La producción fílmica de Servando González es sencillamente ejemplar. Y no lo menciono por ser uno de mis cineastas predilectos (sí, a pesar de los pesares, pues estamos juzgando aquí su trabajo como realizador y no como funcionario del aparato propagandístico de la presidencia de la República al menos en tres sexenios), sino porque su producción fílmica es representativa de un compromiso con la calidad.
Historias que se tradujeron en poderosas líneas argumentales, realizaciones que sin enorme cantidad de recursos, siempre demostraron un hábil manejo del lenguaje cinematográfico y una sensibilidad artística por demás evidente que le valieron a sus filmes ser celebrados tanto dentro como fuera del país, son elementos que consagran a Servando González como uno de los directores nacionales más eficientes en el medio, y que en mi opinión, merecería ser revalorado como un todo-terreno de la cinematografía nacional.
Responsable de metrajes emblemáticos que ya forman parte de nuestra identidad fílmica, como han sido la memorable Viento negro (1964), la sobrecogedora y oscura El escapulario (1966), o la corrosiva y mordaz Los mediocres (1962), Servando González fue lo suficientemente inteligente como para encontrar una forma de hacer cine que logró compaginar a la perfección calidad argumental, sensibilidad artística y éxito en taquilla, cosa pocas veces vista en nuestra industria cinematográfica, cuyas búsquedas formales han pecado de abismarse por lo general, en el logro de uno de los tres rubros. Sin embargo, los trabajos fílmicos de González demuestran que cuando se es lo suficientemente talentoso, es posible conjugar estos tres elementos para lograr producciones que dejen huella.
Tras desempeñarse como documentalista para la presidencia de la República en los periodos de Ruiz Cortines y de López Mateos, el realizador recibió varios premios internacionales por sus entregas fílmicas sobre la cultura y las tradiciones de nuestro país. Sin embargo, probaría las mieles del reconocimiento mundial nada menos que con su primer largometraje, la magistral Yanco, cinta filmada en 1960 de manera independiente con fotografía de Alex Phillips Jr., y que actualmente se conserva en el Museo Guggenheim de Nueva York por ser un documento fílmico de gran envergadura.
Sin embargo, en esta oportunidad reseñaremos un filme igualmente destacado, pero que hace referencia al melodrama fidelista sobre la Pasión de Cristo: El elegido (1975). Basada en la obra homónima del dramaturgo Carlos Solórzano, en lo personal, podría calificar esta singular realización como una cinta que toca el género bíblico a la mexicana, dado el abordaje ácido que sirve de palestra a la fortísima crítica que ejecuta el realizador en torno a una celebración que, dado su carácter masivo, es sujeto de ser aprovechada por toda clase de grupúsculos con múltiples intereses para lograr ciertos fines, sobre todo de carácter político y económico.
González devela cómo la representación de la Pasión y muerte de Jesús en la comunidad de fieles de Iztapalapa se convierte en una arena de choque de intereses, donde la festividad pierde su carácter místico y comunitario para transfigurarse en un fenómeno mediático de grandes proporciones, donde todo aquel que toma parte, lo hace movido por la codicia o por la necesidad, más que por un convencimiento real basado en la fe.
El protagonista de la historia es Andrés (Manuel Ojeda), cuyo padre (ya fallecido) encarnó en el pasado en tres ocasiones al nazareno en la representación de Iztapalapa, por lo que los pobladores del sitio consideran al hijo el sucesor natural de la responsabilidad que alguna vez recayó en el padre. Andrés es, de tal suerte, el elegido de las autoridades eclesiásticas y civiles, además del de una nutrida caterva de fieles de barrio, para personificar a Cristo.
Sin embargo, lo que todos ellos ven como regalo divino, Andrés lo considera una maldición, puesto que a lo largo de su vida ha sido duramente sometido por sus padres, fanáticos religiosos que, tocando el paroxismo de la represión, le prohibieron incluso sostener relaciones sexuales hasta ya bien entrado en la edad adulta. Así, resulta natural que el protagonista no desee tener absolutamente nada que ver con la religión.
