Opinión

435 días de silencio

En México, de acuerdo con los datos oficiales, han sido asesinadas, en los últimos 17 años alrededor de 500 mil personas. Adicionalmente, han sido víctimas de la desaparición forzada alrededor de 120 mil más. Son cifras terroríficas que permiten dimensionar el dolor, la tristeza, la desesperanza y la frustración que campean en el territorio nacional y que exigen de una transformación radical de las políticas y acciones que se están desarrollando para combatir a la violencia y la delincuencia.

Homicidio en Tijuana

Cuartoscuro

Estos datos fueron expuestos por Elena Azaola, en el conversatorio realizado por Difusión Cultural UNAM, en una serie de eventos en los que se está reflexionando en torno a la urgencia de construir una nueva cultura de la paz. Para ponerllEn perspectiva, Azaola añadió: si guardásemos un minuto de silencio por cada una de las personas asesinadas en el periodo mencionado en el país, deberíamos estar callados por 435 días seguidos.

Pensando desde la filosofía del lenguaje, el gran Wittgenstein acuñó la famosa frase: “de lo que no se puede hablar, es mejor callarse”. Esta idea, que algunos de sus lectores especializados les lleva a colocarlo en los umbrales de lo místico, permite igualmente reflexionar en torno a la importancia de, por un lado, levantar la voz en contra de la realidad demencial en que vivimos; pero por el otro, también en la profundidad del silencio obligado ante la inenarrable del espanto y horror que genera está tétrica dimensión de nuestro mundo circundante.

Imaginemos 435 días continuos, es decir, casi año y medio en qué ninguna persona en nuestro país profiriera palabra alguna para honrar a las y los muertos víctimas de la violencia terrible que les llevó a perder la vida. Imaginemos el impacto que esto tendría en un territorio donde no se escuchara nada, ninguna voz, ningún grito, ningún llanto, ninguna sonrisa ..

Un escenario así resulta tan aterrador como el que lo hubiese generado. Pero en este caso, la diferencia sería su origen profundo: protestar frente a la estridencia de las balas, de la agresividad del macho feminicida, de la demencial violencia del asesino de niñas y niños al amparo de la impunidad y el silencio de los muros de las viviendas.

Quién muere pierde todo, pero alertaba el filósofo Nicol: al perder la vida se pierde absolutamente todo: todas las posibilidad de ser y estar; todos los sueños, pero ante todo, todas las palabras que pudieron haberse dicho o escuchado. Quién muere está condenado desde ese instante al silencio que guardan los sepulcros. Ya no hay voz, no hay fiesta, no hay musicalidad ni posibilidad de metáfora o poesía.

En el extremo están quienes mueren siendo torturados, algunos desmembrados en vida; otros luego de la muerte. Pero todos ellos alejados de todo lo que nos motiva y alienta, todo lo que nos hace humanos, personas que desean y quieren hacer valer la complejidad de la existencia, escuchar unas y unos de otros, construir diálogos y puentes de entendimiento. En esa horrenda forma de morir, en el olvido, es donde habitan los hijos y hermanos contemporáneos, por actuales, de Pedro Páramo, pero ahora no en un lugar que, aunque extraño, es relativamente seguro, sino en un espantoso foso en lo más escondido de los habitáculos del Hades.

Las consecuencias y costos para el país son o cuantificables. Sobre todo si se piensa que, producto de los asesinatos de la violencia armada, tenemos en el país al menos a medio millón de huérfanas y huérfanos, muchas y muchos de ellos aún niñas y niños, y una enorme cantidad de ellos torturados, además de, por el dolor y la tristeza de la pérdida , por el dolor de la duda y el Incumplimiento del anhelado derecho a saber la verdad de dónde están sus seres queridos desaparecidos, por qué los mataron y más aún, por qué el Estado no hizo nada para protegerlos.

México no puede seguir por el mismo sendero de tragedia que se ha construido y pavimentado con los cadáveres y la sangre de las víctimas de la violencia. Mucho menos si se considera que está mortandad está siendo ejecutada por quienes, como les habría llamado Hanna Arendt, “los don nadie”: personas sin corazones malvados ni convicciones demoníacas”; hombres en su mayoría que viven la insustancialidad de la vida y lo más frívolo de la banalidad de la existencia, que les lleva a la banalización del mal.

Según el último reporte de “Small Arms Survey”, en el mundo hay ahora mismo alrededor de mil millones de armas pequeñas y ligeras en circulación; y de ellas, se estima que alrededor del 75% se encuentran en manos de civiles. Esa cifra es un escándalo en sí mismo: implica casi un arma de ese tipo por cada ocho seres humanos y habría más de ellas que personas en situación de hambre, las cuales ascienden, según la FAO, a más de 800 millones de personas en todo el orbe.

No se tiene un dato preciso sobre cuántas de esas armas están en el territorio nacional, pero sí se sabe que alrededor del 70% de las que se usaron para cometer alguno de los 500 mil homicidios perpetrados en los últimos 17 años, provienen de los Estados Unidos de América, el principal productor y vendedor de armas de todo tipo en el mundo.

La maldad nos rodea. De hecho, puede sostenerse que nos tiene sitiados y que en el corto plazo no se vislumbra una salida porque el país, está cada vez más en manos de los “don nadie”; personajes de sangre fría que son capaces de decapitar a un alcalde y dejar sus restos encima de su propio coche para demostrarle a sus enemigos y potenciales víctimas, que la lista es larga y que, en el momento menos esperado, allí estarán para ejecutarles y cobrar lo suyo.

Investigador del PUED UNAM

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