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Jaime Torres Bodet, el ilustre suicida

Un suicidio siempre es desconcertante, profundamente inquietante. Deja al borde de un abismo a quienes fueron cercanos al que decide dejar esta vida por su propia mano. La tradición cristiana envía a quienes eligen esta muerte a algún punto de oscuridad sin posibilidad de redención. Pero, en el mundo de los hombres, ¿qué se hace cuando el fallecido es un prócer contemporáneo, un constructor de la vida moderna? Esa pregunta flotaba en el aire en el México de hace cincuenta años.

historias sangrientas

Jaime Torres Bodet fue más allá de su mentor Vasconcelos: consolidó el sistema educativo del México posrevolucionario.

El disparo quebró la placidez de la tarde de ese lunes de mayo de 1974. La paz tardaría mucho en regresar a la calle de Vicente Güemes, en Lomas Virreyes, en la ciudad de México. ¿Era un tiro? Sí, ciertamente. Pero, ¿quién se iba a poner a disparar en esa tranquila calle de un barrio residencial? La respuesta iba a estremecer al mundo de las letras y la educación.

En la casa marcada con el número 228 se oyeron pasos apresurados: Josefina Juárez irrumpió en el despacho de su esposo, el poeta Jaime Torres Bodet. Lo encontró recargado en un sillón. Su mano desmayada apenas sostenía un revólver, que después se informaría, era de calibre 38. Su rostro… su rostro estaba lleno de sangre. De golpe, Josefina comprendió: Jaime se había suicidado. El reloj acababa de dar las 4 y media.

Los empleados de la casa acudieron a los gritos de la señora. Vieron la escena doblemente dramática, porque ellos querían mucho a don Jaime, que era cordial y bondadoso con ellos, y la señora, entre lágrimas, intentaba limpiar la sangre del rostro de su esposo, mientras les gritaba que buscaran a un médico, a una ambulancia. Tal vez no fuera tarde para ese hombre de 72 años que había decidido quitarse la vida de una manera contundente, expedita, sin margen de un error que lo condenara a la miseria y a la dependencia.

El chofer de la pareja salió a la calle. A una cuadra tres policías hacían su turno. Avisados del suicidio, se dirigieron a la casa de los Torres Bodet.

La maquinaria judicial empezó a andar: se dio parte a la Procuraduría del Distrito Federal; se avisó a las autoridades federales. La casa empezó a llenarse de personajes de lo más diversos: peritos forenses, más policías, los inevitables reporteros. A las siete de la noche, llegó Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación. Cuarenta y cinco minutos después, aparecía Emilio Rabasa, secretario de Relaciones Exteriores.

Poco a poco, fluyó la información. La noticia del suicidio de aquel hombre, que llevaba poco más de medio siglo de vivir para el servicio público y al que, en 1974 se le reconocía como uno de los constructores esenciales del sistema educativo, conmovió a muchos integrantes de la república de las letras, y a quienes lo habían conocido como titular de la Secretaría de Educación Pública, ¡dos veces! Y también como secretario de Relaciones Exteriores. El único mexicano que había llegado a la dirección de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) había elegido la muerte por propia mano, y, de repente, el gobierno federal se encontraba con un suicida merecedor de todos los honores, como si necesitara uno más: un par de años antes se le había entregado la medalla Belisario Domínguez.

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Muy pronto se supo en las redacciones de los diarios y de los noticiarios de televisión, que empezaban a cobrar auge, que Jaime Torres Bodet había dejado una nota, donde achacaba a la enfermedad, al desgaste físico y a la perspectiva de la decadencia física su decisión final. La nota se publicó en muchos diarios:

He llegado a un instante en que no puedo, a fuerza de enfermedades, seguir fingiendo que vivo; esperar, día a día, a la muerte; prefiero convocarla, y hacerlo a tiempo. No quiero dar molestias ni inspirar lástima a nadie.

Habré cumplido, hasta la última hora, con mi deber.

