No cabe duda que uno de los directores alemanes más prolíficos en las últimas décadas es Christian Petzold. Con sus trilogías, primero la de fantasmas conformada por Die innere Sicherheit (2000), Gespenster (2005) y Yella (2007) reveló una faceta interesante donde el teutón mostró un ejemplo de cómo se estructuran los relatos de fantasmas en el cine contemporáneo y qué tipo de temas diferentes se presentaban a través de ellos. Después continuaría con su trilogía histórica, comenzando con Barbara (2012), Phoenix (2014) y En tránsito (2018), donde el egresado de la Academia Alemana de Cine y Televisión de Berlín encontró un nuevo estilo a través de la historia de sobrevivientes de la guerra ofreciéndoles cierta redención y esperanza a sus sufridos protagonistas.
Ahora, gracias a la 22 Semana de Cine Alemán y después de su paso por FICUNAM de este año, llega Cielo Rojo, segunda pieza de su más reciente trilogía acerca del insomnio que comenzó con Ondine (2020), donde repite la presencia de su nueva ‘musa’, la actriz Paula Beer, que acompañará las desventuras de Leon (Thomas Schubert), joven escritor frustrado con su nuevo libro que no es del gusto de su editor debido a la escasa calidad de su texto. Para tratar de encontrar su inspiración nuevamente, acepta pasar unas vacaciones junto a su amigo Felix (Langston Uibel) en una casa colindante con el mar Báltico. Allí conoce a Nadja (Beer) que causará cierto impacto en él. Sin embargo, la aparente tranquilidad del lugar se verá afectada por la propagación de incendios forestales que devastan las zonas cercanas.
Schubert tiene un rol bastante interesante, su Leon resulta odioso, ensimismado constantemente en sus emociones sin importarle lo que sucede a su alrededor contrastando con los demás personajes en todo sentido. Su andar jorobado, su vestimenta oscura, su tosca y burda incapacidad de socializar con su propio amigo, la amable Nadja y un rescatista de la playa cercana llamado Devid lo hacen un tipo arrogante que no puede dormir por varias razones. Sus frustraciones son palpables y se equiparan a un fuego creciente en su interior que no puede detonar, en contraste con los incendios que acechan a la cercanía este aparentemente apacible lugar.
La habilidad de Petzold con sus actores se hace visible nuevamente en este relato donde el mayor peso recae en ellos. Son esos detalles de sus personalidades, lo que dicen, piensan y en este caso, no expresan, lo que conforma una dinámica poderosa entre los cuatro jóvenes. Estos encuentros desatan todo tipo de pasiones, desde felicidad, hasta lujuria, coraje y amor, siendo éste una guía que el director alemán siempre tiene presente en sus filmes. Debajo del cielo rojo provocado por los incendios, las charlas y discusiones entre el cuarteto comienzan a propagar otro tipo de fuego, provocando llamas de las cuales no podrán huir.
Otro de los temas que Petzold toma es, justamente, el encierro físico y metafórico del protagonista y cómo esto afecta la inspiración natural del artista. Leon es tan incapaz de percibir lo de fuera que no se da cuenta lo mucho que se traga y que es incapaz de sacar, inhibiendo su vena creativa. La presencia de Nadja (Beer) resulta otro detonante para él, generando una relación compleja entre ambos donde se percibe una tensión nata. Y es que, aunque podemos comprender las cuestiones que tienen enfadado a Leon y sus teorías egoístas donde todos están en su contra y él es el único que no parece disfrutar o recibir una dote de felicidad, no deja de ser un engreído que se auto sabotea constantemente por sus propias barreras.
Petzold juega entonces con las diversas perspectivas que, poco a poco, van cambiando, siendo el rol de Schubert el más renuente pero que, eventualmente, abrirá los ojos hacia los demás y los dejará de poner en sí mismo. Resulta destacada la química entre los cuatro, especialmente entre él y Nadja (Beer), por quien el escritor siente una constante curiosidad que niega cada que puede. Pero es ella la que funciona más como una completa antítesis de Leon, al ser la más accesible, amable y hasta coqueta con él, pero la distancia y constante culpa a los demás en la que vive este miserable personaje le hace imposible dar un paso al frente para ver que el cielo rojo y la quemazón está más cerca de lo que él cree.
Finalmente, el relato sirve como una metáfora de la soledad con una advertencia drástica de los peligros del ensimismamiento donde la ignorancia de lo que sucede a tu alrededor puede ser un fuego intenso que consume de fea forma y del cual no hay escapatoria. Asimismo, nos muestra que la evasión y el egoísmo no permiten una confrontación con uno mismo, algo necesario para darnos cuenta de que reprimir lo que sentimos o simplemente no resolver conflictos nos aparta del mundo y de las oportunidades de crecer, vivir y poder entender a los demás incluso en las peores condiciones posibles.
Ante un ritmo pausado que escapa de la espectacularidad para crear una intimidad característica del cine de este director, Cielo Rojo se enfoca en la complicidad del sonido donde da vida a la naturaleza que rodea a este cuarteto a través de sus experiencias, choques y la inevitable llamarada que va a consumirlos sin que ellos sepan. Así, el zumbido de una mosca, el azote de las olas de mar, entre otros elementos, muestran el contraste entre el ego del escritor y la importancia de lo que lo rodea, algo que entenderá al comprender que el fuego, así como quema, también sirve para crear cenizas de las cuales puedes renacer a pesar del dolor que eso conlleve, pero es mejor tarde que nunca para encontrar esa inspiración a partir de las emociones que nos cuesta enfrentar.
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