A propósito de la mesa redonda COP 15: ¿Qué cambio para la conservación de la biodiversidad?, que se llevará a cabo el próximo martes 7 de febrero a las 6:00 p.m., y que coordina la bióloga Julia Carabias, compartimos con los letores de Crónica un fragmento de su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, que dictó el 27 agosto del 2018.
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Desde sus orígenes, las sociedades humanas han enfrentado diversas crisis vinculadas con el medio ambiente, algunas causadas por alteraciones naturales de fenómenos físicos, como el drástico descenso de temperatura de hace casi 13000 años o las sequías mesopotámicas de hace más de 4000 años o bien aquellas producidas por la combinación de un manejo inadecuado de los elementos naturales con sequías extremas, como la que pudo haber causado el colapso del periodo Clásico maya hace diez siglos (Weiss 2017). Aunque las crisis ambientales no son un fenómeno nuevo, la que vivimos en la actualidad, iniciada hace solo algunas décadas, no tiene precedentes, tanto por su alcance global, como por su magnitud, su velocidad y sus consecuencias.
Somos cerca de 7700 millones de personas en el mundo —y cada hora nacen 15000 más—, que consumimos, con muchas asimetrías, más recursos que en ninguna otra época de la vida humana; es decir, más consumidores y más consumo per cápita.
Los humanos dependemos de la naturaleza, como todos los demás seres vivos, para abastecernos de alimentos, agua, energía y minerales, a lo que hemos llamado servicios ambientales o ecosistémicos. Sin embargo, no existe una conciencia colectiva, y es aún escasa la individual, que reconozca esta dependencia y actúe en consecuencia; cuanto más urbanos somos, más distantes estamos de la naturaleza. Una buena calidad de vida es imposible si los sistemas biofisicoquímicos no se mantienen funcionando de manera sana.
Sin embargo, estamos marchando en dirección opuesta: la producción de alimentos ha alterado o transformado casi la mitad de la superficie que ocupan los ecosistemas naturales terrestres que mantienen la estabilidad de la vida en el planeta; las pesquerías ocupan la mitad de los océanos y cerca de 30% están sobreexplotadas; los flujos de agua dulce se utilizan como transportadores de desechos y están contaminados con agroquímicos que al llegar a los mares y océanos producen zonas muertas, como ocurre en la desembocadura del Misisipi en el golfo de México.
La evidencia científica muestra que el impacto de los humanos sobre la naturaleza está forzando el funcionamiento de los ecosistemas fuera de condiciones de seguridad para la humanidad (Rockström et al. 2009). Se han reconocido nueve procesos a escala global en los que la interferencia humana está afectando el equilibrio de la biósfera: la extinción de especies, el cambio climático, el exceso en los balances de los ciclos biogeoquímicos, la deforestación y desertización, la acidificación de los océanos, el estrés del ciclo del agua, la reducción de la capa de ozono, el exceso de residuos sólidos, líquidos y químicos, y el exceso de aerosoles en la atmósfera. Actualmente ya se han rebasado los umbrales planetarios respecto al cambio climático, a la pérdida de biodiversidad genética, a los ciclos de nitrógeno y fósforo, y al cambio de uso de suelo; otros están en proceso de llegar a una situación de riesgo y solo el adelgazamiento de la capa de ozono es un proceso que está en reversión.
La dimensión del impacto humano es de tal magnitud que estamos modificando el curso de la evolución, no solo mediante la alteración o interrupción de procesos naturales, sino incluso por la adaptación de especies a las nuevas condiciones que los humanos estamos ocasionando.
Los beneficios de la extracción excesiva de estos recursos naturales ni siquiera han servido para satisfacer las necesidades básicas de toda la población; aún viven en la pobreza extrema 767 millones de personas en el mundo. Además, la distribución de la riqueza es profundamente inequitativa; cabe señalar que los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) consumen 15 veces más recursos que los países en desarrollo. En México, en 2014, poco más de 60 millones de personas, es decir, más de la mitad de la población (53.2%), vivía con un ingreso inferior a la línea de bienestar, y una quinta parte, casi 24 millones (20.5%), tenía un ingreso que no alcanzaba para adquirir una canasta alimentaria; México se encuentra entre los países más desiguales del mundo y es el segundo más desigual de la ocde (pued 2017; Provencio 2018).
Los escenarios económicos y ambientales nos señalan que, de seguir las tendencias actuales, la situación empeorará sustantivamente para el año 2030, dejando una condición muy comprometida para las generaciones venideras, quienes verán reducidas sus oportunidades y posibilidades de elección y, con ello, su libertad.
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