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El sacerdote Miguel Agustín Pro, mártir del conflicto religioso

Se equivocaron quienes creyeron que, a partir de 1921 todo sería progresivo desarrollo y crecimiento en México. El enfrentamiento entre la iglesia católica y el Estado, y las ambiciones reeleccionistas de Álvaro Obregón volvieron a sumir al país en la violencia y en la incertidumbre. Para combatir un activismo temerario y suicida, anhelante del martirio, el gobierno callista no vaciló en desatar una persecución brutal.

historias sangrientas

El padre Miguel Agustín Pro era zacatecano. Se formó en un seminario michoacano y luego fue enviado a estudiar a Bélgica.

El ingeniero Luis Segura Vilchis lo repitió una y otra vez: nadie más tenía la culpa; él y sólo él había planeado el atentado. El padre Miguel Agustín Pro era completamente inocente, no podían asesinarlo. Las autoridades capitalinas hicieron oídos sordos a las declaraciones de aquel hombre: los tenían a todos, y a todos los mandarían al paredón, ya que tantas ganas tenían de ganarse el cielo a punta de balazos, disparados por la policía del gobierno de Plutarco Elías Calles.

Era noviembre de 1927, y el país bullía, encendido por lo que se conoció como el conflicto religioso, entre la iglesia católica y el estado mexicano. Si bien es cierto que su derivación más radical se había traducido en la sublevación armada que incendiaba varios estados, gracias a las acciones del ejército que se conoció como cristero, en la ciudad de México funcionaba una importante red de activismo católico, orientado, por una parte, a mantener el culto, a pesar de la represión y el cierre de los templos. Pero también funcionaban como enlaces para llevar, hasta los campos de batalla, pertrechos, medicamentos e información.

Eran varias las organizaciones católicas que operaban esa red, eludiendo todos los días la vigilancia y la persecución instrumentada por la policía de la ciudad de México. Las más sobresalientes eran la Liga Nacional de la Defensa de la Libertad Religiosa, y la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM). A esta última pertenecía Luis Segura Vilchis. Entre sus compañeros de agrupación estaban Juan Antonio Tirado Arias y los hermanos Humberto y Miguel Agustín Pro Juárez, este último, sacerdote católico, de la orden jesuita, y vinculado a la parroquia de la Sagrada Familia en la colonia Roma de la capital. Humberto era el delegado regional de la Liga.

Como muchos otros mexicanos, aquellos hombres habían resuelto tomar partido por la iglesia católica, cuando estalló la crisis con el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles: el enfrentamiento había comenzado hacia 1924, y en 1926 escaló hasta la rebelión armada. Los grupos católicos se oponían a la constitución de 1917 y a las limitaciones que imponía a la iglesia. Las posiciones se radicalizaron a partir de la reglamentación del artículo 130; la iglesia determinó el cierre de los templos, y la Liga iba marcando las formas de resistencia contra el gobierno. En su declaración de principios, la Liga se fijaba como objetivo “defender por todos los medios lícitos los derechos de los ciudadanos, de la familia, de la propiedad, de la educación, pero, sobre todo, de la libertad religiosa”. Pero de aquella idea inicial de “todos los medios lícitos”, el movimiento se había alejado, resistiendo la persecución callista.

La vida nacional se enrareció todavía más cuando el expresidente Álvaro Obregón, quebrado allá en su finca sonorense del Náinari, resolvió que la solución a sus problemas era volver a la capital y hacer valer su fuerza política para modificar la constitución, alterar el principio de la no reelección -el mismo que había detonado la revolución maderista de 1910- de manera que ser admitiera su candidatura no consecutiva a la presidencia.

El regreso de Obregón le dio al presidente Calles nuevos dolores de cabeza. En cuando al conflicto religioso, se rumoraba que al general manco no le interesaba continuar con el problema que Calles había convertido en una cuestión delicadísima, y que, eventualmente, cuando tuviera “amarrada” la reelección, solucionaría el asunto de la mejor manera posible, poniendo fin al derramamiento de sangre. Pero había muchos escépticos en el seno de la Liga y de la ACJM: probablemente, Obregón podría ser mucho peor que Calles, y las cosas no estaban como para concederle al manco el beneficio de la duda.

