Mario Vargas Llosa reunió, en "Elogio de la Educación", un conjunto de siete ensayos donde celebra la lectura, la escritura y, sobre todo, la narrativa de ficción, como un elemento fundamental de la formación de los niños y jóvenes de todas las épocas.
En este ámbito, el destacado Premio Nobel recurre a una cuestión que ha sido convalidada por los estudios históricos, sociológicos, antropológicos, entre muchos otros derivados de las ciencias sociales, que observan en la narrativa un poderoso instrumento de la cohesión comunitaria, mediante la preservación de la memoria colectiva.
En los tiempos germinales de las culturas clásicas, subyace el mito como una amalgama de prédicas y discursos que sintetizan los conocimientos espirituales, astronómicos y prácticos, donde se agrupan los diversos saberes para mantener la supervivencia de los pueblos y luego, con más holgura, extender su influencia en contextos más amplios.
El mito sintetiza una visión del mundo sin distinción de los aspectos racionales y mágicos, ya que todos tienen el mismo grado de veracidad, debido a que los hombres y las mujeres viven unidos a la naturaleza y, en el seno de las sociedades teocráticas, se requiere de la intervención de los magos para interactuar con estas dimensiones imaginarias.
Sin embargo, con el advenimiento de la filosofía, incluida la lógica aristotélica, y más tarde la ciencia −que toma como columna vertebral de sus disertaciones al método experimental, procreado por Galileo y Bacon− los filósofos y científicos caminan en paralelo a los sacerdotes, magos y poetas, y lo que antes unía el mito ancestral, es sustituido por el relato, que otorga a cada uno su grado de certidumbre.
Pero esta división ha demostrado ser inoportuna en muchas etapas de la historia humana. El hombre y la mujer son racionales e irracionales; excelentes para el cálculo y también para la divagación; científicos eminentes, pero a la vez, muy próximos al fuego redentor de la religión. Abundan los ejemplos de esta dicotomía, como Pascal, quien después de dialogar toda una noche con la luz divina derramada en su techo, abandonó las especulaciones científicas para entregarse a Dios.
Entre los siglos XVIII y XIX, el romanticismo, que influye no solo en la literatura, sino también en la filosofía y la historia, le devuelve al sueño su capacidad imaginativa, y por eso Sigmund Freud y su amigo André Breton pueden afirmar que los hombres viven, por lo menos, en dos dimensiones de la realidad: la del sueño y la vigilia, y que hay un mundo inconsciente e irracional, acaso más poderoso que aquel cultivado en los dos mil quinientos años de filosofía griega, el cual aún gobierna nuestras acciones. Y en atención a esta conjetura, Jung, discípulo de Freud, otorgó grandes privilegios a “la sombra”, como fuente de la fuerza instintiva que prevalece en el “homo sapiens”.
Pero si en la esfera de la filosofía y la ciencia, especialmente durante el auge del racionalismo de los siglos XVII y XVII, se pensó que se debía conjurar el oscurantismo, la superchería y la magia, en los ámbitos literarios no ocurrió así, por el contrario, con sus variantes de estilo de cada época, siempre se ha hecho presente el reino de la imaginación, de lo inexplicable como posibilidad de acceder a un orbe donde las leyes domésticas no tienen vigencia, ni responden a la lógica cotidiana que gobierna nuestros actos.
Quizá gracias a esta ambigüedad, o complementariedad del espíritu humano, se pueda decir que Einstein soñó que descendía de una montaña, prácticamente a la velocidad de la luz, y este evento subconsciente hizo honor a su consabida fórmula que resume la sintaxis universal entre la materia y la energía. También recordamos las travesuras pictóricas y discursivas de Salvador Dalí, quien afirmaba haber pintado la cadena del ADN antes de ser descubierta por Watson y Crick, en todo caso admitió que la línea de doble hélice era la prueba de la existencia de Dios.
En la actualidad, vivimos en una sociedad cada vez más tecnificada y especializada, que recurre a lo infinitamente pequeño o a lo inconmensurable, sin gozar de la lozanía de un bosque o de la frescura de un río, y nos arrastra a un territorio ajeno a la cultura y a los vínculos con el entorno físico que nos constituye. En arte, la poesía y la narrativa tienen la función de restablecer los vínculos con el mundo natural.
Así, las semillas del sueño son potencias que se vuelven actos en la lectura y la escritura de las obras literarias; sobre todo, si se considera que leer es otra forma de crear y, como diría Frenando Savater, quien empieza la lectura de un gran libro se convierte, de manera espontánea, en su creador.
Vargas Llosa recuerda sus primeras lecturas en estos términos: “Nunca me cansaría de repetir esa magia, con la fascinación y el entusiasmo de mis primeros años, hasta convertirla en el quehacer central de mi existencia.” Después habla de los dioses de su panteón, que son aquellos autores y obras canónicas, que, para Occidente, suelen ser partiduras sujetas a la interpretación de los ávidos lectores que desean continuar la faena iniciada por Homero, los narradores bíblicos, Virgilio, Dante; Shakespeare y Cervantes; Flaubert, Tolstoi, Dostoievski; Proust, Joyce, Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Pasos, Camus, Sartre.
Hay que buscar la biografía de un escritor en los libros que ha escrito y no en su vida familiar. Hay autores mediocres de ricas biografías. Hoy sabemos poco de Homero, Shakespeare o Cervantes, y qué bueno, porque lo mejor de ellos está en sus obras. Se suele decir, con cierta crueldad, que un artista es un gusano que produce luz, o por lo menos, que suele ser insoportable, y a veces sus juicios estéticos resultan ajenos a la gloria de sus textos. Cervantes creía, por ejemplo, que su mejor novela no era “El Quijote” sino “El licenciado vidriera”, pero resulta que este sujeto es un loco menor, comparado con Alonso Quijano. Lo importante, entonces, es reivindicar las semillas literarias de la narrativa de ficción.
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