Escenario

‘El Eco’: Retrato de un poblado entre la desaparición y el olvido

CORTE Y QUEDA. El más reciente filme de Tatiana Huezo llegó a las salas nacionales a unos días de la ceremonia de los Premios Ariel donde se encuentra como parte de lo mejor del año

cine

Fotograma de 'El Eco'.

CORTESIA

Presentada en competencia en el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) hace casi un año, posteriormente en casi cada festival de cine documental en México desde Ambulante hasta el DOQUMENTA y ahora optando por 7 premios al Ariel llegó a salas de cine el último largometraje de Tatiana Huezo, El Eco, un retrato observacional de un poblado entre la desaparición y el olvido.

Hay quien cree que el documental, contrario a la ficción, muestra la realidad. Que cada imagen que estos transmiten es más ni menos que la “verdad” o lo que sea que quieran nombrar como tal. Sin embargo, hay incontables ejemplos de que el documental como la ficción manipula los hechos y a sus actores.

En el documental Cosas que no hacemos de Bruno Santamaría hay una escena en que el protagonista Arturo, un joven gay habitante de un pequeño poblado llamado El Roblito situado entre el machismo del pueblo y la amenaza latente del narco, decide salir del closet con sus padres y pedirles permiso para vestirse de mujer. La escena es conmovedora y constituye el clímax del largometraje, pero Santamaria contó en la presentación de la película que, apenas la cámara paró de grabar los corrieron a insultos de su hogar.

En el documental Igualada de Juan Mejía presentado en Festival de Sundance de este año y durante la Gira Ambulante en México tiene una secuencia en la que el director ante la incapacidad para mostrar el acoso virtual que sufría Francia Márquez durante su campaña presidencial pone mensajes de odio extraídos de comentarios de Facebook sobre la pantalla mientras ella atraviesa un episodio de estrés. La secuencia crea una percepción unilateral sobre la opinión que se tenía de la, ahora vicepresidenta.

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Y en otro aún más reciente, El guardián de las monarcas de Emiliano Ruprah, estrenado apenas hace tres meses en Netflix se defiende la versión contada por los familiares de Homero Gómez, activista por las mariposas monarca secuestrado y asesinado, de que era imposible que las condiciones en que fue encontrado el cuerpo, correspondieran al de uno que cayó en un estanque y estuvo sumergido por varios días en el lugar como defendía la PJR en torno a su muerte…

Sin embargo, pese a la crítica a la investigación oficialista y lo bienintencionado del documental la continua aparición en pantalla de crestomatías creadas por computadora de Homero Sánchez flotando en el estanque no solo defienden lo contrario sino que incita a que el espectador adopte dichas imágenes como verdaderas pues las coloca al mismo nivel que las entrevistas a sus familiares.

Cualquier decisión desde cómo se coloca a la cámara hasta que se graba y que se omite influyen en la percepción general que se puede tener de un tema, más aún cuando la gente asume como dije en un inicio, que el documental es la filmación objetiva y directa de la verdad.

Muchas veces las decisiones, en especial en el documental, tienen un peso también ético. Pues en un país como el nuestro donde los crímenes de Estado, la desmedida violencia del narco, las desapariciones, la explotación laboral, la precariedad y muchísimos problemas más que nos aquejan han sido caldo de cultivo de incontables ficciones televisivas y cinematográficas que nos ponen la barbarie en la cara, los documentalistas parecen tener sencillo levantar la cámara para asustarnos y mancharnos de sangre.

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Por eso se vuelve incuestionable el reconocimiento que tiene Tatiana Huezo porque pudiendo hacerlo, opta por rescatar testimonios orales antes que masacres visuales.

Ya en su ópera prima El lugar más pequeño, esta idea estaba presente en cómo aborda la violencia de la guerra civil de El Salvador a través de testimonios colocados como voces en off ininterrumpidas que se alejaban del molde del reportaje televisivo que pone a los entrevistados en cámara.

En su lugar, la fotografía de Ernesto Pardo contrastaba con lo que oíamos, pues a los relatos de tortura y desolación las imágenes nos ponían en los imponentes paisajes boscosos y los rostros y cuerpos de hombres y mujeres que habitan en el pequeño poblado de la Cinquera. La cámara los volvía humanos, no una estadística ni una nota de prensa.

Lo mismo ocurre en su sucesor Tempestad el cual se nota, ha influenciado en la realización documental en el país. Por ejemplo, Tótem del colectivo Unidad de Montaje Dialéctico que describe el modus operandi de los grupos delictivos para la desaparición de personas mientras la cámara nos lleva por parques eólicos y monumentos arqueológicos, bebe directa o indirectamente del estilo de Huezo.

