Deportes

Columna: ‘Para entender el deporte’

Donde todavía se puede llorar

SERENA WILLIAMS. Y nadie pensó que era débil. Al contrario: ese llanto fue un monumento. Una grieta luminosa. Una confesión sin palabras.

En un mundo donde las emociones se vigilan, el deporte —con sus goles, sus derrotas, sus himnos— es uno de los pocos escenarios donde el llanto no solo es permitido, sino celebrado.

Llorar en público sigue siendo, para muchos, un acto incómodo. Una grieta que delata, una mancha en la compostura. Excepto en un lugar: el deporte. Allí se puede llorar con las cámaras encima, frente a miles de personas, en el pasto, en el podio, en la banca. Y nadie lo considera una debilidad. Al contrario: lo llama “pasión”.

EL LLANTO SIN PERMISO

Cuando Serena Williams lloró tras su último partido en el US Open de 2022, no lo hizo solo por perder. Lloraba por cerrar una vida. Por decir adiós al escenario donde se hizo leyenda, donde fue niña, madre, campeona, símbolo. No era una despedida técnica, era una ceremonia íntima retransmitida al planeta entero.

Y nadie pensó que era débil. Al contrario: ese llanto fue un monumento. Una grieta luminosa. Una confesión sin palabras.

Fuera del estadio, sin embargo, las lágrimas se editan. Se piden disculpas por ellas. Pero en el deporte, el llanto no resta. Suma. Conecta. Humaniza.

¿Dónde más puede un adulto —un ídolo global, una figura de fuerza— quebrarse sin perder valor? El llanto en el deporte es un lenguaje autorizado. Un permiso que todavía no nos han quitado.

LÁGRIMAS QUE PESAN COMO MEDALLAS

Hay quien llora al fallar un penal, al correr su última carrera, porque no fue convocado. Otros por ganar, por regresar, por sobrevivir.

El llanto en el deporte tiene muchas formas. Hay lágrimas de derrota, de orgullo, de alivio, de nostalgia. Pero todas —todas— pesan como medallas. Porque no vienen del dolor físico, sino del emocional. Del cuerpo que se rinde ante algo más grande: el deseo de haber sido otro, aunque sea por un instante.

A veces, el llanto aparece cuando se agota el lenguaje. Cuando ya no se puede explicar por qué duele tanto perder. O por qué se siente tan injusto ganar. Las lágrimas caen entonces como signos de puntuación que ningún periodista puede escribir.

Tal vez en el fondo no lloramos por el resultado, sino por la historia que nos trajo hasta allí. Por la hermana que siempre estuvo en la tribuna. Por el tendón que resistió un año más. Por todo lo que no se ve, pero que también compite.

LA ÚLTIMA GRIETA SAGRADA

En la vida cotidiana, llorar está cada vez más reglamentado. Hacerlo en el trabajo, en el metro, en la escuela… sigue siendo incómodo, casi ofensivo. Como si expresar lo que duele fuera una falta de profesionalismo y el mundo quisiera cuerpos funcionales pero emocionalmente mudos.

Pero el deporte desobedece. El deporte no teme al ridículo. En él sobrevive algo primitivo, una grieta sagrada donde las emociones se liberan con una legitimidad que ya no existe en otros ámbitos.

Tal vez por eso seguimos viéndolo, aunque no nos guste el futbol o el tenis o el atletismo. Porque en ese grito que sigue a un gol en el minuto 93, o en esa mirada al cielo desde el podio, nos reencontramos con nuestra fragilidad sin vergüenza. Lloramos por ellos, sí. Pero también por nosotros.

El deporte no enseña solo a ganar o a perder. Enseña a llorar sin miedo. A romperse sin romperse. A decir “esto me importa” con los ojos empañados.

En tiempos donde se espera que lo humano se calle, el deporte —contra todo pronóstico— sigue permitiendo el llanto. Y mientras haya una jugadora que se despida entre sollozos, un corredor que se derrumbe en la meta, o un niño que se abrace al padre después de un gol, sabremos que hay esperanza.

Que la emoción aún tiene lugar. Que aún es posible llorar… sin tener que disculparse.

Tendencias