Siete pecados capitales. Siete formas de morir. Con ese poderoso slogan llegaba en 1995 la segunda película de un director que poco a poco iría convirtiéndose en el favorito de varios. Salido del mundo de los comerciales y los videoclips, David Fincher tomaba un relato llamado Seven después de ser vapuleado por haber tomado las riendas de Alien 3, una cinta que le cayó de rebote con un final y desarrollo que no fueron del total agrado ni de la crítica ni del público.
Sin embargo, para un joven de 11, casi 12 años, el morbo y la curiosidad alrededor de esta historia junto con la presencia del considerado por varias compañeras como el galán Brad Pitt, ya era suficientemente interesante para ir a verla. Y por varias razones, Seven se ha convertido en un clásico inolvidable que marcó la visión de este casi adolescente que descubriría una nueva forma del suspenso que, además, daría un final tan impactante que, a la fecha, sigue siendo memorable y comentado.
1995 era el año de Mel Gibson y su Corazón Valiente, que eventualmente sería gran ganadora de los Oscar, también del salto de Alfonso Cuarón a Hollywood con la hermosa adaptación de La Princesita a la par del inicio de una trilogía memorable por parte de Richard Linklater al lado de Ethan Hawke y Julie Delpy con Antes del Amanecer, junto con la odiada (ahora más apreciada) Showgirls de Paul Verhoeven y la cinta de ciencia ficción de culto de Terry Gilliam, 12 Monos, que casualmente también tendría al señor Pitt en su elenco queriendo demostrar que era más que una cara bonita. Un buen año para aquellos que amamos el cine, sin duda.
Y así, la juventud y esa extraña fascinación por el terror que quien escribe había desarrollado, orillaron a que fuera al lado de unos desmadrosos compañeros a verla en pantalla grande en su estreno. Y vaya, la experiencia fue grande… pero tristemente, cual Mills y Somerset, quedaría en un caso abierto al no poder terminarla de ver debido a un desagradable incidente con mis compañeros que, durante el intermedio (si, antes había pausas en las funciones), decidieron colarse a otra cinta, provocando que el grupo entero se fuera de la función y uno se quedara con la maldita duda. ¿Quién era el asesino? ¿Por qué lo hacía? ¿Qué pecados me faltaban y que formas de morir me esperaban en el final que tanto había dado de qué hablar?
La tortura fue enorme. En tiempos donde el spoiler y las filtraciones no ocurrían, logré sobrevivir hasta verla en VHS. Y ahí, en la sala de mi hogar, solo, enfrenté el duro dilema de qué era lo que había en la caja, descubriendo a la maquiavélica y mesiánica figura de Jon Doe, carta de presentación de miedo por parte de Kevin Spacey mientras Somerset citaba finalmente a Hemingway sobre que el mundo es un buen lugar y vale la pena luchar por él, estando de acuerdo solamente con la segunda parte. Y así, con un final brutal, había quedado en mi mente grabado el nombre de este director, que con el paso del tiempo siguió creando historias maravillosas.
¿Cuál es el encanto de Seven?
A 30 años de su estreno y con una estupenda remasterización en 4K que afortunadamente se pudo disfrutar en Cinemex y que me permitió por primera vez vivir la cinta completa en una pantalla grande, puedo decir que es tal vez el factor del hedonismo y los asesinos seriales un factor importante que conecta con la audiencia ahora mejor que antes. Curiosamente, “The Hearts Filthy Lesson” del maestro Davie Bowie, se refiere un poco al tema y sirve como una cereza al sádico pastel que uno vive por dos horas.
Tal vez también es la facultad de Fincher y su equipo de transmitir a través de la fórmula habitual del thriller y algunos tintes noir la historia de dos detectives dispares, uno, el joven desinteresado que vive de las emociones y el otro pragmático, frío, mucho más analítico, casi como un maestro para el muchacho.
Es una química interesante la que ambos desarrollan, pues a diferencia de otras parejas disparejas, ésta funciona como un maestro y su alumno, que además se adereza con la esposa de éste y la cercana relación que entablan en tan solo siete días.
Pero creo sinceramente que uno de los factores más impresionantes es la sordidez de todo el filme. Y es que en un mundo donde los detectives funcionaban como héroes y rara vez salían vencidos, Mills y Somerset enfrentan otros demonios que los vuelven mucho más imperfectos e incluso vulnerables.
A ello se le suma otro factor que es la ciudad, una urbe sin nombre llena de oscuridad, colores opacos y constante llovizna. Un lugar que nunca guarda silencio, lleno de caos, locura y desesperación. Combinación perfecta para revolucionar al género y mostrar cómo un asesino puede salirse con la suya y, peor aún, tener un poco de razón en su causa.
Con todo y eso, tres décadas después, Seven sigue siendo inolvidable por su final, aquel que impactó tanto a una audiencia y crítica que incluso a algunos les pareció una cinta desagradable, obscena, enfermiza. Curiosamente, el acto de no verla completa, aumentó el impacto y sorpresa en mí para abrazar un duro desenlace que, cada vez que se revisita, amerita sentarse un momento para meditar en esas palabras de Somerset escritas a su vez por Hemingway. Como un mal augurio, parecería que el panorama sombrío de esta ficción nos ha comido poco a poco. Pero aun así vale la pena luchar por ello.
En medio de la gula, la avaricia, la ira, la soberbia, la lujuria, la envidia y la ira que nos corroe en nuestro día a día, Seven es una interesante reflexión que conserva la cruda esencia del primer guion de Andrew Kevin Walker, ese cuyo final crudo fue defendido por Fincher, Pitt y Freeman, planteando que, si se sostenía, ésta sería una historia que trascendería el tiempo.
Gran acierto del cual estoy agradecido junto con otras cuantas personas, las que reencuentran en ella un thriller efectivo, moderno y enfermizo, como aquellos que la ven por primera vez (o terminan de verla) en cines y descubren la dura realidad a una sola pregunta existencial que jamás se puede borrar de la historia del cine: ¿Qué hay en la caja? Desde el inframundo de Milton, felices 30, detectives.