Algunos integrantes de la Liga consideraron que en las personas de Calles y de Obregón era aplicable el tiranicidio como un recurso válido en defensa de su fe. Esta convicción se reforzó cuando se conoció el asesinato del general Francisco Serrano, en octubre de 1927. Serrano había hecho públicas sus ambiciones políticas: deseaba ser presidente y estaba dispuesto a disputarle el poder a Obregón, su antiguo jefe y amigo. El serranismo había sido aniquilado de manera brutal: Serrano fue acusado de intentar levantarse en armas, y terminó muerto en Huitzilac. A los ojos de los católicos radicalizados, el expresidente que deseaba volver a Palacio Nacional, era también un peligro que debía cortarse por lo sano.

Esa era una de las muchas reflexiones que rebotaban en la cabeza del ingeniero Luis Segura Vilchis, empleado de la Compañía de Luz y Fuerza, cuando empezó a planear el asesinato de Álvaro Obregón.

Una muchedumbre siguió los restos del padre Pro a la tumba que gestionó su familia en el Panteón de Dolores. Años después, fue exhumado, y ahora se rinde culto a sus restos en la parroquia de la Sagrada Familia de la colonia Roma.

EL ATENTADO

El 13 de noviembre de 1927, el general Obregón viajaba en auto por la calzada de los Filósofos, en el bosque de Chapultepec. De repente, al suyo se le emparejó otro vehículo, y desde ahí arrojaron dos bombas, que estallaron en las llantas del transporte del que ya era, nuevamente, candidato a la presidencia de la República. Los cristales de las ventanillas estallaron e hirieron levemente a los ocupantes del automóvil. Los agresores escaparon a toda velocidad, mientras la escolta de Obregón intentaba darles alcance.

Hubo tiroteo. En el cruce de la avenida de los Insurgentes y la avenida Chapultepec, cayó herido uno de los atacantes del general, un hombre llamado Nahúm Lamberto Ruiz. Al creerlo muerto, sus compañeros lo dejaron en el auto y se marcharon.

Pero Ruiz no estaba muerto. Eso sí, muy gravemente herido, aunque en condiciones de ser interrogado. Obregón, con ese peculiar y negro sentido del humor que siempre tuvo, se alisó el traje, se sacudió el polvo, y se fue a la corrida de toros en el Toreo de la Condesa, a pocas calles de su domicilio en la colonia Roma. Ahí se le acercó un joven de apariencia correcta, que le hizo conversación, pasando por uno de sus muchos simpatizantes. Pero el correcto joven no era otro que Luis Segura Vilchis, intentando fabricarse una coartada.

Moribundo, Nahúm Lamberto Ruiz confesó los nombres de los involucrados, y, desvariando, pidió que alguien le avisara a los hermanos Pro que deberían cuidarse mucho. Cuando la escolta informó a Obregón, éste, con aquella formidable memoria que tenía, identificó de inmediato al joven que le había hecho plática en el Toreo. Indagando, las autoridades supieron muy pronto que Segura Vilchis, Ruiz, Juan Antonio Tirado y los hermanos Pro, formaban parte de la ACJM y de la Liga.

Miguel Agustín Pro Juárez se había convertido en un apoyo para los sectores católicos que se inconformaron con la suspensión del culto público. Disfrazado, se movía por toda la ciudad para participar en misas y ceremonias que se efectuaban en casas privadas, y pronto fue identificado como simpatizante de la ACJM y de la Liga.

La cacería comenzó. Sin averiguaciones, los hermanos Pro fueron aprehendidos. Se les señaló como los propietarios del auto empleado en el atentado. Ellos alegaron que Humberto había vendido el vehículo, días antes, al ingeniero Segura Vilchis, que el 19 de noviembre se presentó a declarar voluntariamente, para asumir toda la responsabilidad del complot y librar a los Pro. Pero nadie le hizo caso.

