En el marco del homenaje que El Colegio Nacional rendirá a Luis Villoro, el jueves 3 y viernes 4 de noviembre, con motivo del centenario de su natalicio, compartimos con los lectores de Crónica un fragmento del discurso de ingreso a esta institución del destacado filósofo, pronunciado el 14 de noviembre de 1978.
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Ante todo, quiero manifestar mi gratitud a todos los miembros de este Colegio por la generosidad con que me acogen. Confieso que mi emoción no obedece tanto al honor que recibo como a otra razón personal. Sé que mi vida debe mucho a muchos de los integrantes de esta comunidad cultural. A algunos, por haber sido mis guías o mis maestros en algún momento de mi vida universitaria; a otros, por haber recibido el estímulo de sus ideas o de su ejemplo intelectual; a otros más, en fin, por haber compartido con ellos los mismos fervores, las mismas preocupaciones intelectuales, o bien, por haber emprendido las mismas tareas educativas comunes. Toda vida se construye con las aportaciones de los demás; mi vida no sería la misma sin lo que a estos maestros y amigos les debo. Y no deja de ser un reconocimiento indirecto a su labor, el que pueda yo ahora evocar ante ustedes una disciplina que sé que todos ellos, por distintas que sean sus actividades intelectuales, tienen muy a pecho: la filosofía.
En nuestra época la actividad filosófica se ha vuelto motivo de perplejidad. Sus doctrinas parecen estar destinadas a dar paso a un saber racionalmente más seguro, la ciencia, o bien a disfrazar opiniones socialmente manejables, las ideologías. ¿Entre ciencia e ideología queda algún lugar para la filosofía? ¿Tiene algún objeto aún, entre la fascinación por la mentalidad científica y las intoxicaciones ideológicas, aquel pretendido saber que nunca estuvo demasiado seguro de sí mismo? ¿Para qué la filosofía?, preguntamos con frecuencia.
Estas breves reflexiones [...] buscarán una respuesta por un camino sesgado: la filosofía vista desde la estructura social de dominio. La filosofía siempre ha tenido una relación ambivalente con el poder social y político. Por una parte, tomó la sucesión de la religión como justificadora teórica de la dominación. Todo poder constituido ha tratado de legitimarse, primero en una creencia religiosa, después en una doctrina filosófica. Todo poder por construir ha buscado en el fervor de una promesa divina, en la visión de un mundo utópico o en el análisis racional de una sociedad, el fundamento de sus pretensiones revolucionarias.
Tal parece que la fuerza bruta que sustenta al dominio carecería de sentido para el hombre si no se justificara en un fin aceptable. El discurso filosófico, a la releva de la religión, ha estado encargado de otorgarle ese sentido: es un pensamiento de dominio. Por otro lado, la filosofía ha sido vista a menudo como un ejercicio corrosivo del poder. Desde Grecia, el filósofo genuino aparece como un personaje inconforme, cínico o extravagante, o bien desdeñoso de la cosa pública, distante y distinto, “escondido en un rincón, […] murmurando con tres o cuatro jovenzuelos” (Gorgias, 485d).
Con frecuencia es tildado de corruptor, de disolvente, de introductor de peligrosas novedades. A lo largo de la historia, casi todo filósofo renovador ha merecido, en algún momento, alguno de estos epítetos: disidente, negador de lo establecido, perturbador de las conciencias, sacrílego o hereje, anárquico o libertino, reacio e independiente, cuando no francamente revolucionario. En efecto, la actividad filosófica auténtica, la que no se limita a reiterar pensamientos establecidos, no puede menos de ejercerse en libertad de toda sujeción a las creencias aceptadas por la comunidad: es un pensamiento de liberación. Justificadora del poder y negadora de la sujeción de la razón, pensamiento de dominio y pensamiento de liberación, ¿cómo explicar esa ambigüedad? ¿La contradicción aparente no podrá revelarnos una característica importante de la filosofía? Examinemos los dos rasgos con que, desde Sócrates, se ha presentado la actividad filosófica: ésta ha pretendido ser, a la vez, reforma del entendimiento y elección de vida nueva.
Ahora comprendemos lo imposible de esa empresa; hemos aprendido que aun el cuestionamiento más radical tiene que seguir admitiendo las creencias básicas de las que no puede deshacerse. Pero, si bien la filosofía no puede ser una “reconstrucción universal del saber”, como quería Descartes, sí puede ser, al menos, una “reforma del entendimiento”.
La pregunta filosófica conduce a la crítica de la razón por ella misma. Ésta podría resumirse en tres operaciones ligadas entre sí. Primero: El análisis de los conceptos. Permite rechazar los conceptos oscuros y alcanzar conceptos cada vez más precisos: reforma de nuestro aparato conceptual. Segundo: El examen de las razones en que se fundan enunciados que expresan nuestras creencias. Permite rechazar las opiniones infundadas y llegar a creencias fundadas en razones: reforma de nuestras creencias. Tercero: Lo anterior permite deslindar las preguntas que no pueden formularse, por carecer de sentido o de respuesta, de otras legítimas, y llegar así a preguntas cada vez más iluminadoras: reforma de nuestra capacidad inquisitiva.
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