Sin embargo los organizadores de la dramatización, sabedores de que Andrés se rehúsa a ejecutar el papel de Cristo, conminan a la autoridad civil a contratar a un grupo de torvos sujetos que le propinan tremenda golpiza con el fin de que acceda a lo que ellos consideran su deber. Tras el brutal episodio en que lo dejan malherido, Andrés es ayudado por Paz, la bronca (Katy Jurado, espléndida) una vendedora de verdura en el mercado local que ha sido destinada a ejecutar el papel de Magdalena.
Paz tiene cuatro hijos de disantos padres, además de haber sido violada de niña y empujada a la prostitución en la adolescencia por su propia madre. Tras llevarlo a su casa y mientras cura sus heridas, Paz comienza a acariciar el cuerpo de Andrés sugerentemente y terminan teniendo relaciones sexuales, cuyo producto natural será otro niño.
Andrés abandona la ciudad por un buen tiempo para evitar que vuelvan a buscarlo por no desear representar a Jesús, trabajando como taxista en la ciudad, y mientras esto ocurre, se ve en secreto con Paz en hoteles de mala muerte para compartir su amor, además de que siempre le brinda apoyo económico para la manutención de su hijo.
Las escenas de intimidad entre Ojeda y Jurado están verdaderamente bien logradas, pues a pesar de sus carácter marcadamente tosco y decadente, resultan de una realidad inmediata y de una ternura impresionantes.
Paz es la única persona que comprende las razones de Andrés para rehusarse a representar a Cristo en la Pasión. Ella guarda silencio con respecto a su paradero y lo apoya en todo, pues son dos almas atormentadas que se comprenden, además de que ahora tienen un hijo.
Sin embargo, los preparativos para la representación no cesan, y presas de lo que podríamos llamar histeria supersticiosa, las autoridades a cargo de la festividad no cejan en su empeño de encontrar a Andrés (aunque tienen un sustituto que a nadie le agrada pues se presume homosexual, lo cual es poco menos que una afrenta para representar al Mesías).
Por otro lado, los ensayos son un verdadero homenaje a la chacota, puesto que, haciendo gala de una estupenda dirección de actores, Servando González logra hacer captar al espectador que los pobladores toman el evento a juego, a pesar de lo comprometidos que dicen estar para participar.
Se pasa revista en forma chusca a una serie de personajes plenamente populares que no hacen más que exhibir en tono folklorista y arrabalero el comportamiento del mexicano de un barrio promedio de la periferia urbana, miserable y poco educado, donde se perciben ciertos atisbos de religiosidad a los que en realidad subyacen la superchería y la irrespetuosidad.
Confluyen aquí el irreverente vendedor de chicharrones (un José Carlos Ruiz en pleno dominio de sus facultades histriónicas que no merecen menos que una ovación de pie) a quien le destinan el papel de Judas. Se encuentra también el dueño de la pollería, Don Pancho (Héctor Suárez, que no se queda atrás) quien va a representar a Caifás, y que está más versado en las lides del albur popular con sonsonete de barriada (al preguntarle Paz si ‘tiene piernitas’ para hacer un caldo, él réplica ‘sí, ¿quiere que se las abra?’) que en representar su papel en la dramatización.
Para completar tan exótico cuadro, aparece también el cofrade mayor (Salvador Sánchez), la joven ignorante que representará a María (Patricia Reyes Spíndola), el cura español que intenta llamar al orden a semejante caterva de pintorescos personajes, sin lograrlo (Enrique Pontón), así como el obispo (Guillermo Álvarez Bianchi) que al ir a supervisar cuánto de lo ‘donado’ por la televisora local (que trasmitirá el evento en vivo) va a tocarle a la iglesia, los personajes antedichos, en una viñeta por demás folklorizante, lo reciben con una porra que dice así: ‘¡Rifle, cañón y escopeta, rifle, cañón y escopeta, al señor obispo se le respeta!’.