Jaime Torres Bodet

Mientras la casa se llenaba de amigos cercanos, de los pocos familiares de la pareja, que no tenía hijos, alguien prestó oídos a la viuda: Josefina, entre sollozos, se quejaba de que su Jaime no le hubiera dejado a ella alguna nota personal. Porque ese breve texto, el que se ha conservado hasta nuestros días, era el de un hombre de Estado, el de un servidor público, testigo y protagonista de la construcción de un México que se dijo moderno. Eran las últimas palabras de un hombre que, conforme a la aguda definición de Salvador Novo, amigo cercano del muerto, y que había fallecido exactamente cuatro meses atrás, había tenido más currículum que biografía.

DE LOMAS VIRREYES A BELLAS ARTES

Al caer la noche de ese 13 de mayo de hace medio siglo, la casa de la calle Vicente Güemes estaba completamente llena de funcionarios públicos que consideraban indispensable apersonarse para echar una mano, para allanar procesos penosos, para saludar a la viuda de Jaime Torres Bodet. El presidente Luis Echeverría anunció que suspendía su gira por el estado de Chiapas para regresar al funeral del suicida.

En la que había sido la amada biblioteca de Jaime Torres Bodet, tres peritos trabajaban bajo la mirada de Francisco Ramos Bejarano, director de averiguaciones previas de la PGJDF. Solo cuando terminaran, se llevarían el cadáver a la agencia funeraria.

A las 21:40 de la noche, una camioneta de la agencia funeraria Gayosso llegó ante la casa pintada de color claro. La puerta metálica de color beige se abrió con dificultad, por las docenas de visitantes que rodeaban la residencia de Jaime Torres Bodet. Veinte minutos después, salía con rumbo a la colonia del Valle, donde prepararían al cadáver para una jornada laboriosa, por decir lo menos. Quien quiso asomarse, mientras las puertas del garage volvían a cerrarse, alcanzó a ver el Mercedes Benz negro 1958 que don Jaime usaba desde sus tiempos de titular de la SEP.

 Casa del 228 de Vicente Güemes, en Lomas Virreyes, donde Jaime Torres Bodet, dos veces titular de la SEP y una de la SRE, se había suicidado.

En las redacciones de los diarios, las planas se armaban a toda velocidad; se consultaban libros y diccionarios para armar a toda velocidad una semblanza de Jaime Torres Bodet. La nota de su sorpresivo suicidio no bastaba: había que recordarle a los mexicanos que ese hombre de 72 años, cuyos despojos iban a ser llevados al Palacio de Bellas Artes y luego a la secretaría de Relaciones Exteriores para recibir homenajes, era el inventor del libro de texto gratuito mexicano; el creador de la instancia federal a cargo de la construcción de las escuelas públicas, el Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas (CAPFCE), el promotor de los museos modernos de México.

Hubo quien se remitió a su vocación de poeta, iniciada a muy temprana edad. Pero esa pasión por las letras había cedido terreno a la vida pública: alumno sobresaliente, a los 19 años era secretario de José Vasconcelos en la rectoría de la Universidad Nacional, y de ahí se habían ido a fundar la Secretaría de Educación Pública de la posrevolución. Mucho había andado el suicida: había creado bibliotecas, escrito libros para los escolares de 1921, y luego había elegido la carrera diplomática. Los cultos de algunas redacciones recordaron que Torres Bodet era uno de aquellos que medio siglo antes fueron llamados Los Contemporáneos.

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Sin saberlo, Torres Bodet puso en un aprieto a algunos diarios: ¿cómo decir que el exfuncionario público se había quitado la vida sin decirlo? Algunos rotativos, como El Universal, o semanarios como el entonces indispensable Tiempo, Semanario de la Vida y la Verdad, fueron a lo directo: don Jaime se había dado un tiro en el paladar. La bala atravesó el cerebro y lo mató de inmediato. Se decía que padecía un cáncer que amenazaba con llevarlo a una vida dolorosa y amarga. Desde los años 60 había perdido la vista de un ojo, y aún así había asumido la tarea titánica de volver a capitanear ese barco inmenso que se llama Secretaría de Educación Pública. Su primera vez como secretario de Educación fue en tiempos de Manuel Ávila Camacho: era relativamente joven y vigoroso: inventó escuelas, campañas de alfabetización. Todo eso, y los títulos de sus libros de poemas, su corta obra en prosa, fueron citados en todas partes; se recordaron los doctorados honoris causa, las numerosas condecoraciones. Era eso, un hombre ilustre que ponía al país entero en el brete de anunciar su suicidio.

