
Hay libros que compro sin importar su contenido, con confianza ciega, sé que me van a gustar. Me pasa con lo que produce mi colega y amigo Carlos Martínez Assad. Unas semanas atrás me llamó para invitarme a presentar su novela El cielo prometido y el infierno tan temido (Ediciones BonArt, 2024, Ciudad de México). La ocasión era especial: en la Feria del Libro del Palacio de Minería (UNAM), y el otro presentador sería Javier Sicilia, reconocido poeta a quien no había tenido el gusto de conocer personalmente. Acepté sin dudar, ni siquiera hubo necesidad de que me regale el volumen, ya lo tenía en mi mesa de noche a medio leer.
Sucede que Carlos, en su amplia y generosa producción, logra una combinación poco usual; por un lado, su escritura fina es fluida, clara y detallista, transporta donde nos quiere involucrar, y por otro lado, su amplia cultura nos lleva tanto por los laberintos del imperio otomano, como por las regiones, las ciudades, el cine o la migración mexicana. Podemos detenernos en episodios religiosos, en movimientos agrarios, transformaciones culturales en muchos lugares del planeta. La obra de Martínez Assad es como un rompecabezas, cada libro, en su unidad, forma parte de una mirada más global articulada a través de delicados vasos comunicantes.
En este reciente trabajo, confluyen tres vetas del autor: la maestría del escritor que se detiene en peculiaridades, describe imágenes, lugares, olores, comidas, eventos; el historiador regional que conoce profundamente las lógicas de la provincia mexicana, que la combina con detallado saber de una época -mediados del siglo pasado-; el sociólogo, observador de las dinámicas culturales y especialista en la religión.
Hasta ese momento había devorado todo lo que llegó a mis manos de Martínez Assad, por tanto esta lectura la hice como un contrapunto con una anterior: La casa de las once puertas (2015); si en aquella el centro era la casa de su infancia, con los vínculos que se construían a través de los viajes e historias, particularmente de la migración libanesa, en El cielo prometido y el infierno tan temido es el universo del niño, desde su propia mirada, básicamente concentrada en la cuestión religiosa.
La obra está dividida en 25 relatos cortos que bien pueden ser recorridos linealmente o ir picoteando, lo que permite que el propio lector construya la atmósfera donde suceden los hechos. Todo filtrado por la mirada del niño que es el protagonista principal.
Desde la novela, Carlos dibuja lo que la sociología de la religión ha definido como la “civilización parroquial”, pero en su versión mexicana, rural, de mediados del siglo pasado, en distintos lugares del Bajío. Dicho de manera rápida, la civilización parroquial es -de acuerdo a varios autores- una sociedad territorialmente anclada, donde rige la centralidad de la iglesia, un esfuerzo eficaz por control normativo, en un ámbito de homogeneidad cultural.
¿Cuáles son los componentes de la civilización parroquial descrita por Martínez Assad? Aquí van algunos.
Primero, las imágenes religiosas. Su presencia es apabullante y en múltiples soportes. Están en el templo, en las calles, en las casas, en los dormitorios, vaya, hasta en el consultorio médico. Todas se refieren a episodios bíblicos o católicos.
Los ritos y sacramentos materializan las formas visuales, en eventos prácticos en los que participa la población. Desde el matrimonio, hasta la confesión, los entierros, la eucaristía, la primera comunión, las oraciones y el rezo del rosario.
Cada uno de estos momentos rituales, viene acompañado de un repertorio emocional complejo que evoca los sentidos. La comida es especial, la música sacra, el olor adecuado –“el pan recién horneado”, “el aroma de las huertas”-. La fe se la vive desde el cuerpo que percibe, distingue, disfruta de sabores, formas y olores vinculados al calendario religioso.
Las fiestas, en varios momentos y con muchos motivos, están en el centro. Articulan la comida con el sacramento, con los sentidos, con las emociones, con la fe. No hay reproducción de lo sagrado sin fiesta, lo sabemos, y nos lo recuerda la novela.
A menudo, para las fiestas se monta la representación teatral, una pedagogía religiosa que convierte a los fieles en actores que ejecutan personajes religiosos -desde Jesús hasta los santos o vírgenes- convirtiendo, por un momento, el símbolo católico en una realidad, siendo los devotos los protagonistas, trayendo el más allá, haciéndolo real, vinculándolo con la vida diaria.
Por supuesto que la educación es otro pilar que sostiene el sistema. Es una escuela religiosa, con divisiones de género, el estudio de la Historia Sagrada y de los personajes de la teología católica. Ni la percepción de la naturaleza se escapa a esa lectura hiper-religiosa: en un episodio alguien dice “vean la hermosura de los colores del arcoíris que une al cielo con la tierra, señal del pacto de Dios con los hombres”; o la percepción de que “sólo los inocentes podrán ver el cometa” que está próximo a pasar, lo que suscita al niño la angustia por saber si es suficientemente pecador o no para poder apreciar el fenómeno natural.
La novela concluye con un maravilloso momento en el que el niño se encuentra con La Divina Comedia de Dante Alighieri, que está presente de manera transversal desde las primeras páginas.
Muchas veces una novela dibuja mejor -y a menudo de manera más entretenida- situaciones que los sociólogos describimos con aspereza. El cielo prometido y el invierno tan temido es un retrato de un tipo de sociedad mexicana religiosa que marcó el ritmo durante muchos años, y que en las últimas décadas se ha transformado notablemente.
Es fundamental volver a entender qué y cómo sucedió, qué quedó, de ese tiempo tan intenso, con luces y sombras. De muchas maneras, todos quienes hemos crecido en el catolicismo latinoamericano, somos el niño que Carlos narra. Esta novela nos permite, sin duda, entendernos mejor.
*Hugo José Suárez, investigador titular del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.