticas. Compartimos con los lectores de Crónica un fragmento de su discurso, donde refleja la labor del pintor como un acto de libertad y mediante los instrumentos adecuados.

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Desde muy joven viví la disyuntiva entre seguir un camino marcado o buscarme a mí mismo en senderos desconocidos y tal vez de difícil acceso o frutos estériles. Preferí experimentar porque estaba convencido de que la ruta académica, la de reproducir con exactitud la realidad, no podía corresponder a la naturaleza del arte, que no consiste en mostrar la apariencia sino la esencia de las cosas. Cómo se ha de capturar esa esencia, es algo incierto, depende de la sensibilidad, del espíritu y el trabajo de cada individuo. Y en esa incertidumbre muchos se pierden. Pero la promesa de una obra nueva vale ese riesgo, ese riesgo es el ejercicio de la libertad, bajo cuyo signo podemos recorrer todos los caminos.

El encuentro de sí mismo al que debe aspirar todo artista en sus inicios nace entonces de la rebeldía, de la insatisfacción con lo dado y, sobre todo, con el destino que nos imponen la sociedad y los mayores. Se construye y se crea a riesgo de destruir lo que se hereda, lo que se ama. Hasta una herencia, por rica que sea, debe rehacerse y renacer en nuestras manos. Un pintor responde con cada cuadro a la pregunta: ¿qué es la pintura? Su respuesta puede ser una pero sus formas son muchas, porque la respuesta puede ser tan vasta o tan rica que una vida no es suficiente para acabar de demostrarla. Yo he tenido el gozo de ir descubriendo mi alma en cada trazo, en cada forma, en cada color llamado a despertar una emoción. Esto no hubiera ocurrido sin la posibilidad de encontrar cada vez nuevos problemas que resolver, dificultades que superar para dar una forma más acabada a mi idea de la pintura. No encuentro otra explicación a la pasión de pintar que ha vivido conmigo hasta ahora, que me acompañará siempre.

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Los problemas fundamentales de un pintor son de orden técnico. ¿Cómo producir el equivalente justo de lo que vemos? ¿Cómo testimoniar esos otros mundos que subyacen en el nuestro, que son inseparables de él pero tal vez invisibles para la mayoría de los hombres? Con frecuencia se habla del mundo de un pintor. Yo creo que ese mundo es un mundo de todos, extraído de la realidad, pero sentido y revelado por primera vez por el pintor. Sólo en esta acepción limitada usamos la palabra creación. Creamos mundos, y esos mundos pueden aspirar a ser autónomos, a ser entendidos por su orden propio y sus propias leyes, pero nunca dejan de ser metáforas de nuestra realidad. Metáforas, no reflejos o copias. Por eso los objetos y los seres que miramos todos los días pueden habitar esos mundos diferentes, ser parte de ellos. La realidad es así desdoblada, multiplicada, vista por dentro. No se revela su sentido sino sus sentidos; nos hallamos no ante un significado sino ante una multiplicidad de significados. La pintura obedece a ese modo de sensibilidad o pensamiento que llamamos poético, por contraposición al que podemos designar ideológico. Aunque en el curso de su historia la pintura se ha preocupado por transmitir contenidos ideológicos de diversas clases, no ha hallado su sustento, aquello que la mantiene viva, en la ideología. Han muerto las pasiones políticas o religiosas que pudieron servir de tema a los pintores de distintas épocas, pero sus trazos, sus formas y sus colores sobreviven. No juzgamos el valor de una pintura por su tema o sus ideas sino por sus cualidades plásticas y su capacidad para significar en el orden de lo poético.

Cartelera de El Colegio Nacional.

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Yo me he sentido vinculado siempre a este realismo poético que se dirige más a los sentidos y a los instintos que a la razón del espectador. La comunicación poética exige al espectador una actitud creadora y el ejercicio de su libertad interpretativa lo pone en contacto con la complejidad de nuestro mundo y con la necesidad de la mirada profunda y comprehensiva, sensible a la belleza y al gozo de las cosas. Por eso una de las funciones esenciales de la pintura es proveer a la vida humana de una atmósfera poética. Si esto es así, ¿cómo no concluir que la principal preocupación del pintor es hallar los recursos, los instrumentos, los secretos técnicos de la plástica, para la creación de esa atmósfera? Son las soluciones plásticas, las cualidades pictóricas, las que producen la poesía de un cuadro, su condición de objeto sugerente y evocador. Yo he procurado llamar la atención con mi obra sobre la necesidad de reivindicar las cualidades puras de la pintura como el sustento principal de su valor y su significación.

