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A diferencia del archivo institucional, un archivo personal contiene la “marca material” de su dueño, “recordándonos la presencia transversal del cuerpo en el lenguaje”. Así lo comprobó la escritora Cristina Rivera Garza, integrante de El Colegio Nacional, cuando decidió penetrar en el archivo personal de su hermana Liliana, víctima de feminicidio.
Como parte del ciclo Táctil, la colegiada dictó la conferencia “Los archivos de la respiración” en el Aula Mayor de la institución, donde habló de la experiencia del archivo: “Esencialmente, lo que quisiera comentarles y de lo que quisiera convencerlos, es que uno va al archivo no sólo por los datos o por información. Uno de los regalos que el archivo nos da cuando investigamos es la problematización, o una manera de hacer más profunda, más crítica también, nuestra relación con la forma, por eso estos se llaman los archivos de la respiración”, explicó.
Rivera Garza recordó que fue a inicios de enero del 2019, cuando “decidí viajar a casa de mis padres para buscar una libreta de direcciones, o algún indicio que me permitiera localizar a los viejos amigos de Liliana Rivera Garza, mi hermana menor, víctima de feminicidio el 16 de julio de 1990 en la Ciudad de México, cuando estaba por cumplir 21 años y era estudiante de arquitectura en la Universidad Autónoma Metropolitana”.
Meses antes, la escritora había empezado a considerar seriamente la idea de volver a abrir un caso judicial que, con el paso de los años, se había desvanecido sin lograr la captura de Ángel González Ramos, “el exnovio de mi hermana, sobre quien todavía pesa hoy en día una orden de aprehensión por el delito de homicidio. Nada podría empezar otra vez sin nombres exactos, direcciones específicas y un nuevo recuento de los hechos”.
En esa búsqueda fue que la colegiada regresó a los papeles que la familia guardaba de su hermana: “Sabía a la perfección dónde se encontraban las cajas donde habíamos guardado las pertenencias de mi hermana, pero recordaba poco de lo que había ahí, mudo e intacto por al menos 30 años. No sé qué pasaba por mi cabeza cuando coloqué la silla para alcanzar la repisa alta del clóset, ni cuando fui bajando, una a una, las cajas de cartón y los huacales pintados de color lila que todavía portaban el nombre de Liliana”.
Cartas, notas, recados, cuadernos, planos aguardaban, así como “algunos papeles que habían sido doblados con mucho cuidado, formando delicadas figuras de origami que, al liberarse de las construcciones del espacio, se desplegaron en la atmósfera con una energía nueva, del todo inusitada, dando la impresión de que volaban. Tal vez solo saltaron porque sí, tal vez se dirigían a todos lados y a ninguno en particular, pero todavía me recuerdo estupefacta ante la animación que, no pude evitar pensarlo así, mi hermana había preparado específicamente para mí con tanta antelación. Una broma festiva de Liliana; una celebración. Su regreso”.
Ese día, Rivera Garza leyó por horas todo lo que pudo y sintió la presencia de su hermana: “Observé, de inmediato, mis manos. Esto que toco ahora, me dije, fue tocado por Liliana 30 años atrás, no hay nada entre ella y yo ahora mismo, sus huellas y las mías, juntas, recibiéndose una a la otra. La sensación de su presencia fue incontestable y abrumadora. Liliana estaba ahí, conmigo, sin duda alguna”.
“El tacto fue, desde el inicio, el espacio donde nos instalamos Liliana y yo para convertirnos otra vez en lo que siempre fuimos: hermanas. Tocándonos a distancia pudimos reconocernos otra vez. El tacto, que nos recuerda de manera indefectible al cuerpo, lo produce como efecto a su vez. El tacto es nuestra casa”.
La escritora bautizó como “archivo de los afectos” los documentos personales que Liliana produjo y preservó. Descubrió que “llevan en sí la marca material de su propio tacto” y que, además, complementaron y compitieron “contra las narrativas oficiales de la violencia de género y el feminicidio, posibilitando nuestra comprensión de su historia, como una historia de vida y no solamente, como suele ser el caso cuando la violencia se hace presente, como relato de muerte”.
“Estos papeles restauraron y reinstauraron la complejidad de su experiencia en la tierra, aproximándola a nuestros sentidos y poniéndola a nuestro alcance. Compuesto por materiales tocados por ambas, el archivo de Liliana preparó el escenario para un encuentro material con ella”.
Leyendo por completo los documentos, transcribiéndolos uno por uno, organizándolos de diversas maneras, después de un tiempo “me convencí de que ya podía formarme una idea más o menos sensata, que nunca acabada, de las relaciones de Liliana con el lenguaje de fines de siglo XX en México, de las relaciones de Liliana con la violencia”.
