Opinión

Instrucciones para volverse fascista

Hace cinco años se publicó un libro Michela Murga, activista católica de izquierda prematuramente fallecida, titulado “Instrucciones para volverse fascista”, en el que, de una manera dialéctica, utilizando la ironía, pero no fallando en ningún punto, escribió una guía del pensamiento autoritario, pensando en su país, Italia, una nación que, luego de la muerte de la autora, llevó al gobierno precisamente a una neofascista.

Nicolás Maduro denunció que está en marcha un intento de golpe de Estado “de carácter fascista”, en vista de los cuestionamientos a su reelección -anunciada el domingo por autoridades electorales-.

Las “instrucciones” son también una lección sobre cómo esa ideología autoritaria puede abrirse camino en una sociedad democrática, a través de exitosas formas de comunicación.

Van algunas citas y breves comentarios de la obra de Murga. El libro está pensado para Italia, no vaya el lector -por favor- a hacer paralelismos con la historia reciente de otros países.

El primer punto para volverse fascistas es hacer a un lado la palabra líder, así como se entiende en el mundo democrático, dice Murga. “Los demócratas saben que una guía superior es indispensable, pero buscan elegirla y controlarla con tantos amarres y cadenas que al final la persona que debería guiarlos resulta ser la más impotente… El líder inspira e indica la dirección a seguir, pero en una democracia es posible no seguir esa dirección… a veces hay consenso, a veces no. Esto crea inestabilidad y la inestabilidad de los gobiernos es el primer defecto de la democracia.

“En cambio, un jefe no negocia. Ordena… no toma en consideración los disensos… Al jefe no se le discute, ¿por qué perder tiempo en discusiones con quien piensa diferente en un país en el que todos se sienten el entrenador de la selección nacional?

“Otra ventaja de tener un jefe es la rapidez de la acción… mientras más representativas son las democracias, más lentamente se tomarán decisiones, y esto será percibido por el pueblo como un insoportable inmovilismo”. Pero, si el pueblo no se da cuenta, “hay que utilizar toda ocasión para denigrar el parlamentarismo, en especial en su forma proporcional.”

Según la autora, hay que reducir, o mejor, minimizar, toda autonomía regional. Las decisiones deben ser centralizadas. Asimismo, hay que acabar con los órganos autónomos de participación social, denunciarlos como “instituciones burocráticas donde nunca se decide nada”.

En el aspecto económico señala que es evidente que un solo hombre al comando cuesta mucho menos que un liderazgo en continua confrontación y negociación con otros. “Si este fuera un tiempo maduro para llamar a las cosas por su nombre, habría que reconocer que el sistema menos costoso es la dictadura… mientras tanto, subrayar los elevados costos de la administración democrática será útil para eliminarla”. Insistir en los altos sueldos de parlamentarios y magistrados, en el costo de los partidos y de las elecciones. “De tanto repetirlo, hasta los demócratas tendrán la idea de que la democracia es demasiado cara”.

“Un pueblo con líder será litigioso, pretenderá ser escuchado, regateará el consenso, será irrespetuoso con la autoridad, se manifestará y no será agradecido ni obediente. En cambio, un pueblo con jefe tiene confianza, se deja llevar por la visión de quien toma las decisiones, no mete el palito en la rueda y, si se manifiesta, es para apoyar a quien tiene la pesada y generosa tarea de mandar.

“Una vez que el pueblo ha sido educado a reconocerse en un jefe, el segundo paso es mantener el consenso a través de una comunicación eficaz y lo más banal posible. Banal, han entendido bien”.

La democracia malacostumbró a la gente a dar su opinión, dice Murga. En el viejo fascismo eso se resolvía mandándola al confín o a la cárcel, pero ahora con el internet eso es más difícil. La solución más fascista a este problema es hacerlos hablar, pero a todos, de todo, y al mismo tiempo, sin que haya la más mínima jerarquía: esto hace que la voz de cada persona sea indistinguible y, a final de cuentas, inexistente.

Para ello hay que usar la idea democrática de que todos valen igual. “Hay que demoler a las figuras públicas que tienen una autoridad moral o científica, es decir, a los que creen saber más que los demás. ¿Los médicos? Siervos de las grandes farmacéuticas. ¿Los estudiosos del clima? Irresponsables alarmistas. ¿Matemáticos y economistas? Manipuladores de números, a sueldo de la casta del poder. ¿Escritores? Radical chic. Es más, ser ‘intelectual’ debe volverse inconveniente. ¿Saben y entienden más que los otros? Si son demócratas deberían de avergonzarse nada más por pensarlo”.

En esa estrategia de comunicación, es necesario que haya un púlpito en el que el jefe puede comunicarse directamente con los ciudadanos, sin que haya mediadores. “Nada de periodistas a sueldo del enemigo. Nada de preguntas tendenciosas. Nada de entrevistas con periódicos, que al fin y al cabo ya nadie los lee”. Así el jefe escoge qué responde y qué no. “Los periodistas pueden hacer preguntas, pero las respuestas del jefe serán compartidas miles de veces”.

En ese sentido, es mejor no dar detalles que a la gente no interesan: es suficiente decir generalidades para que mantengan su confianza. Y no importa si lo que se dice es falso o verdadero. “La verdad no existe, es un dato político”. Y concluye que, en las redes sociales, usar consignas sirve para que los ciudadanos crean ser el origen del mensaje, cuando en realidad son sus destinatarios.

No se trata de simplificar la información, sino de banalizarla. No es quitar lo superfluo, sino multiplicarlo, de forma que se genere el ruido de fondo que hace iguales a todas las voces y neutraliza el disenso.

La mejor banalización es darle un enemigo al pueblo. El enemigo debe suplir al adversario que, en democracia, “es una roña aun cuando pierde, porque hace la oposición”. Por eso, un buen fascista se presenta a las elecciones como “adversario”, pero ese es el Caballo de Troya, porque al llegar al gobierno, considerará a los demás como enemigos, a quienes se debilitará con burlas, con denigración y atribuyéndoles todo tipo de culpas.

El enemigo tiene que ser fuerte y, por lo tanto, peligroso. Entonces el pueblo debe ser frágil en cierto modo ante amenazas de todo tipo (los mercados, las potencias, los bancos extranjeros y un largo etcétera). “Mientras más se sienta víctima un pueblo, más se unirá para defenderse y buscará un jefe que lo guíe y lo proteja”.

El librito da para más, pero por ahora basta.

fbaez@cronica.com.mx

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Twitter: @franciscobaezr