Estoy convencido de que este objetivo debe conducir a una revaloración del hombre por el hombre. Si nuestra sensibilidad despierta y se agudiza, si advertimos en la realidad otras dimensiones, su profundidad; si para nosotros lo humano representa un misterio pero al mismo tiempo una experiencia gozosa y lúcida, seremos cada vez más humanos. El arte nos provee de nuevas visiones de la realidad y ejercita así nuestra imaginación y nuestra comprensión, tantas veces ansiada, de nuestro papel en el mundo. Nos permite entender qué somos y, sobre todo, qué podemos llegar a ser de acuerdo con nuestra naturaleza. El hombre, antes que un ser, es un proyecto. Sus actividades más plenas son la promesa de la realización de ese proyecto que encierra su naturaleza, el conjunto de sus potencialidades. Un arte al servicio del hombre es aquel que le da ojos y manos cada vez más sensibles y el que le procura la posibilidad de una vida plenamente humana.

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El mundo de hoy —debo decirlo no sin un profundo desencanto— nos afirma en la creencia de la necesidad que el hombre tiene aún de ser humanizado. El prodigioso número de cambios suscitados por los avances científicos y tecnológicos de nuestro siglo ha tenido como consecuencia, particularmente durante su segunda mitad, un sensible proceso de deshumanización. Rodeado cada vez por más máquinas e instrumentos mecánicos, el hombre ha ido convirtiendo gradualmente su vida en una suma de acciones maquinales. Se ha olvidado en muchos casos la necesidad de la tendencia contraria: considerar a la máquina como una extensión de las funciones del hombre, como un objeto de dimensiones y sentido humanos. Ha ido surgiendo un tipo humano regido por la tecnología, obsedido por las cosas, afanoso de situarse en la punta de las innovaciones y de un mal entendido bienestar.

Me pregunto si este mundo confortable que nos ha dado la tecnología nos ha hecho más humanos, más lúcidos, si ha sido acompañado por el progreso intelectual de las sociedades del planeta. Creíamos haber entrado a una nueva fase de la Historia, a un punto tal vez más alto de la civilización, cuando el momento que vive el mundo deshace las ilusiones y los espejismos de una superación humana. Hoy, nuestros mismos inventos, nuestros grandes avances técnicos y científicos, son los brazos de la irracionalidad, la crueldad, la soberbia y el crimen. Más aún, la perversidad y el absurdo tienen hoy excelsos modos de expresión. Nunca como ahora las ideologías, esgrimidas con un grado de inmoralidad que asombra, habían podido ser tan fatuas y terribles. Muchos hombres, muchos proyectos de vida individual, perecen hoy en el juego de las amenazas, las traiciones y esas acciones criminales que muchos se empeñan en llamar guerra. Y esa tragedia que nos afecta a todos, hace apenas algunos meses se ocultaba y se amenazaba con extenderla, materialmente, al planeta y al resto de la humanidad.

En El Colegio Nacional, Tamayo difundió las artes plásticas.

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¿Dónde encontrar, entonces, el sustento de una humanización tan necesaria para anteponer la palabra “no” a este absurdo estremecedor? El hombre cuenta con muchos terrenos donde explorar. El arte es uno de ellos. Es el terreno de lo instintivo, de las sensaciones, de aquello que muchas veces es más profundo en nosotros que nuestra opinión o nuestras ideas. Ha terminado una era de cambios radicales y experimentos que con frecuencia derivaron hacia expresiones meramente intelectuales. Hoy estamos ante la necesidad de volver al humanismo, de combatir la deshumanización provocada por la técnica, la inflexibilidad de las ideologías y el exceso de racionalismo, fenómenos que han invadido las propias manifestaciones artísticas. Para mí, esta realidad ha sido clara desde el término de la Segunda Guerra Mundial, cuando se hizo evidente la urgencia de que los artistas reflexionáramos sobre las consecuencias de los cambios inherentes al inicio de una nueva era. El arte debe reflejar los cambios originados por la ciencia y el desarrollo tecnológico, precisamente porque debe continuar su evolución, y su evolución es la del hombre y sus problemas. De este modo se convierte en un elemento esencial y complementario para el equilibrio de una civilización donde el humanismo puede encontrar un lugar.

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