Escenario

Berlinale: Small Things Like These, la más esperada nos dejó esperando

Lo que en muchos lados se ha aplaudido como un “final abierto”, es más bien la incapacidad de su director para ligar, por fin, las dos historias que ha contado

Un hombre camina solo por la noche
Berlinale Berlinale (Berlinale)

Así pasa. Uno corre de un lado al otro de la ciudad, aprende a tomar trenes y a decir entschuldigung (“usted disculpe”) para llegar a una película de la que quiere salirse a los quince minutos. Nada de qué asustarse, sin embargo. Esto me pasó con la película inaugural, sobre la que apenas comentaré.

Small Things Like These (Dir. Mielants, Irlanda-Bélgica-EE. UU., 2024), protagonizada por Cillian Murphy, sigue a Bill, un surtidor de carbón, a través de un pueblo en la Irlanda de la década de 1980, donde conocerá, sin buscarlos, los secretos que éste esconde.

Inspirada parcialmente en la novela homónima de Claire Keegan, es una denuncia a los infames Asilos de las Magdalenas, instituciones de “acogida” para mujeres, dirigidas por la iglesia católica irlandesa. Entre mediados de 1850 y hasta el año 1996, cuando cerró el último asilo, estos habían internado a más de treinta mil mujeres, la mayoría recluida por sus propias familias tras haber mantenido relaciones extramaritales, o antes del matrimonio, ser madres solteras o para deshacerse de ellas sin más. En estos lugares eran obligadas a trabajar bajo condiciones denigrantes durante años, que podían convertirse en décadas e, incluso, de por vida.

Sin embargo, la película no retoma plenamente este tema, sino hasta su segunda mitad, cuando Bill encuentra por casualidad a una de estas mujeres que trata de escapar y la ayuda, primero, a volver al asilo donde su familia la ha entregado; luego, a volver a casa. La primera mitad, en cambio, trata de establecer un ambiente y de presentar al personaje de Bill. Ambos objetivos los logra; en el pueblo casi nunca es de día, todas las calles llevan a callejones oscuros y la gente se te queda viendo cuando vas por allí. Una luz en ámbar, permanente, parece saberlo todo y nos juzga. También sabemos algunas cosas de Bill, por ejemplo, a través de flashbacks muy convencionales, que creció lejos de su familia y que, tras la muerte de su madre, él mismo fue recluido en un convento, del que no guarda buenos recuerdos. El problema es que estos logros de la primera mitad apenas – si es que lo hacen – vuelven, narrativa, visual o semánticamente, a ligarse con los eventos de su segunda mitad.

El encuentro de Bill con la chica que escapa del Asilo, la relación de frágil complicidad que guarda con ella a partir de entonces, en ningún momento encuentra puntos de contacto con su historia personal. No más allá de la casualidad de su mutua relación con la Iglesia; apenas algo se adivina por el ambiente opresivo, que no cede nunca. Entonces la película pierde foco. De presentarse como una exploración en torno a la vida de Bill, su pasado, su relación con la madre muerta y su lugar en un pueblo del que es un pario; pasamos sin más a una crítica – evidente y convencional – a los Asilos de las Magdalenas y, a través de ellos, a la Iglesia Católica. Todo sin desprendernos del todo del personaje de Bill.

Más aún, el elemento “unificador” de ambas historias se pierde en un mar de críticas disparadas a cualquier lado y personajes unidimensionales (la monja mala y la monja-más-mala). Pues, por debajo de la historia de Bill, de la prisionera y de las demás incidentales de la película, el tema de la clase lo baña todo.

El par de escenas de Bill llegando a su casa, con las manos y el rostro llenos de carbón, son de una belleza que la película no alcanza de nuevo. De pie frente a una pileta sobre la cual hay un espejo, abre el grifo, cubre la tubería, coloca a un lado un pequeño portaobjetos y de él saca un cepillo y un jabón, con los que lava lenta y meticulosamente sus manos. Durante todo el proceso, la cámara sólo enfoca sus movimientos. Las primeras dos veces no hay música, ni respiraciones, ni otros elementos con los cuales dar sentido: sólo imágenes. Por un momento, parece que por debajo de lo accesorio – la trama, sus personajes, sus problemas y desenlaces – habrá cierta preocupación por el obrero y su mundo, y que esta será plenamente cinematográfica. No es así.

Huelga decir, naturalmente, que la película no tiene final. Lo que en muchos lados se ha aplaudido como un “final abierto”, es más bien la incapacidad de su director para ligar, por fin, las dos historias que ha contado. Sin imágenes que la soporten y tratando de decir más de lo que puede, la veremos pronto en las pantallas de los ADO, al lado de su compatriota Belfast.

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