Opinión
Fran Ruiz

El papa emérito ha muerto ¿Viva el papa emérito?

La muerte de Benedicto XVI cierra una anomalía histórica —la presencia de dos papas bajo el mismo techo vaticano—, pero deja al mismo tiempo abierta la puerta para que esta anomalía —la renuncia al ministerio petrino— deje de serlo y se convierta en algo cotidiano dentro de la Iglesia. De hecho, Francisco avisó el año pasado que ya tiene firmada la carta de renuncia, en el hipotético caso de que tampoco se sienta con fuerzas.

Es razonable que no lo hiciera estando vivo Ratzinger —habría sido escandaloso y dañino para la imagen del Vaticano tener bajo el mismo techo a tres papas al mismo tiempo, aunque dos fueran eméritos—, pero una década de convivencia de dos papas ha permitido que la Curia y los 1,300 millones de católicos hayan tenido tiempo suficiente para digerir que los pontífices también son humanos, se vuelven seniles y tienen derecho a tirar la toalla.

Si descontamos el caso del papa Agatón, quien cuenta la leyenda que vivió hasta los 102 años (muy poco creíble, teniendo en cuenta que vivió en el siglo VII), el pontífice más longevo de la historia fue, precisamente, Ratzinger, que murió con 95 años (aunque renunció con 85), mientras que el promedio de edad de fallecimiento entre los 266 papas que han existo es de 74 años. Francisco tiene en la actualidad 86 —dos más que cuando murió Juan Pablo II—, edad en que la salud física y la lucidez mental pueden hacer estragos muy rápidamente.

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Si bien es cierto que Francisco no se encuentra “rodeado de lobos”, como llegó a decir Benedicto XVI en los últimos años de su papado, dominados por las filtraciones sobre curas pederastas e incluso amenazas de muertes contra el pontífice alemán, sí es cierto que sobre la cabeza del actual papa sobrevuelan los cuervos del bando ultraderechista, a la espera de picotear cuando puedan al “papa rojo”.

El más notorio es el cardenal estadounidense Raymond Burke, abierto partidario de Donald Trump y de su exasesor Steve Bannon, señalados por conspirar contra Francisco para forzar su renuncia y poner en su lugar a un papa que regrese al tradicionalismo más ortodoxo.

Burke fue uno de los cuatro purpurados que en 2016 desataron la guerra contra Bergoglio, firmando una “dubia” (duda o aclaración) que cuestionaba al papa por su posición flexible a dar la comunión a las personas de fe católica, divorciadas y vueltas a casar. Otro de los firmantes de aquel documento es el alemán Gerhard Müller, exprefecto de Doctrina de la Fe; el italiano Carlo María Vigano, exnuncio en Estados Unidos; y el guineano Robert Sarah, considerado entre los papables del ala conservadora en un futuro cónclave.

“Francisco me humilló”: secretario de Benedicto XVI

Pero, quien se la tiene guardada a Francisco es Georg Gänswein, el secretario personal de Ratzinger y quien ha esperado a su muerte para vengarse en un libro de inminente publicación por las humillaciones recibidas del argentino.

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En ese libro, que adelantó en una entrevista a un diario alemán, Gänswein admite que quedó “en shock” cuando en 2020, Francisco le encargó que dejara a un lado sus ocupaciones en la Casa Pontificia para cuidar de Benedicto XVI; orden papal que interpretó como un recorte de poder y lo convirtió, según dijo, en un “prefecto reducido a la mitad”. También recordó que Bergoglio le provocó “un dolor en el corazón” a Ratzinger con su decisión de restringir la misa tradicional en latín, que el papa alemán había reestablecido años antes.

Por otra parte, el bando más progresista de la Iglesia no oculta su decepción porque sus buenos deseos de ser comprensivos con los católicos homosexuales de dar más papel protagónico a las mujeres no se han traducido en nada, mientras crecen las críticas por la lentitud de la Santa Sede a la hora de impartir castigos a los acusados de pederastas o a facilitar que sean juzgados en tribunales civiles.

Pero las señales de que Francisco podría tener en mente la renuncia procedieron de otros lados.

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La visita que hizo el pasado verano a la tumba de Celestino V, el primero de los únicos tres pontífices que renunciaron voluntariamente (los otros dos fueron Gregorio XII y Benedicto XVI), y sus prisas por renovar el cuerpo cardenalicio para asegurar que su sucesor sea de su línea de pensamiento, dispararon los rumores de que Francisco, quien lleva más de un año postrado en una silla de ruedas, sólo estaba esperando la muerte del nonagenario Benedicto XVI, para poner fecha a su propia renuncia. Francisco tiene 86 años, un año más que la edad que tenía el alemán Ratzinger cuando renunció al papado y dos años más que cuando murió Juan Pablo II.

Por último (aunque esta podría ser una impresión muy subjetiva), el rostro del papa Bergoglio refleja cansancio, tristeza, muy lejos de ese brillo vital de quien fuera arzobispo de Buenos Aires, que llevó a una mayoría de cardenales a considerar que, en vez de volver a repetir con un papa eurocentrista, maps atentos a las intrigas palaciegas vaticanas que a lo que pasa en el mundo, quién mejor para revitalizar la Iglesia que un latinoamericano llegado del “fin del mundo” que predicó en los barrios marginales calzando simples sandalias y no zapatos rojos de Prada.

Sin embargo, también es cierto que detrás de ese rostro cansado de Francisco se esconde una personalidad tenaz (por no decir terca), sin miedo a la adversidad, como ya demostró durante los años de la represión en Argentina. No sería extraño que, cuanto más crezcan los rumores sobre su renuncia o más se sienta presionado por el sector ultraconservador de la Curia, más se empeñe en seguir sentado en el trono de San Pedro hasta el último día, aunque llegue a un punto en que no pueda ni levantarse de la silla de ruedas.