
El vampirismo siempre toma diferentes formas para ser representado. Lo hemos visto tener momentos de pena ajena con todo lo que rodea a la familia Cullen en la saga de Crepúsculo, así como los hemos visto en su gloriosa forma seductora con Drácula de Bram Stoker (Coppola, 1992), la horripilante representación de la peste y la oscuridad del deseo en Nosferatu (Eggers, 2024) o la locura juvenil de los desamparados y rebeldes en Los muchachos perdidos (Schumacher, 1987).
Sin embargo, pocas veces los hemos visto como una familia normal que trata de huir a sus instintos como en Los Radley.
Dirigida por el eficiente director televisivo Euros Lyn (Doctor Who), Los Radley toma como base la novela de Matt Haig, donde el cineasta de Cardiff trata de capturar la comedia negra de la obra a través de su reparto, donde sobresalen Kelly Macdonald y Damian Lewis como los padres de familia que mantienen oculta su sed de sangre hasta que la edad de la punzada le llega a sus hijos adolescentes y el despertar de su instinto desencadena una serie de eventos muy desafortunados en donde tendrán que abrazar lo que son o huir eternamente de ello.
Peter (Lewis) y Helen (Macdonald) tienen esta vida suburbana cómoda en un poblado costero de Inglaterra, mientras son testigos de cómo sus hijos, Clara (Bo Bragason) y Rowan (Harry Baxendale), enfrentan el reto de crecer.
EL VAMPIRISMO COMO ELEMENTO DE LIBERACIÓN
Es ahí que el vampirismo juega como un elemento de liberación para ambos. Similar a lo hecho en Feroz (Fawcett, 200), donde la licantropía funcionaba como una metáfora del coming of age y todo el despertar adolescente, aquí Lyn usa al vampirismo para enaltecer ese cambio.
Mientras Helen lo despierta después de un incidente desagradable y comienza a mostrarse con desdén hacia sus padres en una actitud retadora, Rowan tiene más problemas al lidiar con su identidad sexual y ese insaciable despertar no sólo por sangre sino por estar con alguien más.
En este caso, su fijación está puesta en su vecino Evan (Jay Lycurgo), con quien no sabe cómo aproximarse o actuar. Es este despertar provocado por la urgencia de la sangre y las posibilidades que beber de ella puede darles que resulta tentador, todo un impulso para ambos.
Eso se acentúa con la presencia de un tío, Will (Lewis nuevamente), que abraza los placeres de la carne y el beber sangre. Este dilema entre aquellos abstemios como los Radley y la intempestividad y malas guías del tío provoca también conflictos entre los adultos y causa que la familia comience a quebrantarse.
HABLAR DE LA CRIANZA DE LOS HIJOS
Aquí, la historia trata de plantear dilemas sobre la crianza de los hijos y cómo un mal paso puede llevarlos por un camino no deseado. Y aunque los temas tratados en la cinta con toda esta cuestión de la “enfermedad de la familia” resultan interesantes, la historia tristemente no encuentra nunca el tono ni el ritmo adecuado para clavarle bien el colmillo.
Uno de los problemas de esta adaptación, escrita por Jo Brand y Talitha Stevenson, recae en nunca poder amalgamar del todo el tono para lo absurdo de la situación.
Aunque el inicio ofrece un plano del pueblo y una secuencia donde vemos como un depredador termina con su presa como antesala a lo que se viene, Los Radley no termina de funcionar debido a que no sabe cómo manejar este despertar y los temas que éstos conllevan. Todo se siente bastante plano, frío e incluso distante.
Incluso en la dirección, Lyn parece estar creando algo muy tranquilo, falto de energía y, sobre todo, de mordacidad en el dilema enfrentado. De repente hay situaciones que parecen quedarse en el olvido y que no terminan por tener una clara justificación.
Este tipo de inconsistencias se trasladan a otros aspectos que no ayudan nada a capturar esa comedia negra salvaje que Haig sí logra con su pluma. La música, compuesta por Keefus Ciancia, es bastante atractiva pero se siente por muchos momentos fuera del tono narrativo que busca el filme.
LA CULTURA DE LOS CHUPASANGRE QUE A VECES FUNCIONAN
Asimismo, tampoco es capaz de establecer las reglas vampíricas del universo de Los Radley, pues hay cosas dentro de la cultura de los chupasangre que funcionan en el relato pero otras no.
Esa falta de establecimiento de reglas suma a las incongruencias de una historia que nunca logra ser ni aterradora ni lo suficientemente graciosa, creando momentos incómodos más que de comedia negra auténtica. Es esto lo que termina por clavarle la estaca en el corazón al proyecto que tenía mucho por ofrecer.
En cuanto a las actuaciones, Damien Lewis funciona en esa dualidad donde juega perfecto con la pasividad del padre Peter y la locura efusiva del adicto a la sangre Will. Ambos contrastan bien y el histrión se esfuerza porque funcione pero el guión y las situaciones no le dan mucha libertad para hacerlo.
Lo mismo pasa com Macdonald, que parece estar metida en un triángulo vampírico donde no sabe realmente cómo tomar o enfrentar lo que pasa con su familia y su matrimonio, aunque si logra manifestar una buena personalidad como alguien que lucha contra una adicción o “enfermedad”, como le llaman ellos.
Tristemente, Los Radley se queda como una cinta sobre una familia como todas con un aspecto sobrenatural que no sabe explotar sus virtudes. Lyn se queda en una zona de confort en donde ni la sangre ni el miedo o la comedia malsana logran crearse de buena forma.
Es así que la metáfora del vampirismo como el despertar adolescente se diluye y no termina por clavarle los colmillos en el cuello no sólo al dilema chupasangre como detonante de ello, sino al punto de un punto de desequilibrio familiar que nunca llega a morder del todo bien al espectador.