Tras el anterior breviario para contextualizar (que para cualquier celebración litúrgica se antoja poco menos que demencial) llega el día en que ha de comenzar la representación. A base de master shots el director nos muestra los preparativos de todos los personajes que participan en ella, con la finalidad de comunicar la condición masiva del evento.
En medio del ímpetu por la caracterización y la posterior escenificación, Paz deja a su bebé (el hijo de Andrés) y a sus demás hijos de entre 3 y 9 años, al cuidado de una joven conocida. Los niños (también caracterizados), juegan a ponerse máscaras y sucede que al bebé le ponen en la cabeza una bolsa de plástico; este se asfixia y muere, con lo que la cuidadora corre a avisar a Paz, que está en plena representación piadosa.
Huelga recordar aquí la poderosa escena del velorio del niño, en donde todo el pueblo ya caracterizado, abandona la representación (previo aviso al cura) para acompañar a Paz en tan grave trance. No obstante, el velorio se convierte en una oda al desenfreno y a la disipación; todos se embriagan, nadie respeta el dolor de Paz ni la conforta realmente; resulta increíble que una noche de tal modo funesta se preste para alardear en tono de guasa de una religiosidad que realmente nadie posee.
El bebé muerto es ataviado como niño Dios, lo que imprime mayor dramatismo y fanatismo al momento. En medio de todo ello irrumpe en la casa Andrés, quien ha sido avisado por un hijo de Paz de lo que ha ocurrido. Ante la sorpresa de todos los concurrentes que lo miran poco menos que azorados, nadie sabe que el niño era su hijo, pero quienes aún están medianamente sobrios comienzan a sospechar.
So pretexto de enjugar su pena y su dolor, Andrés se embriaga también, y decide entonces representar a Cristo. Paz le suplica que no lo haga, pero la decisión está tomada. Tras la masiva borrachera, salen todos al amanecer (cruda de por medio) para volver a tomar sus lugares en la representación. Son reprendidos por el cura, quien se sorprende igualmente de ver ahí a Andrés.
Se despide al sustituto y se atavía al elegido. Merece especial mención la secuencia del Via Crucis, donde Andrés, resintiendo los efectos de la borrachera, del dolor y de la culpa, morirá antes de que la cruz sea alzada en el punto más alto del Cerro de la Estrella.
El dato: Como documentalista, el director había cubierto más de una vez la Pasión de Cristo en Iztapalapa, por lo que incluyó escenas reales de la representación en esta película. A la sazón, Katy Jurado declaró a la prensa que se sentía muy complacida de volver a participar en cine gracias a un guión tan bien escrito como le pareció el de la cinta de Servando González.
* Este texto está basado en el artículo 'Cinco cintas mexicanas para ver en Semana Santa' registrado en o SOGEM-INDAUTOR, 2024,
Sobre Daniela Muñoz
Es graduada de la Licenciatura en Historia por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Es Maestra en Ciencias Antropológicas y actualmente Doctorante en la misma especialidad por la propia ENAH, siendo sus líneas de investigación Teoría, critica y análisis cinematográfico del Cine mexicano, así como contenidos digitales y medios audiovisuales.
Posee una Especialidad en Estudios de la Frontera México-Estados Unidos por el Colegio de la Frontera Norte (COLEF), especializándose en Narcocultura y contenidos simbólicos en la esfera mediática. Como Docente de Español como Segunda Lengua (ENALLT-CEPE, UNAM) ha podido desempeñarse como promotora de la cultura mexicana también fuera de nuestro país.
Colaboró en la muestra museográfica Heritage Middle East, realizada en Abu Dhabi, Emiratos Árabes Unidos, en 2019. Ha sido profesora de Historia de Mexico, Contemporánea y Universal a nivel bachillerato, así como de Humanística, Relaciones Bilaterales y Cine Mexicano a nivel licenciatura. Colabora actualmente en diversos proyectos de gestión, promoción y difusión del Cine Mexicano en sus diversas épocas y géneros, impulsados por el STPC- Estudios Churubusco.
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