Creciente asfixia
Cristina Rivera Garza recordó que el Violentómetro en México, que mide el grado creciente de peligrosidad de la violencia contra las mujeres, ubica el estrangulamiento en un lugar primordial. “En las definiciones legales, el estrangulamiento ocurre cuando, de manera intencional, una persona impide la respiración o la circulación de la sangre, usualmente aplicando presión en la garganta o el cuello, o tapando la nariz y la boca”.
El acta de defunción de su hermana registra que “la causa oficial de su deceso fue asfixia por sofocación. Según los peritos, Ángel González Ramos colocó una almohada sobre la cara de mi hermana hasta que dejó de respirar; como en tantos otros casos de violencia de género, la falta de aire se confabuló aquí con el patriarcado para terminar con la vida de una mujer de manera violenta”.
En su archivo, señaló, Liliana dejó registro de la creciente asfixia que vivía con su perpetrador. La “que le provocaban los celos y el afán de control de su exnovio, sus visitas intempestivas y nunca anunciadas, sus amenazas de suicidio, esa falta de aire, real y metafórica, no solo era un tema en sus escritos, sino también una forma de sus escritos, como lo era, también, su defensa de la autonomía personal y su convicción de que el amor no tenía que convertirse en una condena”.
La escritora se refirió a los signos de puntuación como guía para respirar a la hora de leer y como una manera de imprimir lentitud o velocidad a un texto. Así, dijo, “los papeles del archivo de los afectos de Liliana no solo ponen de manifiesto información sobre su vida, sino también, acaso, sobre todo, nos acercan al sistema respiratorio único que ella construyó con las herramientas propias del oficio de escritor: pausas, comas, espacios en blanco, dos puntos, punto y coma, puntos suspensivos”.
“Si el patriarcado había enmarcado la historia de Liliana dentro de la narrativa del crimen pasional, que implícitamente culpa a la víctima y exonera al perpetrador, ¿podrían estos papeles sacarla de ahí y dejarla respirar otra vez? Si el feminicida había logrado quitarle el aire, ¿podrían estos papeles llenar de aire sus pulmones y los nuestros?”, cuestionó.
En los papeles de su hermana, Cristina Rivera Garza confirmó que se trataba de una escritora en ciernes: “Al escribir esas misivas, Liliana se expresaba, ciertamente, pero, sobre todo, interactuaba crítica y lúdicamente con el lenguaje y con la forma, especialmente con la tradición de la escritura epistolar. A menudo en su correspondencia, subvertía el cuerpo de la carta, empezando, por ejemplo, con la despedida, o colocando la posdata en medio de su narración. No era raro que su escritura sustituyera los puntos y aparte por los puntos suspensivos, otorgándole al párrafo una vida más larga”.
“Liliana también utilizaba con habilidad el espacio en blanco para ralentizar la narración y darnos un respiro a sus lectores, o para enfatizar algún concepto o escena, exigiendo más atención de ese modo. En alguna de sus cartas más festivas, que dirigió a Ana, su mejor amiga, Liliana escribió ‘de atrás para adelante’, iniciando la carta con la última frase y siguiendo así hasta llegar a la primera”, contó.
Una de sus notas más impactantes, surgió cuando “decidió omitir toda separación entre palabras, así como todos los signos de puntuación, produciendo así un efecto de continuidad y de aglomeración que genera, en quien decida leerla en voz alta, un efecto inmediato de asfixia. Los signos de puntuación y la finitud de las oraciones nos permiten detenernos y tomar aire, añadiendo ritmo a la lectura, no así en el escrito con el que Liliana inició 1989 que tantos cambios trajo al mundo y a su vida”.
Cristina Rivera Garza dijo que la narrativa mexicana moderna comienza con “la falta de aire” que Juan Preciado, protagonista de la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo, describe. “No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que caía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera”.
“Juan Preciado, quien trató de reciclar su propio aire hasta el final, muere en estas páginas, en efecto, aunque no para siempre, puesto que sus lectores lo revivimos una y otra vez en cada lectura. Acaso esa lectura insistente, esa respiración que emprendemos al unísono autores y lectores a través del sistema respiratorio de la escritura, forme parte de un desahogo que no solo es cultural sino también político”, señaló.
Pero “en casos de muertes violentas, no se puede volver a respirar sin justicia” y aún más “la justicia no solo es legal o punitiva, sino que también se cifra en la verdad y en el quehacer de la memoria colectiva. Desahogarse también significa recobrarse del calor y de la fatiga, recuperarse, restituirse, instaurarse e instalarse en un aquí que compartimos con otros, vivos y muertos”.
“En las últimas páginas de El invencible verano de Liliana la describo retozando en un prado a las orillas del Pacífico mientras el sol se oculta tras el horizonte. El golpeteo rítmico de las olas se confunde con los acordes de la música, que se desvanece en el aire, un gato lame los platos llenos de sobras y ella, junto con nosotros, puede respirar por fin, respirar en paz”, concluyó la escritora.