
Desde muy temprano, Iztapalapa se preparó para transformar en contemporáneos de la Pasión y muerte de Cristo, el “ungido” hijo de Dios, a cerca de dos millones de visitantes.
No hay más Iztapalapa
La demarcación más poblada de la Ciudad de México vio a los ocho barrios originales transformados en la Ciudad Vieja de Jerusalén, las calles harán de Vía Dolorosa y, al final de la ruta, un Cerro de la Estrella ataviado de Gólgota.
La Dolorosa
Previo al viacrucis, emerge la Virgen Dolorosa de la Catedral del Señor del Santo Sepulcro. En palio, costaleras la llevan a cuestas, recorre solemne el atrio y atraviesa los portales para ser saludada por la banda, vientos y percusiones acompasan la marcha de penitentes y nazarenos, toma forma el cortejo procesional de la Mater Dolorosa; dos acólitos turiferarios se adelantan al séquito con incensario y naveta, han consagrado las calles al Viernes Santo.
Avanza La Dolorosa hacia la explanada del Jardín Cuitláhuac, pero hoy no se llama así, tablados y escenografías le han transformado en Sanedrín, tribunal supremo de eruditos y sabios judíos; a un lado, la fortaleza de Antonia, lugar del pretorio Pilato y, al frente, la columna de Afrentas donde Jesús, a fuerza de látigo y flagra, preámbulo legal de Roma a toda ejecución, pierde hebras de carne arrancadas por un flagelo que trenza cuero con hierro y hueso de oveja.
Así observa la Virgen el teatro de dolor al que habrá de someterse su hijo en sacrificio expiatorio, mientras decenas de hombres, mujeres, niños y niñas le acompañan llevando una cruz, escala de mandas y sacrificios propios. Cada tanto músicos y costaleras paran, campanillas suenan, el murmullo cesa y, excepto por el arrastre de los maderos, la bulla guarda silencio sepulcral, en señal del luto purpúreo que simbolizan los hábitos de acólitos y penitentes.
La procesión vuelve grupas al recinto de la Virgen, la música redobla en despedida y sacerdotes reciben al cortejo; acetre e hisopo a la mano, los clérigos esparcen sobre feligreses y parroquianos el agua bendita, los vecinos reparten naranjas y La Dolorosa está de nuevo en casa.
Viacrucis
No hay de qué a acusar al nazareno, ni corresponde al pretorio hacerlo, pero Herodes ha devuelto al preso y el Sanedrín insiste en que debe morir. Rey de los Judíos pues, lava sus manos y Pilato le acusa de sedición: “rey solo el César”. A Jesús corresponde una corona de espinas y vil caña por cetro. Inicia el viacrucis.
Cinco caídas a lo largo de la ruta, todas marcadas por hitos plantados hace mucho tiempo en la vía abarrotada. Niños en hombros y periscopios artesanales, de espejos y cajas de cartón, siguen al debilitado Jesús mientras lleva su martirio hacia el Calvario. La narración del tormento se escucha en cada barrio, los altavoces vibran mientras María lava el rostro de Cristo, Simón Cirineo lleva su carga y Jesús pide a las mujeres no llorar por él.
Un centurión por cada cuatro soldados para trabajos de ejecución, difícil seguir la norma con 500 actores. Rasos y oficiales increpan a Cristo, le humillan y se burlan de él, huérfano de padre, abandonado, príncipe del cielo incapaz de salvarse, destinado a morir como malhechores y ladrones, entre la vendimia y la expectante plebe.
El Cerro de la Estrella
Siglos atrás el Fuego Nuevo se encendía aquí. Una semana después de la primera Luna llena de la primavera, los siglos mesoamericanos culminaban en la cumbre del cerro con ofrendas al Dios Viejo, entre la humareda de aquellos que aún ofrecen limpias, como remanente y testigo de la sincrética nación mexicana. Hoy, a este terruño vestido de desierto para la ocasión, ascienden cientos de nazarenos penitentes, con cruces a cuestas, aros espinos clavados en la sien, descalzos, con pies sangrantes y vendajes saturados, un duro preludio al Cristo que aún recorre la Vía Sacra. –Ya, ya no puedo–, se queja un joven penitente a escasos cien metros del piedemonte; –ya llegaste, ándale–, le anima otro que le acompaña; se acerca un socorrista y ofrece al nazareno agua vertida en un cucurucho de papel, el joven acepta, bebe, agradece y va por cien metros más.
Cada nazareno es un microcosmos del mito universalmente conocido, cada uno ha aceptado la manda, a todos les acompañan sus queridos, las madres limpian sus frentes y calzan pedazos de cartón entre los pies de sus hijos y el ardiente asfalto.
Cristo ha llegado al Gólgota, los romanos le clavan al madero, cobran expollatio como parte de su salario, rasgan las vestiduras de Jesús y le elevan entre dos truhanes condenados, pronto morirá y será bajado en brazos por su madre. La Piedad. Un santo sepulcro le contendrá durante dos noches solamente antes de que emerja de su sueño e Iztapalapa habrá cumplido, una vez más, sus compromisos.