Puede a algunas personas parecer extraño que un connotado historiador social (o sociólogo-historiador) como Carlos Martínez Assad coordine un libro dedicado al ritual católico de la primera comunión. Pero tal empeño no parecerá extraño a quienes aprecien la importancia de la historia de las mentalidades, la etnografía de las emociones y el análisis de los rituales para entender la cultura de una época y una colectividad. La primera comunión de que nos habla este libro nos da precisamente una clave para entender el mundo católico del siglo XX, sobre todo en los países latinos y en el México urbano de clase media.
La palabra ritual (o rito) designa una secuencia de acciones públicas y reglamentadas que se repite periódicamente y conlleva una carga simbólica, cuyo significado es compartido y valorado por una colectividad. Su índole puede ser religiosa o laica; los rituales religiosos suelen estar dotados de una fuerza moral mayor, al vincularse al ámbito sagrado; es decir, a un ámbito de creencias incuestionadas. (A veces se prefiere reservar la palabra rito o ritual para las secuencias religiosas, y usar ceremonia para los actos cívicos o meramente sociales). Además, los antropólogos y los científicos sociales distinguen un tipo especial de rituales, que califican como de pasaje, a partir de la obra del etnólogo y folklorista Arnold van Gennep, publicada en 1909. Los ritos de pasaje marcan el traslado de personas o grupos a través de un umbral. Ese umbral puede ser de diversos tipos. Puede referirse al movimiento entre dos espacios, como ocurre en el caso de las migraciones. O al paso de un periodo de tiempo culturalmente significativo a otro; por ejemplo, en el México rural, del final de la estación seca al comienzo de la época de lluvias que es también el comienzo de la siembra. O al tránsito de la niñez a la adolescencia y a la edad adulta. También el umbral puede concernir al cambio de una posición social a otra: de la soltería al estado matrimonial, de ser estudiante a ser trabajador, de ciudadano privado a funcionario público, de pobre a rico, de amigo a consuegro, etc.
En todos los ritos de pasaje se distinguen tres fases: la preliminar o preparatoria, la liminar o de transición propiamente dicha y la post-liminar, cuando el cambio es completo y se han modificado las relaciones sociales de los participantes, entre ellos y entre cada uno de ellos y otras personas. La fase de transición implica una situación de liminalidad, de estar entre una cosa y otra, donde las relaciones y jerarquías previas ya no son vigentes, pero todavía no empiezan a funcionar las nuevas. La conciencia de que “hay algo que debe cambiar” puede representar malestar, incluso conflictos, y una de las funciones del ritual suele ser prevenirlos o disminuirlos, al proveer nuevas formas de cohesión.
Ahora bien: como lo menciona Rebeca Monroy Nast en su capítulo, la administración de cada uno de los sacramentos católicos es de hecho un rito de pasaje. Como tal, puede analizarse la secuencia de acciones que constituye una primera comunión, en la que un niño o niña bautizado en la religión católica, de edad entre siete y doce años, recibe por vez primera el sacramento de la Eucaristía. En las familias católicas, la primera comunión se anuncia y celebra como un acontecimiento de la mayor importancia, tanto en términos religiosos como en términos festivos. El capítulo de Monroy y la introducción de Carlos Martínez Assad proporcionan lo que podríamos considerar la versión oficial –teológica y tradicional-- de la secuencia, cuyo propósito es consolidar la fe con nuevos conocimientos y emociones, así como otorgar al comulgante una nueva identidad en la comunidad de fieles.
