
MAMÍFEROS QUE SE PERSEGUÍAN POR GUSTO
Hay una piedra en mi jardín que pateo a veces sin razón. No hay gol, no hay meta, no hay público. Solo el placer de verla rodar y seguirla. A veces pienso que así empezó todo: no con una herramienta, ni con un arma, sino con un gesto inútil, casi absurdo. Una patada gratuita.
Quizá el Homo Sapiens no nació el día que encendió fuego, sino mucho antes, cuando un grupo de niños paleolíticos se lanzó huesos como si fueran jabalinas, sin intención de cazar ni defenderse, sino simplemente de reír. El juego fue anterior al trabajo, a la guerra, al lenguaje. Fue, tal vez, nuestro primer acto verdaderamente humano.
Los etólogos lo han confirmado: los cachorros de león, los delfines, incluso algunos cuervos juegan. Ensayan la vida sin saberlo. El juego no garantiza la supervivencia, pero prepara para ella. En él se entrena la fuerza, pero también la empatía. Se aprende a perder sin morir. Se simula la caza para aprender a convivir.
ANTES DE LAS REGLAS
Más tarde llegó el deporte. Lo domesticamos. Lo vestimos de uniforme, le dimos líneas blancas, árbitros, comités. Lo volvimos medible, rentable, narrable. Pero el juego no es la sombra del deporte, sino su padre salvaje. Un padre que se niega a ser controlado, que no siempre juega limpio, que se ríe de las estadísticas y de los cronómetros.
Antes de los trofeos y los mundiales, alguien —quizá una niña— saltó de piedra en piedra sin ningún motivo. Otro la imitó. Alguien propuso contar los saltos. Y ahí nació la primera regla, sí, pero también la primera ficción: “imagina que, si caes, te atrapan los espíritus del río”.
Jugar fue, desde el principio, decir “hagamos como si”, invitar al otro a compartir una ilusión. En ese pacto simbólico estaba ya el germen de la cultura. Y también, del mito, del arte, de la comunidad.
JUGÁBAMOS, LUEGO EXISTIMOS
Recuerdo una tarde en la que mi hijo me pidió que lo persiguiera por la sala. Íbamos en círculos entre muebles. Él fingía ser un tigre. Yo era un explorador despistado. Y por un momento, fuimos dos cuerpos antiguos en una danza ancestral. Nada productivo. Nada útil. Pero profundamente real.
Fue entonces cuando comprendí algo que me acompañó desde entonces: no jugamos para descansar del mundo. Jugamos para inventarlo. El juego no es un paréntesis: es un origen. Una forma de estar en el mundo que antecede al lenguaje y sobrevive incluso a la muerte, como los rituales, como las canciones sin letra.
Por eso me conmueve tanto ver a una niña jugando sola con una piedra, hablándole como si fuera un animal. No está sola. Está creando universo. Y cuando alguien clava una jabalina en unos Juegos Olímpicos, cuando otro encesta o anota un gol, quiero pensar que en el fondo aún vibra en ese gesto el eco de aquel primer salto sin motivo, aquel primer “¿y si vuelo?”
Quizá la humanidad comenzó el día que alguien saltó no para huir, sino para ver si podía volar.
¿CÚANDO EMPEZAMOS A SER HUMANOS?
Tal vez nunca sabremos con certeza cuándo empezamos a ser humanos. Pero si seguimos el rastro del movimiento gratuito, de la risa inútil, de la persecución sin presa, podríamos encontrar la pista verdadera. No fuimos primero obreros ni soldados. Fuimos jugadores. Jugamos, luego existimos.