"Palabras en reposo”, se llama uno de los poemas mayores de la literatura mexicana. Lo escribió el gran Alí Chumacero, uno de los más finos autores del país, hace más de medio siglo, y desde entonces no ha necesitado refrendar con otras obras su condición estelar en el cielo literario mexicano.
Quizá la poesía, hecha nada más de resortes verbales para excitar el mundo emocional, se pueda resumir en la serena molicie de la meditación o la fatiga: el reposo verbal. Pero cuando la voz humana se articula para otras cosas, como sucede con el discurso político, entonces se puede hablar de palabras en embozo. Verbos con antifaz, sonidos con careta.
La política, o el lenguaje político, en términos generales se basa en hablar sin decir nunca nada de manera clara ni mucho menos directa.
El lenguaje sesgado, cifrado, elusivo y a la larga incomunicante es en general una necesidad estratégica de los políticos. Pero en México se basa en “una creencia implícita e inamovible” según dice Octavio Paz: el presidente y el partido encarnan la totalidad nacional.
Por eso cuando el Presidente (se llame Felipe Calderón o Luis Echeverría, no importa) se pronuncia en torno de cualquier asunto, la discusión —si la había— ha terminado. Se dirá del determinismo presidencial: eso era en los tiempos del PRI. A mi parecer sigue siendo así, con los matices de la pluralidad y la alternancia.
Cuando alguien le pregunta a Felipe Calderón su opinión en torno de la actitud de la Corte; Mario Marín y su actitud anterior ante el asunto y el caso Lydia Cacho, contesta sin titubeos:
“Lo que yo voy a refrendar aquí claramente es que la acción del gobernante (lo cual significa mi respuesta interior), concretamente del Presidente de la República tiene que circunscribirse, precisamente, a las normas y al respeto institucional que debe haber entre los poderes constituidos.
“Mi respeto absoluto a la Suprema Corte y también al Poder Legislativo que tiene intervención en éste y en otros temas, sin menoscabo de tener yo mi propia opinión, personal, la cual me reservo para precisamente no lesionar una relación institucional y respetuosa entre poderes”.
Eso quiere decir sencillamente: no puedo hablar pues si hablo sinceramente, es decir, si expreso mi “opinión personal”, si soy yo y dejo de ser EL PRESIDENTE, vulnero los equilibrios; incumplo mi obligación y degrado el cargo. Y el Presidente no dice: estoy en desacuerdo, pero explica su silencio a partir de una suposición de incomodidad si la llega a decir, lo cual la hace obvia. Todo ese largo circunloquio es un giro de 360 grados. Termina donde empezó, en la reafirmación de la figura presidencial. Para hablar y decir o para decir sin hablar.
“Y, por otra parte, independientemente de lo establecido por la ley, y en mis propias opiniones, personales, mi deber —dijo después—, es gobernar para todos los mexicanos sin distinción y no puedo ni debo, como Presidente de la República, coartar o evitar el trabajo del gobierno federal, incluido el mío propio, en acciones u obras que tengan que ver con beneficio de los poblanos”.
En este caso hablar se convertiría en una limitante: “No puedo ni debo coartar o evitar el trabajo del gobierno federal incluido el mío propio, en acciones que tengan que ver con el beneficio de los poblanos”.
Más allá del enrevesamiento de estas ideas y la pobreza expresiva, la autoridad es límite autoabarcado.
“Mi trabajo tiene que desempeñarse precisamente con independencia de mis opiniones (o sea, si hablo ya no existo) , debo seguir desempeñando mi labor como Presidente en beneficio de todos los mexicanos, incluyendo, desde luego, a los poblanos, que en este caso no son los ciudadanos responsables de lo que hagamos o dejemos de hacer las autoridades”.
Y lo mismo sucede en el caso de Vicente Fox. Cuando le preguntan si las opiniones de Fox podrían enturbiar la relación con Venezuela, salta al tema de la justicia y señala los límites de un juicio sumario, el cual nadie esta facultado en México para practicar.
“Sobre lo segundo, bueno, sobre otro tema, no recuerdo cuál era exactamente el segundo, pero el hecho es que en el caso concreto del presidente Vicente Fox, tenemos eventualmente diálogo que nos permite precisamente el poder abordar los temas que son de interés para el país y seré respetuoso de él y de otros ex presidentes, como de todos los mexicanos.
“Sin menoscabo de que en cualquier caso en mi gobierno, en cumplimiento de la ley, no habrá, desde luego, ni excepciones en la aplicación de la ley y la justicia, pero tampoco juicios sumarios para satisfacción de revanchas políticas o de cualquier otra índole”.
Si alguna vez tuvo trastornos del suelo, Vicente Fox puede dormir tranquilo: Felipe Calderón, presidente de México desde el primero de diciembre del 2006, le ha dado la seguridad de impedir en su contra un juicio sumario y eso cierra las puertas a cualquier juicio. De haberlo sería sumario.
Otra vuelta de 360 grados, el verdadero lenguaje de los políticos.
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