La fase de la preparación principia con la catequización de quien va a estrenarse como comulgante, porque tiene edad para ello. Se espera que ya conozca, por enseñanza familiar, las creencias y oraciones fundamentales del catolicismo (padrenuestro, avemaría, signo de la cruz, algunas jaculatorias); pero es necesario que antes de comulgar amplíe y profundice sus conocimientos; debe saber de memoria y entender lo que dicen el Credo, los diez mandamientos de la ley de Dios, los mandamientos de la Iglesia y la lista de los sacramentos. La catequesis puede provenir de la escuela –si es católica--, o de la parroquia, o de un familiar más versado en religión, o de una amiga especialista, o de una monja de un convento que ofrezca el servicio. La segunda fase –la transición—se inicia con la administración del sacramento de la penitencia: la primera confesión. Al realizarla, el comulgante tiene que enfrentarse en solitario, ya sin la protección y guía de su familia o sus instructores, con sus propios pecados –con su capacidad de “hacer el mal”--, y arrepentirse de ellos. Luego, al comulgar, tiene también que asumir conscientemente la enorme responsabilidad de recibir en su propio cuerpo, según la doctrina de la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Esta liminalidad --se terminaron las relaciones protectoras previas, pero aún no se conocen las que vendrán—resulta difícil e incluso amenazante; pero, en seguida, el acto de la comunión busca crear una situación de seguridad, mediante varios símbolos dotados de esa función: el color blanco del traje o del listón en el brazo representa la pureza –el estado de gracia-- lograda por la confesión; la vela o el cirio portado por el comulgante, la luz de la fe y de la presencia divina. Se renuevan los votos del bautismo como consolidación de la membresía del niño o niña en la comunidad cristiana. Entran en escena los padrinos, que representan una cohesión social reforzada. Y el símbolo más importante es la hostia consagrada: un redondel de harina convertido –transubstanciado-- en un Dios presente y consolador. En la tercera fase hay una convivencia que festeja la forja de la nueva identidad, consciente y responsable, de una persona cristiana cada vez más completa. Asimismo, la convivencia vuelve tangible la realidad de los parientes y los amigos que participan en la comunidad de fieles. La relevancia del ritual perdura en las estampitas conmemorativas y en las fotografías que van a ocupar un lugar visible en el hogar.
Tal es la versión oficial e idealizada. Sin embargo, el libro que coordina Martínez Assad no se queda en ella: incluye siete narraciones de conocidos escritores mexicanos que describen cómo diferentes niños viven la secuencia y sus símbolos en el mundo real. Algunas narraciones son abiertamente autobiográficas; otras no lo son de manera obvia; no obstante, pienso que todas dejan traslucir componentes autobiográficos. La dramática narración de Agustín Yáñez –“La estrella nueva”, la única que no está escrita en primera persona-- data de 1923. Pinta el entusiasmo con que una niña, Rosita, espera la primera comunión: un entusiasmo compartido por la familia, los parientes y los niños del vecindario. Se podría esperar una primera comunión ideal, pero la etapa preliminar se vuelve patética: Rosita enferma gravemente, y muere poco después de comulgar. Es muy diferente el relato de Rosa Beltrán, “Singular primera comunión”: la protagonista, por un impulso inexplicable, decide ir a comulgar sin ninguna ceremonia, lo que provoca el enojo de sus padres por haberse adelantado a la ceremonia que planeaban para ella y su hermana. Para esta niña, el ritual, que sí se realiza, no resulta memorable de un modo positivo: todo el gozo familiar se centra en la hermana, que sí comulga por primera vez. Incluso la nueva comulgante afirma: “a muy pocos días de haber entrado, Dios se sale de tu corazón”.
En el relato de Margo Glantz, “Un viejo recuerdo rememorado”, el personaje principal es una niña judía. Dos jovencitas católicas que les enseñaban inglés a ella y a su hermana las instaron a bautizarse y hacer la primera comunión. Las dos pequeñas judías pasaron por toda la secuencia canónica en la que, claro, no participó su propia familia. Fueron catequizadas en un convento de monjas, se confesaron de pecados inventados, tuvieron el padrinazgo de una familia acomodada que después del ritual las invitó a un rico desayuno. Para ellas los símbolos carecían de significado teológico; más que una experiencia religiosa, la primera comunión fue una experiencia lúdica y estética; sin embargo, la protagonista, en voz de la autora, “conserva una infatuación por las monjas medievales” y […] “sobre todo por Sor Juana [Inés de la Cruz]”. A su vez, para la protagonista de “La elocuencia de las flores”, la narración de Mónica Lavín, cuyos padres podrían caracterizarse como más o menos agnósticos, la religión católica estaba indisolublemente unida a su abuela madrileña. Ella la acercó a “un dios que se trajo con la guerra [civil española] y de quien no descreyó a pesar del exilio” y de las calamidades sufridas en su vida en México. La experiencia religiosa se forjó en la convivencia con la abuela --en su “secreto para irradiar alegría y calor” --, en “la belleza de las flores del jardín del convento” donde la catequizaron, en el “misterio” de la vida de las monjas, en “el esfuerzo por comprender algo que ahora no comprendo” y cristalizaría “en la ceremonia que merecía […] la oportunidad de atisbarlo, de sentirlo, no importaba cuán breve”. Permanece la nostalgia por esas emociones.
