La vida en El Eco, una comunidad pequeña, situada en el Municipio de Chignahuapan (Puebla) donde habitan unas 15 familias, es la locación del documental homónimo realizado por la directora Tatiana Huezo, quien nos lleva a enfrentar la realidad de los menores de edad que viven en un lugar así, donde las oportunidades escasean y nadie voltea a verles.
Las miradas siempre han sido uno de los factores más importantes en los trabajos de Tatiana, lo percibimos en trabajos como Tempestad o su primer largometraje de ficción, Noche de fuego, pero nunca habíamos encontrado tanta desolación, tristeza, incertidumbre, como la enfrentamos en El eco. No son sólo las miradas de una niña que descubre brutalmente el machismo en boca de su padre, educando a su hermano a repetir patrones ancestrales, no es la mirada de la niña que descubre su futuro escolar es incierto o la mirada de quien ha perdido a un familiar cercano, la vemos en los animales de la zona, los caballos, lo borregos, en todos los seres vivos del lugar.
El trabajo se apoya principalmente en una extraordinaria fotografía de Ernesto Pardo, quien trabaja con luz natural y nos lleva a los diferentes ciclos de la zona, pasando por la lluvia, la niebla, la sequía, las noches negras interminables. Aunado a ella, la edición de Lucrecia Gutiérrez Maupomé, apoyada por la directora, crea un ritmo que jamás cansa, que nos va sorprendiendo con las cosas sin ser forzado. Y, sin duda, el diseño sonoro de Lena Esquenazi es fundamental, una creación inmersiva que capta la vida en el campo, el eco del lugar, lo que presagian algunos sonidos.
El eco arranca como si fuéramos a ver un típico documental que romantiza e idealiza la vida en el campo, somos testigos de cómo se viven las lluvias, la forma los pequeños juegan a darle forma a las nubes o juegan a dar clases a sus pocos muñecos, pero pronto nos alejamos de ese terreno, descubriendo una sociedad matriarcal, donde los padres se ausentan para buscar generar ingresos económicos en otro lado mientras las madres se encargan no sólo de los niños, sino de cuidar la cosecha, los animales, todo.
La película está contada desde la mirada de los niños y niñas de la comunidad, principalmente bajo la perspectiva de ellas, quienes van descubriendo cómo es la realidad mientras van perdiendo la inocencia, mientras van creciendo, donde los adultos son seres cercanos pero a la vez muy alejados de ellos, figuras que les cuidan, que les imponen, que buscan guiarles mientras reproducen lo que ellos mismos vivieron.
Dentro del trabajo destacan dos historias, la que sigue a Montserrat Hernández y la de Sarahí Rojas. La primera nos lleva a una adolescente que se encarga de cuidar a su abuela, la señora María de los Ángeles Pacheco, a quien profesa cariño y paciencia, bañándole (acto que vemos a cámara en uno de los momentos de mayor intimidad que podremos ver en un documental), vistiéndole, alimentándole. A la muerte de ella su mundo se resquebraja, a lo que se suma la negativa de su madre de dejarle practicar las actividades le gustan, lo que le hace tomar decisiones que lastiman pero que son necesarias para ella.
El caso de Sarahí es particularmente revelador, una niña que cursa su último año de primaria, con inmensas ganas de aprender, de compartir sus conocimientos con quien se deje, pero que deberá comprender de una forma inmisericordiosa, la realidad de la gente que vive en las zonas pobres del país, donde las oportunidades de crecer se pueden frustrar de golpe porque simplemente no hay recursos.
El eco no se encuentra libre de los problemas del crimen organizado, la lucha contra los taladores de árboles que actúan en la clandestinidad es de las actividades que unen a los hombres cuando se encuentran en la zona, intentando frenarles sin poder frenar esa actividad de forma definitiva.
Es de destacar que pareciera por momentos que vemos situaciones aisladas de las niñas que habitan la zona, pero no es así, somos testigos del mosaico de las relaciones familiares y comunitarias, las cuales se muestran sin filtro, sin maquillajes.
El eco es un trabajo íntimo, comunitario, que jamás se permite caer en la pornomiseria, capturando una situación precaria sin regodearse en destacar lo peor sino sólo ser un retrato de ello. Es un trabajo sobre la vida matriarcal en las comunidades patriarcales, donde la voz de la mujer debe extinguirse a favor del hombre. Es, ante todo, un relato honesto, vibrante, emotivo y, aunque terrible en su realidad, poético y motivante.
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