
El próximo sábado 29 de marzo se cumplen 19 años del fallecimiento de Salvador Elizondo, miembro de El Colegio Nacional y autor de Farabeuf o la crónica de un instante (1965), una de las novelas más importantes de la literatura mexicana. Para conmemorar esta efeméride, compartimos con los lectores de Crónica un fragmento de su discurso de ingreso a esta institución.
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Hace muchos años leí un cuento de Henry James que me dio la pauta inicial de un interés que desde entonces he seguido cultivando hasta haberlo convertido en un prejuicio. El cuento trataba de una muchacha de Boston que sueña con ir a París. Para realizar su sueño se emplea como dama de compañía de una anciana rica. Largos años trabaja hasta que reúne la suma necesaria y emprende el viaje.
Un hermano “artista” que vive en París desde mucho tiempo antes va a recibirla al Havre. Antes de seguir a París van a merendar a una pastelería. El hermano le hace un relato patético de su experiencia que culmina, claro está, con una apremiante petición de dinero para saldar una deuda “de honor”. La muchacha se ve obligada, al día siguiente, a embarcarse rumbo a Boston en el mismo vapor que la ha traído al Havre.
Descontando el hermoso gesto de amor fraterno con que el cuento nos alecciona amargamente lo que a mí más me llamó la atención fue el hecho de que en él se cumplía, de una manera originalísima, el tema más antiguo, junto con el de la guerra, de toda la literatura occidental y uno que tiene un lugar destacado en la literatura moderna, principalmente de lengua inglesa: el del viaje; el de los términos ambiguos e imprecisos que lo delimitan, origen y destino, partida y retorno, persecución y huida.
No es difícil discernir el carácter simbólico que estos términos cobran según los escritores los combinen o los ordenen. De la llamada literatura clásica norteamericana basta citar dos ejemplos: Moby Dick de Melville, en que el protagonista empeña la salvación de su alma en la persecución de la ballena blanca, y el cuento Wakefield de Hawthorne que trata de un hombre que con pretexto de un breve viaje de negocios sale de su casa, se muda a la vuelta de la esquina y vive en la soledad del anonimato durante treinta años, al cabo de los cuales decide volver a su casa con su mujer como si hubiera salido unos minutos antes. En el primero el sentido de viaje se amplifica al máximo, comprende todas las derivaciones de la aventura, desde los preparativos del Pequod hasta la apoteosis del Capitán Ahab. En el segundo los remotísimos términos, distantes treinta años uno del otro, son reducidos a su contigüidad más inquietante: el hombre se va; pasan treinta años; el hombre vuelve. En muy pocas palabras, la Odisea.
Evoco la leyenda homérica porque en sus hechos se concretiza y de ellos irradia el haz de figuras que ilustran el viaje: viaje de ida, viaje de vuelta, viaje de ida y vuelta, viaje sin retorno. Otros mitos arraigados en la conciencia más remota de la especie nos presentan o representan las imágenes que componen la figura del viaje bajo mil formas diferentes y con trayectos que agotan todos los derroteros del espacio. Del fondo tenebroso de los mitos Orfeo emerge a la luz, después de su viaje, transfigurado por la armonía o temple que su lira ha cobrado al contacto de la muerte. El viaje de Orfeo a los infiernos es como una alegoría o un emblema por el que se reconoce la identidad de la figura del viajero y en la que yo veo la consumación de todas las posibilidades de la lengua en que tanto brillo ha cobrado. Nuestro siglo ha visto en la obra de un solo hombre cerrarse el anillo, cumplirse la era y reavivarse la llama de la figura legendaria del que vuelve. Pero mal haría yo en detenerme en esta figura sin hacerlo antes en su correlativo: el que se va, el que a cada momento está más lejos de su origen, el que sometido a una fatalidad inflexible traspone siempre los límites de su posibilidad de retorno.
No es la menor de las paradojas que se producen de la conjunción de estos arquetipos la que se resume, para la literatura inglesa moderna y para la literatura moderna en general, en los nombres de dos escritores que no son ingleses: Conrad y Joyce, a quienes aúna e identifica por encima de todas las diferencias no solamente el empleo de una misma lengua sino, sobre todo, su condición de artistas y el empleo artístico que dieron a esa lengua. Es bien sabido que hasta ya entrado en la edad adulta el polaco Conrad dudó seriamente si adoptar el francés como lengua de expresión literaria y radicarse en París o adoptar el inglés e irse a Londres. Inglaterra le debe la gloria de su decisión final, y no porque con ella Conrad se haya convertido en inglés. Persiste en toda su obra el carácter apasionado, vehemente y sensitivo de los eslavos, sólo que ahora se expresa en una lengua que hasta su momento no conocía un registro tan amplio o una capacidad de expresión tan emotiva y tan perfecta. Yo creo que así lo entendió Conrad. Pudo evaluar, en la medida de la experiencia que había adquirido como marino, lo que una concepción del mundo, una lengua y una tradición literaria ajenas, artificiales le ofrecían como artista. La condición y el ámbito de su obra por excelencia son el imperio insular, la aldea ribereña, la verandah y una lejanía en la que todo lo que pasa es en serio y no existe el lugar común para nada.
Me detengo muy brevemente a señalar algunos aspectos de la obra de Conrad que pienso desarrollar más ampliamente aquí mismo. En primer lugar la condición por la que el lenguaje de este autor produce en el lector la sensación de estar ante algo que no es producto o resultado de una operación meramente técnica de la escritura ya que según muchos críticos ésta es imperfecta, sino ante la manifestación escueta y deslumbrante del arte, en el sentido mágico de esta palabra. Esa es la sensación general. Las más particulares se resuelven en las características de estilo que las anima y que están casi todas contenidas en su obra maestra: Lord Jim. Creo que la más interesante de todas es la que consiste en que el protagonista está en todo momento ausente de su historia; es, en sentido estricto, un ser narrado; su existencia es improbable fuera del relato que lo contiene. ¿Existió? Quién sabe. Perdura en el recuerdo de esos que hablan en la verandah y en el texto de Conrad solamente de oídas porque de ellos nadie lo ha visto o alguien solamente un instante, de lejos, tal vez. Jim es invisible y real.
Otro aspecto interesante de la obra de Conrad es su prodigiosa habilidad para minimizar lo trascendente y amplificar lo insignificante y elevarlo a potencias sorprendentes. Tal es el caso de ese alemán que colecciona mariposas y sólo descubre la que ha buscado toda su vida cuando está a punto de morir en una emboscada. Antes de luchar por su vida arroja su sombrero sobre la mariposa, después mata a sus atacantes y luego recoge la mariposa. La muerte es mucho menos que la mariposa. En el cuento Una avanzada del progreso, un terrón de azúcar es elevado a la condición de némesis trágica. El universo entero está suspendido de la mala costumbre que tienen los europeos de endulzar el té.
En términos más generales pienso que la obra de Conrad ilustra abundantemente el término inicial del movimiento. Sus personajes están siempre cada vez más lejos del punto de partida; parecen dirigirse al encuentro del cañón de un revólver que ineluctablemente los espera en algún punto del camino. Tal es ciertamente el caso de Jim, cuyo destino trágico es la expiación violentísima de una falta insignificante. Es curioso, además, que Conrad nos haya dejado un cuento magistralmente escrito, sin duda una de sus obras mejores, que se llama precisamente El retorno y en el que nos describe el movimiento contrario al que siguen casi todos sus personajes. De regreso a su casa después del trabajo un hombre encuentra una carta en que su mujer le dice que lo deja por el profesor de literatura.