Porque hubo otros diarios que simplemente desaparecieron la palabra “suicidio”, como La Prensa, conocida por su macabra colección de cadáveres famosos. Se habló de “sorpresiva desaparición”, de “inesperado fallecimiento”, que lo mismo sirven para un infarto que para un suicidio.

El cuerpo de Torres Bodet fue velado brevemente en la colonia del Valle. Luego, se le trasladó al Palacio de Bellas Artes, donde hubo un homenaje que correspondía a su calidad de hombre de letras. El decano del periodismo mexicano, Martín Luis Guzmán, dio nota: comentó a los reporteros que, poco a poco, la salud de don Jaime había decaído de manera notoria. Otros indagarían en otras fuentes y aseguraron que nada hacía pensar que Torres Bodet elegiría convocar a la muerte.

El presidente Luis Echeverría (haciendo guardia al lado del escritor Martín Luis Guzmán) suspendió su recorrido por el estado de Chiapas para acudir a las honras fúnebres de Jaime Torres Bodet.

Después de Bellas Artes, el cadáver del poeta que había preferido ser servidor público fue llevado a la secretaría de Relaciones Exteriores, de la cual también había sido titular. De ahí partió hacia su tumba, que ya lo aguardaba en el Panteón de Dolores.

No era una sepultura cualquiera. Jaime Torres Bodet entraba por todo lo alto en la eternidad.

A LA ROTONDA

Pocos años antes de morir, Porfirio Muñoz Ledo, que era secretario de Trabajo y Previsión Social, contó que fue él quien avisó al presidente Echeverría del suicidio de Jaime Torres Bodet. “Debe ir de inmediato a la Rotonda”, planteó rotundo. Echeverría tuvo un punto de duda: ¿un suicida, a la Rotonda? Muñoz Ledo insistió. “Está bien”, concedió Echeverría. “Pero usted pronunciará la oración fúnebre”

No hubo uno, ni dos oradores: el sepelio de Jaime Torres Bodet, en la Rotonda de los Hombres Ilustres, se convirtió en un funeral de Estado, con guardia de cadetes del Heroico Colegio Militar, la asistencia del presidente de México y un par de cientos de funcionarios públicos y personajes de la cultura. Como el gobierno federal invitó a los ciudadanos de a pie a despedirse de aquel hombre, había algunas mujeres humildes entre la multitud.

A pesar de los discursos y homenajes, fue un funeral rápido. El día del Maestro, dos días después de que Jaime Torres Bodet decidió irse de este mundo, Luis Echeverría homenajeaba a los docentes y les anunciaba el consabido aumento salarial. Los escándalos internacionales eran el caso Watergate y las discusiones en Italia acerca del divorcio y el aborto. El mundo seguía su marcha y Jaime era ya eterno.

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EPÍLOGO

En los años recientes, se publicó una entrevista concedida por Rafael Solana al final de su vida. Solana fue el secretario particular de Torres Bodet en su segunda estadía en el despacho de José Vasconcelos, y aseguró que Torres Bodet no estaba padecía una enfermedad terminal. Simplemente, había terminado su labor. Lo último que hizo, señaló Solana, fue poner punto final a sus memorias. Luego, ya no había nada más que hacer. ¿A eso se refería el suicida con la frase “he cumplido con mi deber”?

En contraste, durante el funeral de Torres Bodet, algún reportero se acercó a otro poeta, también de Contemporáneos: el tabasqueño Carlos Pellicer, quien refirió una conversación sostenida con don Jaime en el velorio de Salvador Novo: “Carlos, ¿te das cuenta de que ya solamente quedamos nosotros dos?” Era el paso del tiempo, el drama de la vida que se acaba. Pellicer percibió la tristeza del que se sabe viejo cuando hay tantas cosas nuevas. No advirtió ni tedio ni fatalismo. La vida siguió.