En contraste, el protagonista del texto de Marco Antonio Campos, quien se confiesa “cristiano sin ninguna iglesia”, no siente que la ceremonia de la primera comunión, realizada a instancias de su madre, le haya dejado alguna marca agradable. Casi lo único que recuerda --con antipatía—es que se confesó dos veces cuando tenía entre lo nueve y los once años. En cambio, en la historia contada por Carlos Martínez Assad, “Un milagro que cayó del cielo”, el comulgante tiene una memoria perfecta de la secuencia: el catecismo, la confesión, la ceremonia, el festejo. Es una memoria suficientemente agradable, aunque incluye lo difícil que le resultaba comprender sus significados y su importancia. Además, para él lo más emocionante –“el milagro”-- no era la comunión, sino que en esos días había caído un avión –que él imaginaba de combate—en un terreno del poblado donde vivía. Por su parte, el personaje presentado por Hernán Lara Zavala, en “Oblación”, hace una descripción pormenorizada de su experiencia: lo que le dijeron, hizo, pensó y sintió a lo largo de las fases del ritual. Asocia la experiencia con la imagen un poco misteriosa de una tía suya, novicia en el convento donde lo catequizaron, a la que solo vio una vez, brevemente, hermosa y radiante en su vestido blanco. Sin embargo, la secuencia termina con un acto de rebeldía: “Nunca hice la primera comunión. El cuerpo de Cristo jamás habitó mi alma porque desde niño decidí mantener a Dios a la distancia”. Disimuladamente, guardó la hostia en un pañuelo, y la conservó “en una cajita de sándalo”. “A partir de entonces habito un mundo sin luz”. (¿Ecos de Nieztche? “Dios ha muerto y el desierto es cada vez más grande”).
En su conjunto, el libro constituye un documento etnográfico, en el que aparecen y se combinan –diría Lévi-Strauss—varias las oposiciones fundamentales en la cultura católica: el bien y el mal, la gracia y el pecado, lo sagrado y lo profano, lo eclesial y lo secular; todas ellas susceptibles de ser mediadas por rituales. Contribuyen a la riqueza etnográfica las abundantes ilustraciones: fotografías (de la niña o el niño, con sus trajes de comunión, solos o en grupo, acompañados por sus padres o por el sacerdote) y estampitas conmemorativas (imágenes neo-barrocas y edulcoradas de Cristo o el Niño Jesús con la hostia y quien la recibe en el momento de comulgar). Se incluye una selección de poemas alusivos; más que literario, su valor es testimonial sobre la trascendencia del tema.
Las narraciones dejan ver el cambiante papel del catolicismo. La de Yáñez se escenifica en un barrio urbano de provincia (probablemente el del Santuario, en Guadalajara); ocurre seis años antes de la persecución religiosa desatada por el gobierno revolucionario y muestra la fuerza comunitaria del sector social que se manifestó en su contra: un sector compenetrado en su vida cotidiana de religiosidad católica. Los demás relatos suceden en las décadas de 1950 y 1960, y en la ciudad de México, excepto el de Martínez Assad, que ocurre en también los 50 pero en un poblado más pequeño (¿Amatitán, en Jalisco?). En estas décadas encontramos una escena más secularizada, individualista y plural. La comunidad había perdido vigor y era la familia la que determinaba la forma y el valor que adquirían los rituales religiosos. La sociedad citadina de México aún se revelaba como un mundo predominantemente católico; en él, la primera comunión tenía importancia y podía ser entrañable para quienes participaban; con todo, ya se anunciaba la disminución de la centralidad de las prácticas religiosas que ocurrió en las décadas siguientes.
Carlos Martínez Assad (coord.), El arte de hacer la Primera Comunión, Guadalajara: UNIVA / ITESO / INAH / Fundación Sara Sefchovich / Tomás de Híjar Ornelas / Jesús Verdín Saldaña, 2021, 148 pp., fotos e ilustraciones.
* CIESAS - Occidente
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