Así es como llega ahora a El Eco tras dos cortometrajes, dos largometrajes documentales y uno de ficción. Aquí se introduce en el poblado homónimo en medio de la sierra poblana a través de la cámara de Pardo que captura imágenes que hubiera envidiado Gabriel Figueroa o con las que sueñan Maria Von Hausswolff o Mikhail Krichman, como un niño jugando con el extenso campo y el cielo nublado detrás suyo del que cae un rayo.

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El Eco en Chignahuapan, Puebla, tiene 104 habitantes, un funeral nos deja vislumbrar su pequeñez, aún mayor cuando los hombres salen a trabajar a las ciudades.

A diferencia de sus trabajos previos, Huezo deja a un lado las voces en off y filma el día a día de sus habitantes, quienes, sin decirlo, se balancean entre el abandono y el olvido. Esos temores se cuelan en las ausencias.

Una de las niñas comenta querer meterse al ejército para viajar y conocer otros lugares, su amiga le objeta que ellos matan, a lo que le responde que “no todos son así”. En otro momento tres niños sentados en el campo se dicen cansados de estudiar y querer empezar a trabajar y ganar dinero, uno dice querer meterse al ejército, otro comenta querer seguir trabajando en el campo, lo que siempre ha hecho ayudándole a su padre.

Tatiana Huezo bajo este halo de incertidumbre captura destellos de alegría, pero también de injusticia. La pequeña Sarahí juega a darle clases a unos muñecos de peluche, la lección es la Revolución Mexicana; ella explica cómo los campesinos eran esclavos de los ricos y que los niños no podían ir a la escuela. La propia Sarahí después no puede estudiar la secundaría porque a su madre no le alcanza para la inscripción. 

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Así como se escucha la anécdota del padre de Luzma, uno de los muchos hombres que salen a trabajar a la ciudad quien describe a los niños su trabajo como albañil, amarrado a un arnés colgando de los edificios y durmiendo en el estacionamiento de una torre de departamentos de 17 niveles que ayuda a construir, algo que los niños nacidos y crecidos ahí apenas si pueden imaginar.

De igual manera está la de un par de niñas que, como los hombres, con cuchillo en mano ayudan tanto a partir leña, cortar los frutos del campo como a matar una cabra pero que, las costumbres y prejuicios les impide participar en las carreras ecuestres o las obliga a servirles de comer y recoger los platos de los hombres, incluso los de su padre.

Ahí hay miedos no explícitos que empiezan a evidenciarse; el de una madre que lamenta la partida de su hija que se fue sin despedirse a la que manda mensaje sin recibir respuesta, el de una niña que ahorra 200 pesos para comprar su uniforme de secundaría pero choca con la realidad de una madre que no puede pagarle la inscripción o la de los rostros de un grupo de niños que recién terminan la primaria escuchando su discurso de despedida sin saber qué será de sus vidas, pero bajo la promesa de volver a visitarlos.

En las historias de Monse, Luzma y Sarahí, quedan ecos de las de sus madres y abuelas. La de Luzma que le aconseja estudiar primero y no casarse tan joven como ella mientras la vemos reclamar al padre, quien se va a trabajar lejos, más presencia en la casa y hasta ofrece rolarse con él para también trabajar. 

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La de Monse quien le prohíbe bajo el “soy tu madre y me tienes obedecer” participar en carreras ecuestres en el pueblo. La de la abuela de Sarahí, primera mujer que llegó a El Eco, quien ha tararea canciones que ya no recuerda.

En El Eco lo que no está ahí dice mucho más. De la sequía, el campo que no produce, los enormes traslados para trabajar en la ciudad, la inaccesibilidad a la educación, la migración, el abandono del campo, el temor latente de la deserción escolar o la captación de jóvenes por grupos del narco y el machismo cultural nace un retrato de un lugar más grande.

En estas particularidades hay un retrato de un México que deja sin opciones a los niños y jóvenes, pero en última instancia de un México en el que conviven milagros como injusticias de forma cotidiana.

Huezo lo filma con esperanza pues pese a los miedos, sus habitantes no son ni estadística ni recuerdo sino vivos protagonistas de su historia y de su comunidad, que abrazan los árboles, miran el sol tocar su piel y dejan que la lluvia los moje que, como pocos, saborean su existencia mientras temen el olvido.