
El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki, es un portal animado hacia un mundo que marcó mi infancia, aunque en su inicio lo hizo en un mal sentido. Recuerdo que, la primera vez que pude verla estaba asustada por sus imágenes y criaturas, mismas que en un inicio me aterraron.
Todo el mundo que la pequeña niña veía me parecía muy raro. Sumado a ello, no dejaba de compartir esa sensación de extravío de Chihiro, misma que era demasiado real para mi mente ya que, hasta ese entonces, solo había visto animaciones de Disney o DreamWorks.
La historia de Chihiro, perdida en un mundo desconocido, reflejaba un miedo con el que me sentía extrañamente identificada: el temor a lo desconocido, a los cambios, a crecer, a la muerte misma.
Cuando ella se aferra a la mano de sus padres transformados en cerdos, sintiendo que los ha perdido, podía sentir su miedo, esa inseguridad de quedar en medio de lo extraño. Ahí, entendí que su valentía no iba de la mano con no tener miedo, sino que avanzaba a pesar de ello.
Al ser tan pequeña no entendía el contexto ni mensaje que Miyazaki y su imaginación me planteaba, pero sí era lo suficientemente consciente para percibir el arte en sus escenas, los colores encendidos, y sobre todo, dejarme llevar por su música. Sabía que no era una película de animación cualquiera, pero sí captaba mi atención de manera diferente a otras.

PERSONAJES DE UNA HUELLA IMBORRABLE
Cada personaje de El viaje de Chihiro me dejó una marca imborrable. Haku, con su serenidad y su lealtad inquebrantable, inspiraba en mí una sensación de protección que no lograba explicar.
Yubaba, con su mirada penetrante y su aura autoritaria, me recordaba a las figuras de poder que imponen reglas sin explicaciones. Y Sin Cara, esa criatura solitaria que no encontraba su lugar en el mundo, era tal vez el más inquietante de todos. Me aterrorizaba su presencia sombría, pero con el tiempo comprendí su triste realidad: sólo buscaba conectar con alguien, ser aceptado.
Años después, al volver a mirar la película con una mirada adulta, descubrí en este viaje detalles que habían pasado desapercibidos para mi pequeña visión. Me percaté entonces de la sutil crítica al consumismo y a la avaricia descontrolada.
Observé la importancia de la identidad, de recordar quién eres incluso cuando el mundo te obliga a olvidarlo. También, noté el profundo respeto por la naturaleza y los espíritus que habitan en ella, un tema recurrente en el cine de Miyazaki.
UN RELATO SOBRE LA TRANSFORMACIÓN Y EL CRECIMIENTO
Asimismo, entendí que la historia de Chihiro es, en esencia, un relato de transformación y crecimiento. Su evolución de una niña temerosa y dependiente a una joven fuerte e independiente es un reflejo de la transición a la madurez, una metáfora que resuena en cualquier espectador que haya enfrentado el cambio y la incertidumbre.
A lo largo de su viaje, la pequeña aprende a tomar decisiones, a confiar en sí misma y a forjar su propio destino en un mundo donde todo parece estar en su contra, que en mi etapa adolescente parecía inspirador y referente para seguir mi rumbo.

LA ATMÓSFERA MUSICAL
No se puede hablar de El viaje de Chihiro sin mencionar también a Joe Hisaishi. Su partitura, llena de matices y sensibilidad, complementa perfectamente la atmósfera mágica y nostálgica de la película.
Desde los acordes suaves y melancólicos de “One summer ‘s Day” hasta los temas llenos de misterio y tensión, la música no solo acompaña la historia, sino que se convierte en un personaje más, guiando al espectador a través de la travesía emocional de Chihiro.
Cada nota parece estar tejida con el mismo espíritu etéreo que envuelve el mundo de los espíritus, evocando una sensación de ensueño que persiste mucho después de que la película ha terminado.
UNA PROPUESTA ARTÍSTICA QUE PERDURA
El arte de Miyazaki es otro de los elementos que elevan esta obra a un nivel incomparable. Cada escena está llena de detalles meticulosos, desde los paisajes exuberantes hasta las expresiones más sutiles de los personajes.
Sus fondos pintados a mano evocan una sensación de nostalgia y asombro, transportándonos a un mundo donde lo cotidiano y lo fantástico se entrelazan sin esfuerzo. La animación fluida y orgánica refuerza la sensación de estar dentro de un sueño del que no queremos despertar. Es un cine que no solo se ve, sino que se siente, que se vive.
Miyazaki no solo creó una película; creó una experiencia. Una obra que cambia con el tiempo, que crece con nosotros, que se siente diferente en cada etapa de la vida. Lo que una vez me aterró, hoy me conmueve.
Aún con el paso del tiempo y los años que tengo ahora, El viaje de Chihiro es un pedazo de nostalgia intacto, una puerta a la infancia que nunca se cierra del todo. Y así como Chihiro, al final de su viaje, cruzó el túnel con una nueva comprensión del mundo, también siento que cada vez que vuelvo a verla, cruzo un poco más ese umbral hacia algo más grande: la magia de crecer sin olvidar de dónde vengo y sin importar el paso del tiempo.