Hace cien años moría uno de los compositores más influyentes de todos los tiempos, Giacomo Puccini, autor de óperas eternas como ‘Madama Butterfly’ o ‘Tosca’, e Italia celebra por todo lo alto su legado, recordándolo como un verdadero pionero de la naciente industria discográfica y la cultura de masas global.
La Scala de Milán, donde estrenó muchas de sus partituras, reunirá mañana a cantantes como Jonas Kaufmann y Anna Netrebko para un concierto conmemorativo, pero las celebraciones llegarán a todo tipo de instituciones, como el Parlamento y la televisión pública.
“Puccini es uno de los grandes pilares de la lírica internacional y su grandeza trasciende los confines nacionales”, explica el superintendente de la Ópera de Roma, Francesco Giambrone.
El músico nació el 22 de diciembre de 1858 en la localidad toscana de Lucca, en el seno de una familia dedicada durante generaciones a la música sacra y al órgano. Huérfano de padre a los 6 años, fue criado por su tío, Fortunato Magi, quien le enseñó los secretos de las teclas y los fuelles, a pesar de que no atisbaba gran talento en el muchacho.
Sin embargo, el amor por la música arraigó en el joven Puccini y le llevó a estudiar en el conservatorio de Milán. En aquella ciudad se adentraría en la vida bohemia de sus teatros y cafés y conocería a una figura clave de sus albores, el libretista Ferdinando Fontana. Con él compondría su primera ópera, ‘Le Villi’, estrenada en 1884.
El destino quiso que aquella historia de espíritus femeninos vengativos llamara la atención del editor Giulio Ricordi, quien se convertiría en una especie de ‘manager’ y le encargaría piezas destinadas a devenir en auténticas obras maestras de la lírica.
Puccini, apasionado de Wagner, destacaba en su tiempo dejando atrás con su estilo los excesos del romanticismo, impregnándose del verismo, de cierta naturalidad, para crear melodías inconfundibles.
“Fue un innovador y no se enrocó en posiciones pretéritas, algo no fácil en su ámbito”, sostiene Giambrone.
Mientras, el mundo vivía una revolución técnica en pleno cambio de siglo. Thomas Edison acababa de alumbrar el fonógrafo, luego Emile Berliner idearía el gramófono y los vinilos; en 1895 los hermanos Lumiere inventaban el cine y Marconi sorprendía con su telégrafo.
Puccini, vividor como pocos, abrazó intensamente los progresos de su época: adoraba todo aquello que corriera, desde coches o lanchas, y todavía puede escucharse su propia voz en una grabación de 1907 en la que proclamaba “America forever”.
Su primera partitura con la marca Ricordi fue ‘Edgar’ (1889), pero su bautizo en la anhelada fuente del éxito llegó con ‘Manon Lescaut’ (1893), la ‘femme fatale’ con la que Prévost había seducido a generaciones enteras por su aire libertino.
En el tránsito entre siglos, pergeñó sus óperas más apreciadas: ‘La Boheme’ (1896), ‘Tosca’ (1900) -el año que viene se celebrará su 125 aniversario en Roma- y ‘Madama Butterfly’ (1904), aunque el estreno de esta obra, fríamente acogida en un inicio, se retrasó por un accidente de tráfico.
El compositor se había convertido en el primer fenómeno global de la música italiana, pero en lo personal las cosas se torcían: sus infidelidades amargaban la relación con su mujer, Elvira Bonturi, y en 1909 estallaría una crisis que lo turbaría siempre: el suicidio de su joven asistente, Doria Manfredi, en guerra perenne con su esposa.
Sin embargo ‘Madama Butterfly’ le abriría las puertas de Estados Unidos y, durante aquel viaje a la tierra prometida, logró recuperarse de su pozo creativo con una idea inspirada en el Oeste: ‘La fanciulla del West’ (1910), obra que consolida su fama mundial.
El último gran proyecto de Puccini fue ‘Turandot’, la tragedia de una despiadada princesa china que se entrega a un joven desconocido. Pero nunca lo concluiría.
El maestro, fumador irremediable, sufría un dolor intenso en la garganta. Un tumor. Buscó una solución sin éxito. La desesperación le llevó a encomendarse a una terapia en Bruselas. Ingresó con la intención de acabarlo durante su convalecencia. Pero la muerte le sobrevino en la mañana del 29 de noviembre de 1924. Tenía 65 años.
Puccini había fallecido, pero su fama era ya planetaria, gracias a los discos que llevaron sus arias y sinfonías por doquier.
Puede que el epitafio más certero se encuentre en una carta que el mismísimo Edison envió al maestro en 1920: “Los hombres mueren, los gobiernos cambian, pero las canciones de ‘La Boheme’ vivirán para siempre”. Y su profecía se ha cumplido.