
En una ciudad casi igual a esta, unos minutos en el futuro…
Cero
El robot insectoide se deslizó por el cielo, aleteando sus alas de grafito trescientas sesenta veces por segundo. Olisqueó la noche con sus receptores bioquímicos. Escudriñó el horizonte con ojos mecánicos, compuestos por cientos de microcámaras sensibles al calor. Extendió sus receptores y escuchó los sonidos de la oscuridad.
Abajo, la ciudad dormía, extendida como un tapete luminoso de líneas desordenadas, ignorando a la criatura que la sobrevolaba.
El insectoide buscaba una señal programada en sus biochips de adn que le permitiera reconocer las vibraciones del sueño intranquilo. Cazaba pesadillas.
Una señal llegó, inconfundible en su ritmo caótico, a uno de los receptores del robot. El ser volteó hacia la dirección de donde provenía. Igual que los tiburones, podía oler el miedo a kilómetros de distancia. Su procesador central reprogramó el rumbo. Se dirigió hacia su presa.
En algún punto luminoso del tapete gigante, un niño tenía una pesadilla. Era hora de trabajar.
FASE I
SUEÑO LIGERO
Uno
Me quedaba una vida. Ajusté el virtuocasco para controlarlo con la voz e inició el juego.
Alrededor de mi cuerpo se encendió un enjambre de esferas luminosas que me envolvieron como un remolino fosforescente, hasta que la sala de mi casa desapareció entre la luz.
Aparecí en medio de una casa antigua, como del siglo pasado. Era muy grande, sus paredes tenían un tapiz oreado que se despegaba en algunas esquinas, el piso y los muebles eran de madera. Del techo colgaba un candelabro. Nunca había visto uno más que en películas. Al fondo se escuchaba la música del juego.
Debía recolectar unas monedas escondidas en este escenario. Parecía fácil. Di un paso. De todos lados comenzaron a surgir gusanos. Eran orugas velludas que salían de las paredes, del piso. Hacían un sonido desagradable (chup-chup) y dejaban un rastro viscoso por donde se arrastraban. Tenía que apurarme.
Vi una de las monedas en medio del candelabro. Tenía un nivel de energía alto, por lo que brinqué hasta allá. Al tocarla, la moneda se incorporó a mi cuerpo, dándome cien créditos. Si juntaba diez, tendría una vida extra.
Al caer pisé uno de los gusanos. Sentí un ardor fuerte que inmediatamente me bajó la energía. No eran cualquier cosa esas orugas.
Seleccioné una de mis armas, la pistola de bolas de fuego, porque no tiene límite de disparos. Ataqué a los bichos. Se notaba que era el primer nivel, porque estos no intentaban esquivar el fuego. Sus pelos ardían, chisporroteando, y soltaban una peste insoportable.
Avancé por la habitación. Por cada gusano muerto aparecían dos más. Descubrí otra de las monedas en un librero, justo al otro lado de la habitación. Era una de las que parpadeaban, lo que significaba que desaparecería pronto, pero también que valía por diez de las normales. Caminé hacia ella, tratando de no tocar a los insectos. Cada vez salían más, con mayor rapidez. Chup-chup. A medida que avanzaba, nuevos gusanos aparecían tras de mí, encerrándome en un círculo que se iba reduciendo. Se amontonaban unos sobre otros, retorciéndose como los pelos vivos de una alfombra enloquecida. Pensé en cambiar de arma, pero decidí que las bolas de fuego serían su
cientes.
La moneda parpadeaba cada vez más rápido. Estaba a punto de desaparecer. Ya estaba cerca del librero, solo tenía que alargar el brazo para tomarla. Levanté mi mano hacia el premio, que ya se veía transparente, cuando sentí un gran ardor en el hombro.
–¡Ouch! –grité, mientras me llevaba la mano a la herida.
Era un gusano. Chup-chup. ¡Estaban cayendo del techo! Elevé la pistola de bolas de fuego. Disparé, pero eran demasiados. Pensé que funcionaría mejor una bomba.
Más gusanos cayeron sobre mis hombros y cara. El ardor picoteó mi cuerpo por donde dejaban su estela ácida. El nivel de energía descendía. Seguí disparando mientras la moneda parpadeante desaparecía.
Sentí un gusano abajo. Habían cerrado el círculo alrededor de mis pies y comenzaban a trepar por mis piernas. No podía disparar sobre mi cuerpo. Recordé que para cambiar de arma solo tenía que nombrarla.
–¡La bomba! –grité, y apareció en mi mano.
Me habían cubierto de pies a cabeza. Cada uno quemaba al deslizarse sobre mí. Solo mi brazo con la bomba estaba libre de orugas, pero no alcanzaba a apretar el botón para activarla. Ni siquiera podía hablar, algunos bichos se habían deslizado dentro de mi boca. Chup-chup. Poco a poco, los animales cubrieron también mi brazo. El escozor era insoportable.
Sentí la bomba escapar de mis dedos. Vi el nivel de energía caer en la zona roja hasta que, finalmente, se agotó. El dolor y los ruidos de los gusanos cesaron. Todo se oscureció. Aparecieron unas letras que brillaban parpadeantes, como un letrero de neón:
GAME OVER
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