
No se venera a un Dios, pero se prende una llama. No hay liturgia, pero hay himnos. No hay salvación prometida, pero sí redención posible. Los Juegos Olímpicos no son una religión, pero se le parecen. Tal vez porque, como toda religión, ofrecen una narración épica, una comunidad momentánea y la esperanza —aunque sea fugaz— de que el mundo puede estar unido.
LA LLAMA COMO ALTAR
Cuando encienden la antorcha olímpica, algo se ilumina también en nosotros. No importa cuán escéptico se sea, cuántas veces se haya dicho “yo no veo deportes”: uno se detiene a mirar.
La llama ardiendo no ilumina una pista, ilumina un relato. Un mito compartido que resiste incluso en la era de la fragmentación.
Los símbolos olímpicos —la antorcha, los anillos, los desfiles— funcionan como los símbolos sagrados de las religiones antiguas. Son universales, rituales, emocionales. En ellos no se busca a un dios, sino a una humanidad idealizada: esforzada, justa, unida.
Los atletas desfilan como sacerdotes modernos. Algunos, vestidos con trajes tradicionales; otros, con lágrimas; otros, con la emoción contenida de quien representa algo más grande que su cuerpo: otros con una bandera, un pueblo, una historia.
EL TEMPLO SIN TECHO
Los estadios olímpicos son templos sin techo. No se va allí a rezar, pero se va a presenciar milagros. La fe ya no se pone en lo divino, sino en lo humano llevado al límite. La santidad no viene de lo inalcanzable, sino del esfuerzo visible. De ver cómo alguien cae se levanta y rompe una marca que parecía eterna. Cómo otro, aún sabiendo que no ganará, lo da todo igual.
En ese sentido, los Juegos Olímpicos no solo celebran el rendimiento, sino la condición humana en su forma más noble. Al menos por unos días, la geopolítica se disfraza de paz, la competencia se vuelve ofrenda, y el cuerpo se convierte en lenguaje universal.
Es verdad que hay negocio, política, escándalos. Pero también es cierto que, frente al encendido de la llama, millones de personas callan. Y ese silencio global se parece mucho a la oración.
UN CREDO SIN CREDO
La religión necesita fe. Y tal vez por eso, cuando escasea en otros ámbitos, se canaliza en eventos como los Juegos Olímpicos.
Porque allí, durante dos semanas, creemos que el mundo puede competir sin matarse. Que alguien de Ghana puede abrazar a alguien de Japón, que una gimnasta de Brasil puede inspirar a una niña de Uzbekistán.
Hay lágrimas, cánticos, relatos de resurrección. Hay mártires que se lesionan y héroes que ganan por milésimas. Hay ídolos caídos y revelaciones inesperadas. Y todo ocurre bajo una bandera blanca que no representa a ningún país, pero a todos al mismo tiempo.
Los Juegos no salvan el alma, pero la reconcilian con la idea de humanidad. Por eso, aunque no recemos, los esperamos. Aunque no creamos, los miramos. Aunque no compitamos, algo en nosotros se pone de pie cuando suena un himno que no es el nuestro.
HAY ALGO SAGRADO QUE SOBREVIVE
Tal vez no sean una religión en el sentido estricto. No prometen vida eterna ni tienen dogmas. Pero tienen lo esencial: el misterio, el rito, el relato compartido y la emoción que desborda toda explicación racional. Y eso, en estos tiempos, es mucho decir.
Mientras haya alguien dispuesto a correr por algo más que la victoria, mientras se encienda una llama frente al mundo, mientras haya un silencio colectivo justo antes del disparo de salida, sabremos que hay algo sagrado que sobrevive. Aunque no tenga nombre.
