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Apareció una tarde, como si el viento lo hubiera empujado hasta la cancha. Era un hombre de mediana edad, con la piel curtida por el sol y la ropa llena de polvo. Se quedó mirando a los chicos jugar con una pelota vieja, más trapo que balón. No dijo nada. Solo observó.
Al día siguiente volvió, esta vez con un silbato colgado al cuello y una bolsa con balones de verdad. Nadie lo conocía, pero nadie preguntó. En los barrios, las cosas se aceptan sin demasiadas explicaciones. Desde entonces, siempre estuvo allí. No se le veía hacer otra cosa en la vida. No trabajaba —o al menos nadie lo veía trabajar—, no tenía esposa, ni hijos; no bebía en la esquina con los demás hombres. Solo entrenaba chicos.
Le decían “Profe”, aunque no tenía títulos. No hablaba de táctica, pero sabía mirar. Sabía cuándo un niño tenía futuro y cuándo solo buscaba un refugio. A esos últimos los trataba con más cuidado. Les dejaba patear el balón un poco más de la cuenta, como si con cada golpe intentaran sacarse de encima algo invisible.
Nunca alzó la voz. Nunca insultó. Solo silbaba. Un silbido corto si alguien se quedaba quieto en el medio campo. Uno largo si alguien no levantaba la cabeza. Un silbido apenas perceptible cuando veía a un chico a punto de rendirse.
LOS CHICOS QUE NUNCA OLVIDARON
Con los años, muchos de esos niños crecieron. Algunos llegaron a jugar en equipos profesionales, aunque pocos pisaron la primera división. La mayoría terminó en trabajos comunes: albañiles, taxistas, vendedores ambulantes. Pero todos, de alguna manera, seguían llevando al “Profe” dentro de ellos.
Cuando la vida les pegaba una patada, recordaban su voz tranquila: “No es cómo empiezas, es cómo terminas”. Cuando todo parecía ir en contra, repetían en su cabeza: “El partido se juega hasta el último minuto”.
A veces volvían a la cancha de tierra y preguntaban:
—¿Y el “Profe”?
Los más pequeños se encogían de hombros. Algunos ni siquiera sabían de quién hablaban. El barrio tiene mala memoria.
LA CANCHA VACÍA
Un día, alguien dijo que el “Profe” estaba enfermo. Que lo habían visto en un hospital, con el mismo silbato en el cuello, como si lo necesitaran para reanimarlo en cualquier momento.
Otro dijo que no, que simplemente se había ido, que el barrio ya no era el mismo.
Las versiones eran muchas. En el barrio, la verdad siempre se convierte en una historia distinta dependiendo de quién la cuente.
Lo cierto es que nunca volvió. Su silbato dejó de sonar en las tardes polvorientas. Su sombra desapareció de la cancha.
Pero los partidos siguieron jugándose. Porque el futbol, como la vida, no se detiene por la ausencia de un sólo hombre. Sin embargo, de vez en cuando, en medio del ruido de la calle, alguno de sus antiguos jugadores jura escuchar un silbido. Corto. Largo. Apenas un susurro.
Y sonríe.
Porque los héroes de barrio no necesitan estatuas. Se quedan en la memoria de quienes, alguna vez, encontraron en un balón una razón para no rendirse.