La investigación continuó. Las autoridades dieron con una caza, en el número 44 de la calle de Alzate, donde se efectuaban reuniones de la Liga. El domicilio, de hecho, era propiedad de una sobrina de un obispo. Las indagaciones demostraron que en Alzate 44 se efectuaban misas y se administraban los sacramentos, y que en ese lugar Segura Vilchis fabricó las bombas que lanzó contra el auto de Álvaro Obregón. Siguiendo las pistas de aquellas casas, fue como dieron con el sacerdote Miguel Agustín Pro en el número 22 de la calle de Londres, en la colonia Juárez. Supieron que confesaba a sus fieles en la casa 192 de la calle de Liverpool.

Por más que los integrantes del complot juraron que el sacerdote Miguel Agustín Pro era completamente inocente, nadie los escuchó: todos habrían de morir fusilados, sin que pasaran por un proceso legal, al que como todo ciudadano, tenían derecho.

Al fusilarlo sin juicio, las autoridades de la ciudad de México convirtieron al sacerdote en un mártir de la iglesia católica, que fue beatificado en 1988 por el Papa Juan Pablo II.

CONACULTA.INAH.SINAFO.FN.MEXICO

EL FUSILAMIENTO

El responsable de la ejecución de los activistas católicos fue el general Roberto Cruz, hombre leal a Calles y a Obregón. Había combatido durante años a su lado, y era uno de los líderes notables de las tropas yaquis fieles a los generales sonorenses. Había sabido mantener su lealtad, aún cuando fue subsecretario de Guerra y Marina bajo las órdenes del desdichado y ambicioso general Serrano, asesinado en Huitzilac. En 1927, era el inspector general de policía en la ciudad de México, y a él fue a quien el presidente Plutarco Elías Calles dio la orden directa de fusilar a los complotistas, incluyendo al sacerdote Pro, aunque no tuvieran pruebas fehacientes de su involucramiento. Fue Cruz quien halló, en la casa de la calle de Alzate, los restos de los materiales empleados para fabricar las bombas.

Ahí encontraron un maletín perteneciente al padre Pro, quien se dijo engañado, porque le habían llamado, asegurando que en la casa había un moribundo que necesitaba confesión. Cruz no le creyó.

Segura Vilchis insistía: “Yo los engañé. Yo soy el culpable de todo. No hay más responsable que yo. Yo los conduje a esa casa abandonada, sorprendiendo su buena fe. Que me maten a mí, si quieren en este mismo momento, pero dejen en libertad a los que son y han sido inocentes toda su vida”.

Todos los implicados en el caso, además del jesuita, estuvieron detenidos durante diez días, sin que se aclarara su situación jurídica. Sin juicio, fueron fusilados por Roberto Cruz, en una de las instalaciones de la inspección de policía, donde hoy se levanta el edificio conocido como El Moro, perteneciente a la Lotería Nacional. Solamente se salvó Roberto, el menor de los hermanos Pro. Miguel Agustín murió gritando “¡Viva Cristo Rey!”, las palabras de combate de los cristeros. Ningún católico devoto de aquellos días dudó de que el padre Pro, como todos lo conocían, se había convertido en un mártir de la iglesia.

EL CULTO INMEDIATO

Todo mundo se enteró de que los atacantes de Obregón habían muerto sin juicio; víctimas de un golpe de fuerza rápido y cruel. Por más que el gobierno de Plutarco Elías Calles afirmó que se trataba de uno más de tantos radicales involucrados en una trama de terrorismo y sabotaje, no era ningún secreto que había sido fusilado sin mediar ninguno de los recursos que el estado de derecho mexicano concede a sus ciudadanos.

Los restos de Pro fueron trasladados al Panteón de Dolores seguidos de una multitud. Con el tiempo, e iniciada su causa de canonización, se trasladaron a la parroquia de la Sagrada Familia. A la larga, se concretó su beatificación, y el viejo templo de la colonia Roma se viste de fiesta el 23 de noviembre, aniversario del fusilamiento. El general Cruz murió amargado: se quejó hasta el final de que, por obedecer las órdenes de Calles, fusilando sin juicio al jesuita, en vez de pasar a la historia como uno más de los valientes generales revolucionarios, lo haría como el vulgar asesino de un inocente.