La cinta que aspira al Oscar por parte de Dinamarca llegó a salas de arte cortesía de Mubi. Se trata de La chica de la aguja de Magnus von Horn, un relato que retoma los miedos de la maternidad, los desafíos de una mujer para sobrevivir en los tiempos post Primera Guerra Mundial en este país nórdico y, lo más interesante, la base de una escalofriante historia real sobre la asesina Dagmar Overbye, acusada de matar a varios infantes cuyos familiares pagaron para que fueran adoptados por mejores familias.
El cineasta centra su historia en plena década de los 20, enfocándose en la joven Karoline (Vic Carmen Sonne), que trata de sobrevivir con el pobre salario que gana en una fábrica de tejidos. Con la posibilidad vigente más no probable de su viudez debido a que su esposo fue a pelear en la guerra, ella no puede obtener ninguna ayuda para pagar su renta ni mucho menos.
Ante el panorama desolador que enfrenta, Karoline tiene un amorío con su patrón, un tipo de alta sociedad que podría ser su escape. Sin embargo, esa unión falla y la deja enfrentando su precaria situación pero ahora con un recién nacido en sus brazos.
Es aquí donde la verdadera pesadilla comienza, pues la desesperación la lleva a conocer a Dagmar (Trine Dyrholm), una mujer madura encargada de encontrarle un nuevo hogar a las criaturas de mujeres que no pueden hacerse cargo de las mismas. Pero nada será lo que parece y la gran revelación de la verdad mostrará el camino macabro de una terrorífica historia real en la que ella sucumbe.
Uno de los grandes aciertos de La chica de la aguja (haciendo alusión a una de las más crudas y tensas partes del relato) recae en la estética escogida para contarla. El uso del blanco y negro provoca una sensación que, gracias a la habilidad del director en la cámara, nos remite a las pesadillas creadas en su momento en el expresionismo alemán, desde la locura de El gabinete del Dr. Caligari (Wiene, 1920) hasta el horror de la culpa en M, el maldito (Lang, 1931). Esto se hace presente desde el primer minuto del filme, donde las siluetas de rostros desconocidos se empalman de forma pesadillesca hasta el despertar en la vida de la pobre Karoline.
Hablando de la protagonista, la labor de Vic Carmen Sonne es memorable. En todo momento sentimos su desesperación, su dolor pero también cierta empatía y afecto. Es el viacrucis que pasa lo que vivimos de forma dolorosa de principio a fin. Su papel, además, representa la vulnerabilidad de las mujeres en este sistema donde el no estar casada o ser viuda representa una debilidad en la que la misma sociedad no las apoya, sino que las destina a la otredad de tomar decisiones por su cuenta que pueden no resultar del todo gratas.
En contraparte tenemos a Dagmar, encarnada por Trine Dyrholm. Su forma de ser y el primer contacto que tiene con Karoline muestra la cara más empática del lobo vestido de oveja, remitiéndonos a la figura misteriosa de Peter Lorre en M, cinta citada anteriormente.
Sin embargo, la diferencia radica en la diferente frialdad y motivaciones que Dagmar tiene, así como los pequeños detalles que hacen tolerable los infames actos que realiza con los niños que recibe gracias a su adicción al éter y su tensa relación con una niña, claramente una de las infantes que no pudo ejecutar, como la expiadora de sus problemas y culpas.
Magnus von Horn sabe además dividir muy bien el relato entre una primera parte donde Karoline es el centro de atención de todo. Sabiamente, somos testigos del dolor y la desesperación que sufre que la llevan a volverse compañera de Dagmar.
Es ahí donde la tensión va creciendo gracias no sólo a la gran actuación de ambas y esa química tensa que contagian, sino a la atmósfera bien trabajada por una fotografía monocromática a cargo de Michael Dymek que juega de manera estupenda con luces y sombras para provocar sensaciones interesantes.
Esas virtudes del guión son capaces de mostrarnos cómo la otredad puede encaminarnos hacia decisiones incorrectas. Incluso, La chica de la aguja no solamente hace referencia al expresionismo, sino también al horror corporal y esa cinta que, para muchos, fue intolerable: Freaks, de Tod Browning, en una subtrama que involucra a un personaje muy cercano a Karoline.
Ni qué decir de la partitura de Frederikke Hoffmeier, cuyo nombre artístico es Puce Mary, artista danesa experimental que también ayuda en el viaje de esta mujer acongojada por su destino amargo, dotándolo de una sensación de eterna ansiedad.
Y es que la historia logra mantener un perfecto equilibrio con el drama de ficción y lo inspirado en la asesina real al conectar ambas partes del relato con una conexión emocional que parte desde el sentimiento de soledad de las dos, resaltando además el ambiente social incómodo para las mujeres de la época cuyas vidas parecen desechables y su dolor o penurias significan poco o nada para las autoridades y los poderosos.
Dejando de lado los factores psicológicos que provocan los actos funestos de Dagmar, La chica de la aguja construye un relato dramático de horror que es capaz de resonar fuerte en nuestros tiempos al mostrar que la falta de empatía por otros y sus consecuencias en los más inocentes pueden llegar a ser grotescos e irreversibles.