
La literatura ha aportado diversas imágenes de profesores en el cumplimiento de su “magisterio” o del “apostolado”, como suelen ironizar quienes desean establecer algunas disidencias frente a la prédica de los profetas en los tiempos bíblicos, cuyos discursos oscilaban entre el amor, la amenaza o los castigos corporales para los que no atendieran la voz del maestro, prácticas que aún continúan entre las sectas de reciente factura en los Estados Unidos.
En los tiempos que corren, y a propósito del día del maestro, uno puede recordar a Juan de Mairena, el célebre personaje de Antonio Machado, un poco reposado y decadente, enemigo de las modas filosóficas, pero también de los dogmas de la tradición, en fin, un profesor de la España decimonónica que más bien parecía entablar serias discusiones consigo mismo, teniendo como escenario un salón de clases, repleto de alumnos indiferentes.
Juan de Mairena es el “alter ego” de Machado y en su poema “Retrato”, incluido en el libro “Campos de Castilla”, lo encarna muy bien: “Converso con el hombre que siempre va conmigo/ -quien habla solo, espera hablar a Dios un día-/ mi soliloquio es plática con este buen amigo/ que me enseñó el secreto de la filantropía”, de modo que el maestro, ya que Machado se desempeñó en este oficio como profesor de bachillerato, elevó el diálogo de sus alegrías y sinsabores en la docencia al plano de la poesía.
Un caso menos reconfortante aparece en el cuento “Luvina” de Juan Rulfo, en donde asistimos a un intercambio mítico de “voces” entre un maestro que desciende la montaña, ya que el pueblo desolado y fantasmagórico se encuentra “allá arriba” y otro ser misterioso e inasible que, según parece, es el relevo del docente desencantado. En el relato, sólo asistimos a la perspectiva del desengaño por boca del mentor, quien pareciera, en ese momento, tener pocos intereses y aficiones que no sean los de beber cerveza, aun tibia.
Sin embargo, el oyente, o narratario del relato, permanece en silencio y en ese estado de mudez, o abulia, cierto lector bondadoso podría encontrar algunas gotas de esperanza, como las gotas de agua que le faltan a “Luvina”, pero la visión de mundo prevaleciente es aquella de la prédica en el desierto, donde no se puede enseñar nada a nadie porque la naturaleza hostil termina por secar los nervios de los inverosímiles habitantes del pueblo en la montaña. Por eso el protagonista le pregunta a su mujer, como quien busca un apoyo en una rama arrastrada por el río: “¿En qué país estamos Agripina?”
La misma esterilidad e incomunicación se presenta en “Balún-Canán” de Rosario Castellanos. En la novela, Ernesto es un profesor rural que ejerce su ministerio a un grupo de alumnos indígenas que no hablan español y que suelen verlo como un bicho raro, pese a la abundancia de la flora local que bien conocen. Cansado de las risitas soterradas, Ernesto les infringe algunos castigos que no dan ningún resultado y, finalmente, termina embriagándose delante de ellos, presa del sinsentido de su obra redentora.
Pero las circunstancias no siempre son tan fatales como la literatura de ficción pregona. Por ejemplo, nos viene a la mente el “Poema pedagógico” de Makárenko, cuya moraleja reside en que ciertamente los jóvenes no son unos angelitos domesticados y dispuestos a obedecer las reglas del profesor, y mucho menos a aceptar sus enseñanzas, pero si se les considera desde una perspectiva humanista; lo cual implica el respeto a su dignidad, derechos y aspiraciones, las cosas pueden cambiar. La obra de Makárenko es un testimonio de éxito en un contexto sin esperanza, como el nuestro, donde impera la marginalidad, la pobreza y la ignorancia, sobre todo en los países del antes llamado “Tercer mundo”.
La proeza de Makárenko es edificante y, por suerte, no ha sido la única, pues la tarea de las profesoras y profesores, en este país y el mundo entero, ha sido uno de los testimonios de compromiso y resiliencia más valiosos e inspiradores para las generaciones presentes y futuras. Para muestra de lo antes dicho, basta hacer memoria del tremendo empuje que se dio a la formación de los niños y jóvenes en estos dos largos años de pandemia; tiempo desnudo en que el profesorado debió reinventar su docencia en un ambiente virtual, muy ajeno a la práctica conocida de los sistemas presenciales, mediante el uso de materiales didácticos en línea, herramientas y plataformas, para brindar acompañamiento y apoyo emocional a quienes carecían de los recursos indispensables, como la conectividad y los equipos de cómputo.
Este magnífico esfuerzo, sin embargo, nace de una zona más profunda que la mera implementación de las nuevas tecnologías. El rol del magisterio no ha variado en su esencia porque la dimensión de la persona es la misma y “El buen maestro —como dice Alfredo Gorrochotegui— es aquel que deja una fuerte huella en muchos seres humanos”, y para lograrlo pone a prueba su vocación y una especie de filantropía que arraiga en la solidaridad para apoyar a quienes más lo necesitan.
Y todo ello se puso a prueba en los meses más oscuros de la pandemia, ya que el magisterio no perdió el entusiasmo por sus clases, ni la empatía hacia los alumnos, por lo contrario, les brindaron apoyo y reconocieron en ellos sus capacidades y deseos de remontar las dificultades, porque, continúa Alfredo Gorrochotegui, “si el maestro ama lo que estudia, y ama lo que transmite, su relación con el alumno, su profesión, también será un acto de amor.” Y esta podría ser una de las grandes enseñanzas de este periodo de crisis sanitaria.
Para concluir, debemos felicitar al magisterio por el trabajo realizado y también reconocer su importante papel, pues a los docentes corresponde “el deber y la posibilidad de salvar a la sociedad”, según lo dice William Ospina en su admirable “Carta al maestro desconocido”, y todo ello será posible si creemos que la educación debe potenciar la identidad comunitaria, además de formar seres humanos libres, lúcidos, armoniosos, expresivos y felices.
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