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Columna: ‘Para entender el deporte’

El deporte como nueva religión: ídolos, rituales y herejías

EL TEMPLO DEL DIAMANTE. Cada jugada es una metáfora del destino: un batazo a la barda es la salvación; un ponche con casa llena es el Apocalipsis.

EL PÚLPITO DEL CUADRILÁTERO

En México, hay quienes llevan escapularios y quienes llevan una máscara de luchador en la guantera, por si acaso. Algunos rezan el rosario, otros hacen fila en la Arena México para ver a su ídolo descender del cielo en una tirolesa. En cada función, el grito de la multitud tiene algo de plegaria colectiva: “¡Lucharaaaaaán, a dos de tres caídas, sin límite de tiempo!”. La frase, recitada en voz grave por el anunciador, actúa como una llamada a la fe.

La lucha libre, como las mejores historias sagradas, divide el mundo en buenos y malos, en técnicos y rudos. Hay herejes que cambian de bando y mártires que sangran sobre el cuadrilátero mientras la multitud les rinde homenaje. Si un luchador pierde la máscara, no es solo una derrota, es una caída del paraíso. Y si gana, el público ruge con la misma emoción con la que se celebra la resurrección de un santo.

EL TEMPLO DEL DIAMANTE

El beisbol es otra religión, aunque más pausada, más contemplativa, como una misa en latín. Tiene su propio calendario litúrgico, con temporadas que empiezan y terminan en fechas sagradas. En la Serie del Caribe, los aficionados viajan como si fueran a una peregrinación: camisas bien planchadas con el escudo del equipo, banderas al viento, cantos que podrían confundirse con letanías.

El lanzador es el sumo sacerdote del montículo. Desde ahí, con un gesto solemne, bendice la pelota antes de lanzarla. El receptor, arrodillado detrás del bateador, parece un fiel esperando la comunión. Cada jugada es una metáfora del destino: un batazo a la barda es la salvación; un ponche con casa llena es el Apocalipsis. Y cuando el equipo local gana, el estadio se convierte en catedral. Los aficionados extienden los brazos, miran al cielo y agradecen el milagro.

HEREJÍAS Y MILAGROS EN LA PISTA

Pero si el deporte es religión, también tiene sus dogmas y sus excomuniones. No se perdona la traición ni el abandono de la fe. Ahí está el caso de Paola Longoria, diosa del racquetbol, una de esas deportistas que parecen esculpidas por Miguel Ángel. Dominó la disciplina durante años con una precisión casi sobrenatural. Pero un día, como suele ocurrir con los profetas, decidió que la vida no era sólo la cancha. Diversificó su carrera, exploró otros proyectos, y entonces, algunos seguidores sintieron que les había dado la espalda.

En toda religión, los fieles exigen entrega absoluta. No basta con haber sido un ícono, hay que permanecer inmaculado. Cuando un atleta cambia de rumbo, el fervor se convierte en resentimiento. Y así, los que ayer adoraban, hoy miran con sospecha. Porque en el deporte, como en la fe, la devoción es voluble.

AQUÍ LOS DIOSES CAEN CON FACILIDAD

El deporte no ha reemplazado a las religiones, pero ha construido su propio santoral. Sus ídolos son de carne y hueso, sus templos están hechos de concreto y pasto sintético, y sus milagros se transmiten en vivo. La diferencia es que aquí los dioses caen con facilidad, y el juicio final puede llegar en forma de un mal pase o una mala racha.

Al final, no importa si el escenario es un estadio, una arena o un diamante de beisbol. Lo cierto es que millones de personas, cada semana, visten sus camisetas como hábitos y repiten los mismos cánticos con una fe inquebrantable. Y si eso no es un acto religioso, al menos se le parece bastante.

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