En el año 1946, el veterano de guerra y alcohólico escritor William Lindsay Gresham publicaría una obra que hablaría de la sórdida vida personal y los poco amables personajes que rodean al ambicioso trabajador de carnaval llamado Stanton “Stan” Carlisle y su espiral de ambición y locura con un desesperanzador desenlace en la novela titulada El callejón de las almas perdidas, misma que sirvió al autor como una manera de exorcizar los demonios y conflictos que cargaba.
Explotando el espiritismo para usualmente desenmascararlo como algo muchas veces fraudulento, esta obra cumbre por parte de Gresham sería adaptada al séptimo arte un año después de su publicación. Dirigida por Edmund Goulding, el complejo y oscuro papel de Carlisle lo haría un habitual galán de Hollywood: Tyrone Power, quien logró hacer uno de los mejores papeles en su carrera en un filme que, para la época en que se realizó, es recordado a la fecha por su oscuridad y dureza en el relato, posicionándose como un clásico de culto entre el género noir.
Poco menos de ocho décadas después de esta primera adaptación, el tapatío Guillermo Del Toro regresa después de su triunfo en los Oscar con La forma del agua (2017) para finalmente echar mano de esta pieza que tanto quería realizar. Un proyecto que rondaba en su mente desde los tiempos en que comenzó su carrera como cineasta en los 90 y que, al lado de Kim Morgan, adapta para entregarnos una visión que trata de unir aquella mirada noir fatídica de los años 30 y 40 con la actualidad, poniendo paralelismos interesantes sin dejar de ser complejos en esta versión de El callejón de las almas perdidas.
La premisa sigue siendo la misma, pero ahora Stanton Carlisle y compañía adquieren un desarrollo más interesante en el que Del Toro muestra la complejidad de las relaciones humanas, alejándose del género fantástico para entrarle de lleno al noir por primera vez en su carrera, situación que lo llevó a experimentar nuevas formas de filmar en las que las secuencias largas e intimistas nos remiten a aquellos clásicos del género donde los personajes no suelen ser agradables, se enfrentan a sus propios demonios y terminan sentenciados por ellos.
Eso es captado de buena manera por el gran ensamble que la cinta tiene. De entrada, está Bradley Cooper como esa especie de arribista misterioso que encuentra una oportunidad en la caravana y que, a partir de las posturas o silencios, va mostrando las diferentes caras que puede tener para lograr su cometido. También está Cate Blanchett ejemplificando a la misteriosa femme fatale de este relato y cuya función es poner el ese último clavo en el ataúd del protagonista. Con ellos están también Richard Jenkins, David Strathairn, Toni Collete y Willem Dafoe en roles menores o secundarios bien ejecutados que funcionan como piezas clave de un ajedrez para este relato.
La que corre con menos suerte es Rooney Mara, cuyo papel como la enamorada de Stanton Carlisle llega a ser más un trabuco en el relato que un personaje mejor desarrollado que no tiene grandes momentos a pesar de su relativa importancia final para el oscuro destino del protagonista. Y es que en esta adaptación, a diferencia de la de 1947, Del Toro explota la naturaleza humana de una manera que plantea cómo la búsqueda del éxito y los fracasos pueden marcar el propio destino o la identidad de un ser humano, algo que se ve diluido de repente con el romance entre Mara y Cooper.
A pesar de esos pequeños instantes donde el ritmo decae por una parte excesiva en su romance, el aspecto visual de la película es, como en todas las producciones del mexicano, uno de los puntos más brillantes del filme. El diseño de producción destaca por la contrastante realización del ambiente de carpa y caravana, mismo que remite a aquel clásico infame de Tod Browning, Freaks (1932), con un colorido y ambiente que remiten a una pesadilla en la que Carlisle se mete para comenzar a rodar la ruleta de su vida. Ver los colores y las texturas de este lugar, marcado por las figuras predominantes de los círculos, adquieren una capa interesante que después se transforma en la segunda mitad hacia las sombras y la amenaza de una ciudad que puede encumbrar los sueños y deseos de un ambicioso personaje sin identidad pero que también pueden llevarlo a la locura monstruosa de su ser.
Es esa dualidad trabajada por Tamara Deverell en el montaje de los sets, junto a la visión de Dan Laustsen en la fotografía y Luis Sequeira en el diseño de vestuario, lo que hace que, en conjunto, el espectador se sumerja en esta especie de constante pesadilla que Stanton Carlisle vive, aquella en la que sus fantasmas no lo dejan en paz y que eventualmente regresan a morderlo. Ver su evolución desde su modo de vestir, que pasa de lo andrajoso a lo elegante y viceversa, hasta los colores que lo rodean forma un universo colorido para un imaginario terrorífico que conserva la esencia del noir más pura.
A pesar de ello, El callejón de las almas perdidas no llega a ser una de las obras más destacadas de Del Toro en su filmografía, dejándolo en un punto más cercano a La cumbre escarlata (2015) que al El laberinto del Fauno (2006), pues más allá de las buenas actuaciones y ese sello estilístico que conserva el tapatío, se percibe como una cinta que, si bien vuelve a demostrar la capacidad del realizador para experimentar con los géneros y formas narrativas, puede sentirse un tanto anacrónica en su estilo, incluso con los temas que plantea acerca de las falsas apariencias, la demagogia y la manipulación a base de mentiras que, para el realizador, es algo que sucede en nuestro presente de peores o similares formas que usa Carlisle con la gente con tal de conseguir lo que quiere.
Así, esta versión de El callejón de las almas perdidas es un ejercicio estilístico de un noir un tanto suavizado para las nuevas generaciones, un paso más para Guillermo del Toro que se siente diferente pero que, curiosamente, sigue tocando un tema en común en su filmografía que es la parte medular de la obra de Gresham: la monstruosidad del ser humano y sus actos, que a veces son más terribles que cualquier criatura de fantasía o ficción y que, en esta versión, nos recuerdan la bella y brutal naturaleza de las almas humanas, por más perdidas que se encuentren.
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