Deportes
Para entender el deporte

​Dr. Mario Antonio Ramírez Barajas

Golf Lunar

"En el vacío lunar, cada swing de Shepard no era solo un golpe a una bola, sino un puente entre la soledad cósmica y el espíritu lúdico humano.

Un swing en la inmensidad lunar

El 6 de febrero de 1971, bajo el cielo eterno de la Luna, aquel pequeño satélite que desde siempre ha incitado a la humanidad a mirar hacia arriba, Alan Shepard, un astronauta con los pies bien puestos sobre la polvorienta superficie lunar, realizó un acto tan terrenal como inesperado. La historia lo recuerda porque en aquel momento, no solo se desafiaron las leyes de la gravedad, sino también las fronteras entre lo científico y lo humanísticamente poético, en una misión que transcurrió entre el 31 de enero y el 9 de febrero.

Preparativos en la penumbra

La travesía de Shepard hacia aquel instante comenzó mucho antes del lanzamiento de la octava misión del Apolo 14. Entre diagramas de vuelo y ecuaciones de órbita, Shepard cultivaba un secreto. Ávidamente aficionado al golf, había ideado, con la complicidad de Jack Harden, un maestro de este deporte, una transformación sutil pero profunda: un palo de golf disfrazado. La cabeza de un hierro seis, unida clandestinamente a una herramienta lunar. Este artefacto, escondido en un calcetín, junto con dos bolas blancas no figuraba en los registros oficiales de la NASA. Era una pieza de rebeldía, un guiño cómplice a la tierra que dejaba atrás, una demostración de amor por su deporte.

El simbolismo de un golpe

Después de nueve horas de exploración y varios experimentos científicos, Shepard volvía al módulo lunar cuando se le presentó la ocasión. Conectando la cabeza de un palo modificado a una herramienta diseñada para recoger muestras de roca lunar, el comandante se preparó para enfrentarse a uno de los mayores bancos de arena del universo, con una sola mano.

“Houston… puede que reconozcas lo que tengo en la mano como el mango para el retorno de muestras de contingencia. Da la casualidad de que tiene un auténtico hierro seis en la parte inferior”, dijo Shepard, hablando directamente a la cámara. “En mi mano izquierda, tengo una pequeña bolita blanca que es familiar para millones de estadounidenses…”

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Un acto de comunicación interplanetaria

Ante las cámaras que lo vinculaban con los ojos de millones en la Tierra, realizó su jugada. El primer golpe fue torpe, humano, demasiado terrenal quizás. Pero el segundo, ese fue el que cruzó la inmensidad del vacío lunar, en un arco perfecto de audacia y belleza. No era solo un juego, era un acto de comunicación interplanetaria, donde cada metro que la bola avanzaba parecía acercar la Luna un poco más a la Tierra.

Este gesto, aparentemente trivial, encerraba capas de significado. ¿Acaso Shepard buscaba en esa soledad extrema, rodeado de un silencio absoluto solo interrumpido por sus propios movimientos, enviar un mensaje de liviandad y normalidad a sus compatriotas terrícolas? En la severidad de esa misión, el golpe de Shepard fue un recordatorio de que la exploración del cosmos, cargada de tecnología y riesgo, no estaba despojada de humanidad.

Ecos en la eternidad

El juego de golf de Shepard en la Luna no fue solo un pasatiempo, sino una declaración. En ese acto, la ciencia y el espíritu humano se encontraron y se abrazaron. Demostró que, incluso en la solemnidad del vacío espacial, hay espacio para el asombro, para la diversión, y sí, para la poesía.

Cada vez que recordamos ese swing lunar, no solo celebramos una hazaña deportiva, sino que evocamos la esencia de la curiosidad humana, esa que nos empuja a buscar lo desconocido y, una vez allí, a jugar un poco, a reír, y a maravillarnos. Shepard, con su hierro seis, nos recordó que incluso en los confines más lejanos y austeros del universo, podemos ser profundamente humanos.