
En el deporte, como en la vida, el segundo lugar es un territorio ingrato. No es fracaso absoluto ni gloria eterna: es el punto medio donde se aplaude con desgano. Un “bien hecho” que suena a resignación. En México lo sabemos bien. Nombres como Ana Gabriela Guevara, los clavadistas Paola Espinosa y Germán Sánchez o incluso la Selección de beisbol en el Clásico Mundial, han estado tan cerca del oro que casi podemos olerlo, pero no lo suficiente como para colgarlo en el cuello.
La plata no brilla igual que el oro. Si tienes dudas, revisa cualquier ceremonia de premiación: el oro salta, grita, llora de alegría. La plata mira al suelo, aprieta los labios y se promete que la próxima será diferente. Solo que la próxima suele ser una repetición de la anterior.
Ser segundo es un destino cruel, pero inevitable. La mayoría de los atletas no llegan ni cerca de una final, pero cuando lo logras y pierdes, el aplauso se siente tibio. Es como organizar la fiesta perfecta, pero que la persona que te gusta se vaya con otro.
LA ÉPICA DE LOS QUE CASI LO LOGRAN
Pero hay algo entrañable en los que estuvieron a punto de cambiar la historia y no lo consiguieron. Se vuelven mitos, personajes con los que podemos identificarnos. Porque, seamos honestos, ¿cuántas veces en la vida hemos sido segundos? El segundo mejor en la escuela, el segundo mejor en el trabajo, el segundo mejor en un amor imposible.
En 2004, Ana Gabriela Guevara corrió los 400 metros planos en Atenas con la esperanza de darle a México su primer oro en atletismo, pero quedó segunda. En 2012, Paola Espinosa y Alejandra Orozco hicieron un clavado perfecto, pero la dupla china lo hizo aún mejor. En 2016, Germán Sánchez clavó con precisión quirúrgica desde los 10 metros, pero otra vez los chinos fueron intocables.
México ha rozado la gloria en tantas disciplinas que parece un patrón: el país de los “casi”. El oro es para los libros de historia, la plata para los nostálgicos.
EL CONSUELO DEL ‘YA MERITO’
Ser subcampeón no solo es un resultado; es un estado mental, una filosofía involuntaria que se instala en la psique colectiva de quienes han aprendido a convivir con la posibilidad constante del “casi”. No es casualidad que la expresión “ya merito” forme parte del ADN lingüístico mexicano, porque encierra más que simple resignación: es un ejercicio de esperanza con los pies en la tierra, la certeza de que el esfuerzo ha valido la pena, aunque la recompensa siga posponiéndose.
Nos gusta creer en la revancha, en la próxima oportunidad, en la idea de que el destino todavía nos debe una. Y, sin embargo, hay algo ambiguo en nuestra relación con la victoria: la anhelamos, la perseguimos con pasión, pero también la miramos con desconfianza, como si sospecháramos que al alcanzarla perderíamos una parte de nuestra identidad. Nos acostumbramos tanto al segundo lugar que, a veces, no sabemos qué hacer con la posibilidad de ser primeros.
NOS IMPORTAN MÁS LOS ATLETAS
Y pese a todo, aquí seguimos. Porque aunque la gloria parezca una línea del horizonte que se aleja a cada paso, el camino recorrido tiene valor por sí mismo. Porque hay más en el deporte que la obsesión por ganar: hay historias de lucha, de resistencia, de hazañas que quedan grabadas en la memoria colectiva más allá del color de la medalla. Nos importan los atletas que lo dejan todo en la cancha, en la pista o en la alberca, incluso si el oro les es esquivo.
Mientras tanto, aprendemos a perder con dignidad, a darle un significado propio al esfuerzo, a celebrar lo que estuvimos cerca de lograr. Nos negamos a ver la derrota como un punto final y la convertimos en un capítulo más de una historia en construcción. Porque, si algo nos sobra, es fe en el “ya merito”. Y quién sabe, tal vez la próxima sí sea la buena.